CAPÍTULO
SEGUNDO
La esencia de la religión
Lo que hemos sostenido hasta ahora en
forma general, aún con respecto a los objetos sensibles, de la relación del
hombre con el objeto, vale especialmente para nuestra relación con el objeto
religioso.La esencia de la religión
En relación a los objetos sensibles, la conciencia del objeto se puede distinguir de la conciencia de sí mismo; pero referente al objeto religioso, la conciencia del mismo y la conciencia de sí mismo coinciden. El objeto sensible existe fuera del hombre, el religioso se encuentra en él, le es intrínseco -de ahí que sea un objeto que tampoco puede abandonar al hombre como la conciencia de sí mismo, le es íntimo, y hasta el más íntimo, el más próximo objeto. Dios, dice por ejemplo Agustín, nos está más cerca que los cuerpos sensibles y corporales, y por eso es más fácilmente conocible que ellos (1). El objeto sensible es de por sí algo indiferente, es independiente del ánimo, de la fuerza intelectual; el objeto de la religión, en cambio, es un objeto exquisito: es el ser más absoluto, más sublime y supremo; supone esencialmente un juicio crítico, o sea la diferencia entre lo divino y lo que no es divino, entre lo que es digno de ser adorado y lo que no lo es (2). Vale por lo tanto aquí sin restricción alguna; la tesis que afirma: el objeto del hombre no es otra cosa que su esencia objetivada. Así como el hombre piensa, así como él siente, así es su Dios; este es el valor que tiene el hombre y este es el valor que tiene su Dios. La conciencia de Dios es la conciencia que tíene el hombre de sí mismo, el conocimento de Dios es el conocimiento que tiene el hombre de sí mismo. Conoces al hombre por su Dios, y viceversa, por su Dios conoces al hombre; ambas cosas son idénticas. Lo que para el hombre es Dios, es su espíritu y su alma; y lo que es el espíritu del hombre, su alma, su corazón, es precisamente su Dios, y Dios es el interior revelado, el yo perfeccionado del hombre; la religión es la revelación solemne de los tesoros ocultos del hombre, es la confesión de sus pensamientos íntimos, la proclamación pública de sus secretos de amor.
Pero si la religión, la conciencia de Dios, es
llamada la conciencia del hombre de sí mismo, entonces esto no debe entenderse
como si el hombre religioso se diera cuenta de que su conciencia de Dios es la
conciencia de su esencia; pues el defecto de esta conciencia motiva
precisamente la esencia particular de la religión. Para suprimir este error
sería mejor decir: la religión es
la conciencia primaria pero indirecta que tiene el hombre de sí mismo. Por eso, la religión siempre precede a la filosofía, tanto en la
historia de la humanidad como en la historia de cada individuo. El hombre busca
su esencia primaria fuera de sí, antes de encontrarse en sí mismo. La esencia
propia le es, en un principio, un objeto que pertenece a otro ser. La religión es la esencia individual de la humanidad; pero el niño ve su esencia como si fuera de otro hombre -el hombre,
cuando niño, se objetiva como si fuera otro hombre-. Por eso la evolución
histórica en las religiones, consiste en que lo que en las religiones
anteriores se consideraba como objeto, ahora es considerado como algo
subjetivo, es decir, lo que antes se creía y se adoraba como Dios, se sabe
ahora que es algo humano. La religión anterior es idolatría para la posteridad:
el hombre hizo adoración de su propia esencia. El hombre se ha objetivado, pero
no se dio cuenta que el objeto era su propia esencia; la religión posterior
hace este paso; cada progreso de la religión es, por lo tanto, un conocimiento
más profundo de sí mismo. Pero cualquier religión que llama a sus hermanas
mayores idólatras, se exceptúa a sí misma -y esto necesariamente,
porque de lo contrario ya no sería religión- de la suerte general o sea de la
esencia de la religión; pues atribuye a las demás religiones, lo que es la
culpa de la misma religión -si es que se puede hablar de culpa-. Pcrque tiene
otro objeto, otro contenido, porque se ha elevado más arriba de las influencias
de las religiones anteriores, se cree elevada sobre las leyes necesarias y
eternas, que fundamentan la esencia de la religión y cree que su objeto, su
contenido, sea sobrehumano. En cambio, el pensador advierte la esencia de la
religión oculta a ella misma, pues el objeto del pensador es la religión que no
puede ser objeto de ella misma ynuestra teoría
consiste en demostrar que la contradicción que hay entre lo divino y lo humano
es ilusoria, es decir, que no es otra cosa que la contradicción que existe
entre la esencia humana y el individuo humano, que, por lo tanto, también el
objeto y el contenido de la religión cristiana son absolutamente humanos.
La religión, por lo menos la cristiana,
consiste en el comportamiento del hombre para consigo mismo o, mejor dicho:
para con su esencia, pero considerando a esa esencia como si fuera de
otro. La esencia divina no es otra cosa que la esencia
húmana o, mejor dicho: la esencia del hombre sin límites individuales, es
decir, sin los límites del hombre real y material, siendo esta esencia
objetivada, o sea, contemplada y venerada como si fuera otra esencia real y
diferente del hombre. Todas las
determinaciones de la esencia divina son por ello determinaciones de la esencia
humana (3).
Con respecto a los predicados, vale decir, las
propiedades o determinaciones de Dios, se admite esto sin reparo; pero en
ninguna forma con respecto al sujeto, es decir: la esencia fundamental de sus
predicados. La negación del sujeto se toma por irreligiosidad y por ateísmo;
pero no la negación de los predicados. En cambio, lo que no tiene
determinaciones, no puede tampoco tener ningún efecto sobre mí; y lo que no
tiene ningún efecto, no tiene tampoco ninguna existencia. Anular todas las
determinaciones equivale a anular la misma esencia. Una esencia sin
determinaciones es una esencia no objetivada, y una esencia no objetivada es
nula. Por eso, si el hombre anula todas las determinaciones de Dios, éste sólo
es un ser negativo, nulo. Para el hombre verdaderamente religioso, Dios no es
un ser sin determinaciones, porque para él es un ser verdadero y real. Por eso
la falta de determinación de Dios y la falta de su conocimiento, que es
idéntica con aquélla, sólo son el fruto de los tiempos recientes y un producto
de la incredulidad moderna.
Como la razón sólo es y puede ser definida
como finita, donde el hombre ve lo absoluto y lo verdadero en el placer sensual
o en el sentimiento religioso, en la contemplación estética o en el espíritu
moral, así la imposibílidad de conocer a Dios o de determinarlo, sólo puede
declararse y fijarse como dogma, donde este objeto ya no tiene más intereses
para la inteligencia, donde la realidad sólo gira alrededor del hombre, y tiene
para él la importancia del objeto esencial, absoluto y divino; pero donde, sin
embargo, existe todavía, en oposición a esa corriente puramente mundana, un
resto de la antigua religiosidad. El hombre se disculpa, ante el resto de su
conciencia religiosa, con la imposibílidad de conocer a Dios en su tibieza para
con él y en su apego a este mundo; él niega prácticamente a Dios, es decir, por
el hecho -pues es el mundo el que absorbe todos sus pensamientos y sentimientos-,
pero no niega a Dios teóricamente, no discute su existencia, la admite. Pero
esta existencia no le afecta. no le incomoda; es una existencia negativa, es
una existencia sin existencia, una existencia que se compadece a sí misma -es
una existencia cuyos efectos no se pueden distinguir de la no existencia-. La
negación de predicados determinados y positivos de la esencia divina, no es
otra cosa que la negación de la religión, sólo que se quiere retener la
apariencia de una religión, a fin de que no sea conocida como negación. No es
otra cosa que un ateísmo sutil y astuto. La pretendida vergüenza religiosa de
hacer de Dios, mediante predicados, un ser finito, sólo es el deseo irreligioso
de no querer saber más nada de Dios, de desalojarlo de su espíritu. Quien teme
ser un ser finito, teme existir. Cualquier existencia real, es decir, cualquier
existencia que en realidad sea existencia, es una existencia cualitativamente
determinada. Quien cree seriamente, realmente y verdaderamente en la existencia
de Dios, no se escandaliza de las propiedades de Dios, aunque algunas sean
bastante humanas. Quien no quiere ofender por su existencia, quien no quiere
ser áspero, que renuncie a la existencia. Un Dios que se siente ofendido por la
determinación, no tiene el coraje ni la fuerza de existir. La cualidad es el
fuego, el oxígeno, la sal de la existencia, la existencia en sí, es decir, una
existencia sin cualidad, es desabrida y sin sabor. Ahora bien; Dios no hay más
que en la religión. Sólo donde el hombre pierde el gusto de la religión, donde,
por lo tanto, la religión misma es desabrida, sólo allí también la existencia
de Dios se convierte en una existencia sin sabor.
Pero hay todavía otra manera más suave de la
negación de los predicados divinos. Se admite, por ejemplo, que los predicados
de la esencia divina son finitos y especialmente, que son determinaciones
humanas; pero se rechaza su negación, hasta se les imparte protección,
alegándose que es necesario para el hombre formarse ciertas ideas de Dios. Con
respecto a Dios, se asegura que estas determinaciones no tienen importancia;
pero para mí, si es que Dios debe existir, no puede presentarse sino bajo la
forma de un ser humano o por lo menos parecido al hombre. Pero esta diferencia
entre lo que es Dios en sí y lo que es para mí, destruye la paz de la religión
y es, además, una distinción sin fundamento y sin realidad. Yo no puedo saber
de ninguna manera si Dios es otra cosa en sí o para sí como es para mí; así
como es para mí; así, él es todo para mí. Pues para mí precisamente en esas
determinaciones, bajo las cuales existe para mí, reside su carácter absoluto;
su esencia misma; él es para mí así como siempre y sólo debe ser para mí. El
hombre religioso con respecto a lo que es Dios para él -de otra relación no sábe
nada- se siente enteramente satisfecho: pues Dios es para él lo que puede ser
para el hombre. Mediante aquella distinción, el hombre hace caso omiso de sí
mismo, de su esencia, de su medida absoluta; pero esta omisión es solamente una
ilusión. Pues sólo puedo hacer una diferencia entre el objeto tal cual es en sí
y el objeto tal cual es para mí, donde un objeto en realidad puede aparecer
bajo otra forma que aquella bajo la cual aparece; pero no, donde aparece en tal
forma como me debe aparecer en conformidad con la medida absoluta. Por cierto,
mi representación puede ser subjetiva, es decir, tal que la especie no esté
ligada a ella.
En cambio, si mi imaginación corresponde a la
medida de la especie, la diferencia entre el ser absoluto y el ser relativo ya
no existe; pues, esta imaginación es absoluta. La medida de la especie es la
medida absoluta, es la ley y el criterio del hombre. Pues la religión tiene la
convicción de que sus ideas de Dios son las Verdaderas y que, por lo tanto,
cada hombre las debe adoptar; cree que sus conceptos son las ideas que la
naturaleza humana debe formarse necesariamente y hasta que son las ideas
objetivas emanadas de Dios mismo. Para cada religión, los dioses de las demás
religiones sólo son ideas vagas de Dios, mientras que la idea que ella misma
tiene de Dios, es Dios mismo, que Dios es así como ella lo representa, que es
el legítimo y verdadero Dios, tal como es en sí. La religión sólo se basta con
un Dios entero que no tenga miramientos de ninguna clase; ella no quiere solamente
una apariencia de Dios, quiere a Dios mismo, a Dios en persona. La religión
renuncia a sí misma, al renunciar a la esencia de Dios; ya no es ella la verdad
cuando renuncia a la posesión del Dios verdadero. El escepticismo es el enemigo mortal de la religión. Pero la diferencia entre el objeto y la idea, entre Dios en sí y Dios
para mí, es una diferencia escéptica y por lo tanto, irreligiosa.
Lo que es para el hombre el significado del
ser absoluto, lo que para él es el ser máximo, el ser supremo; aquello en
comparación con lo cual no puede figurarse nada más sublime, es precisamente
para él la esencia divina. ¿Cómo podría, por lo tanto, preguntar el hombre lo
que es en sí aquel objeto? Si Dios fuera objeto para el pájaro, le sería
solamente objeto en forma de un ser dotado de alas: el pájaro no conoce nada
más sublime, nada más soberbio, que el hecho de estar provisto de alas. ¡Cuán
ridículo sería si este pájaro juzgara a mi Dios! Me parece ser un pájaro, pero
lo que es en sí, lo ignoro. El ser supremo es, pues, para el pájaro
precisamente la esencia del pájaro. Si le quitas a éste la idea de la esencia
del pájaro, le quitas la idea de la esencia suprema. Por consiguiente ¿cómo
podría él preguntar si Dios en sí está dotado de alas? Preguntar si Dios es en
sí tal como es para mí, significa preguntar si Dios es Dios, significa
levantarse por encima de su Dios, rebelarse contra él.
Por eso, donde una sola vez se apodera del
hombre la conciencia de lo que los predicados religiosos sólo son
antropomorfismos, es decir, representaciones humanas, allí la duda y la
incredulidad se han apoderado de la fe. Y sólo es debido a la inconsecuencia de
la cobardía del corazón y de la debilidad de la inteligencia, que el hombre,
desde esta conciencia, no procede hasta la negación formal de los predicados y
desde ésta a la negación de la esencia, que es la base de aquéllos. Si dudas de
la verdad objetiva de los predicados, debes dudar también de la verdad objetiva
del sujeto de estos predicados. Si tus predicados son antropomorfismos, el
sujeto de los mismos es un antropomorfismo. Si amor, bondad y personalidad son
determinaciones humanas, entonces, también, la esencia de las mismas que tú les
supones así como la existencia de Dios y la creencia de que un Dios existe, son
un antropomorfismo, una suposición absolutamente humana. De dónde sabes que la
creencia en Dios no sea una barrera de la imaginación humana. Seres más
sublimes -y tú crees en la existencia de ellos- son posiblemente tan
armoniosos, que sin duda no existe ninguna tensión entre ellos y un ser
superior. Conocer a Dios sin serlo, conocer a la felicidad sin disfrutarla, es
una discrepancia, una desgracia (4). Los seres superiores no saben nada de esta desgracia; no tienen
ninguna idea fuera de lo que ellos son.
Tú crees en el amor como en una propiedad
divina, porque tú mismo amas; crees que Dios es un ser sabio y bondadoso porque
no conoces algo superior en ti mismo que la bondad, la inteligencia; y crees
que Dios existe, o sea que Dios es un sujeto o un ser -lo que existe es un ser,
ya sea que lo determinen y nombren como substancia o persona o de otra manera-
porque tú mismo existes y porque eres un ser. No conoces ningún bien humano
superior al de amar, o al de ser bueno y sabio y del mismo modo no conoces ninguna
felicidad superior a la de existir o de ser un ser. Pues la conciencia de todo
el bien, de toda la felicidad, está ligada a la conciencia de ser y de existir.
Dios es un ser existente por la misma razón por la cual él para ti es un ser
sabio, beato y bondadoso. La diferencia entre las propiedades divinas, la
esencia divina, sólo consiste en que, a ti, la esencia y la existencia no te
parecen ser un antropomorfismo; porque tu existencia incluye la necesidad de
que Dios sea un ser existente; las propiedades, en cambio, aparecen como
antropomorfismos, porque la necesidad de ellas, o sea la necesidad de que Dios
sea sabio, bueno y justo, etcétera, no incluye directamente una necesidad
idéntica con la existencia del hombre, sino que es originada por la conciencia
y la acción del pensamiento. Yo soy un sujeto, un ser, existo
independientemente de que sea sabio o no sabio, bueno o malo. Existir es para el hombre lo primordial. es la esencia fundamental de su
imaginación en su representación, es ta condición previa de los atributos. Por
eso renuncia a los atributos; en cambio, la existencia de Dios le es una verdad
concluyente, intangible, absolutamente segura y objetiva. Sin embargo, aquella
diferencia es sólo aparente. La necesidad del sujeto sólo procede de la necesidad
del atributo. Eres un ser sólo por ser un ser humano; la certeza y la realidad
de tu existencia sólo procede de la certeza y de la realidad de tus cualidades
humanas. Lo que es el sujeto procede solamente del atributo; el atributo es la
verdad del sujeto, el sujeto es sólo el atributo personificado y existente. El sujeto y el predicado se distinguen solamente como la existencia y
la esencia. La negación de los predicados es por lo tanto la negación del
sujeto. ¿Qué es lo que queda de la esencia humana, si le quitas las propiedades
humanas? Hasta en el lenguaje común se nombran las propiedades divinas: la
providencia, la sabiduría y la omnipotencia, en lugar del ser divino.
Luego, la certeza de la existencia de Dios, de
la cual hemos dicho que para el hombre es tan segura y hasta más segura que la
propia existencia, sólo depende de la certeza de la cualidad de Dios; no es una
certeza inmediata. Para el cristiano, sólo la existencia del Dios cristiano es
segura; para el pagano sólo es segura la existencia del Dios pagano. El pagano
no dudaba de la existencia de Júpiter, porque la esencia de éste no le dio
motivo para rechazarla, porque no podía imaginarse un Dios dotado con otras
cualidades, porque esa cualidad le era certeza y verdad divina. Sólo la verdad
del predicado es la garantía de la existencia.
Lo que el hombre cree como verdad, se
representa directamente como realidad; porque en un principo sólo es verdad por
lo que es verdad real en oposición a lo que solamente uno se imagina o sueña.
El concepto del ser, de la existencia, es el concepto primario y originario de
la verdad. Con otras palabras, en un principio el hombre hizo depender la
verdad de la existencia y recién más tarde la existencia, de la verdad. Ahora
bien; Dios es el ser humano contemplado como verdad
máxima, pero Dios, o lo que es lo mismo la religión, es tan diferente como es
diferente la manera en que el hombre, hasta su vida, su propia vida, la concibe
considerándola esencia suprema. Por eso,
esa manera en que el hombre concibe a Dios, le es la verdad y por lo mismo la
existencia suprema o más bien la existencia misma; pues sólo la existencia
suprema le es la existencia propiamente dicha que merece este nombre. Por eso
Dios es un ser existente y real por la misma razón por la cual es este ser
determinado; pues la cualidad o
determinación de Dios no es otra cosa que la cualidad esencial del hombre mismo; pero solamente el hombre determinado es lo que es; él tiene su
existencia y su realidad en su determinación. Al griego no se le pueden quitar
sus cualidades griegas sin quitarle su existencia. Por cierto, para una
religión determinada, la certeza de la existencia de Dios es por lo tanto
inmediata; pues, así como es tan necesario, tan incondicional como que el
griego sea griego, tan necesario era que sus dioses fuesen seres griegos y tan
necesariamente eran seres realmente existentes. La religión es idéntica con la
idea de la esencia del mundo y del hombre que éste se forja a raíz de su
esencia.
Pero el hombre no está por encima de su
intuición esencial, sino que ella está por encima de él, ella lo anima, lo
determina, lo domina. La necesidad de una prueba, de una comparación de la
esencia o cualidad con la existencia, la posibilidad de una duda, no existe por
lo tanto. Sólo puedo dudar de lo que supera mi esencia. ¿Cómo podría, por lo
tanto, dudar de Dios, que es mi propia esencia? Dudar de mi Dios significa dudar de mí mismo. Sólo cuando se piensa que Dios sea algo abstracto, que sus predicados
sean el producto de una abstracción filosófica, la destrucción, o sea la
separación entre el sujeto y el predicado, entre la existencia y la esencia -se
origina la apariencia de que la existencia o el sujeto sea algo diferente del
predicado, algo inmediato, algo de que no se puede dudar, en oposición al
predicado del cual se puede dudar. Pero sólo es una apariencia. Un Dios que
tiene predicados abstractos, tiene también una existencia abstracta. La
existencia y la esencia son tan diferentes como es la cualidad.
La identidad del sujeto y el predicado se ve
más clara aún por el proceso de evolución de la religión, que es idéntico con
el proceso de evolución de la cultura humana. Mientras que al hombre debe
atribuírsele el predicado de un hombre simplemente natural, también su Dios es
simplemente un Dios natural. Donde el hombre
se encierra en casas, encierra también a su Dios en templos. El templo es sólo
una representación del valor que el hombre da a edificios hermosos. Los templos
en honor de la religión, son en verdad templos de honor a la arquitectura. Con la elevación del hombre del estado de la brutalidad y del
salvajismo a la cultura, con la distinción entre lo que es decoro para el
hombre y lo que no lo es, se forma al mismo tiempo la diferencia entre lo que
es decoroso para Dios y lo que no lo es. Dios es el concepto de la majestad más
alta, el sentimiento religioso, el sentimiento más sublime de la decencia. Los
artistas más divinos y más ilustrados de Grecia realizaban en las estatuas de
los dioses los conceptos de la dignidad, de la magnanimidad, de la tranquilidad
no perturbada y de la serenidad. Pero ¿por qué razón estas propiedades les eran
atributos y predicados de Dios? ¿Por qué ellos les parecían dioses para ellos
mismos? ¿Y por qué razón excluían todos los efectos bajos y repugnantes porque
se habían dado cuenta de que eran algo indecoroso, indigno, inhumano, y en
consecuencia algo no divino? Los dioses de Homero comían y bebían -quiere
decir, comer y beber es un placer divino. La fuerza corporal es otra propiedad
de los dioses de Homero: Zeus es el dios más fuerte. ¿Por qué? Porque la fuerza
corporal ya de por sí se consideraba como algo magnífico, algo divino. La
verdad de la guerra era para los antiguos germanos la verdad suprema: por eso
también su dios supremo era el dios de la guerra: Odin; la guerra, la
ley de las leyes o sea la ley más antigua. La primera esencia verdadera y
divina no es la propiedad de una deidad o de un Dios, sino la divinidad o la
deidad de la propiedad. Por lo tanto, lo que para la teología y la filosofía era
hasta ahora Dios, el ser absoluto, el ser esencial, esto no es Dios; pero
aquello que para estas ciencias no era Dios, justamente aquello es Dios -es
decir la propiedad, la cualidad, la determinación, la realidad en general. Un
verdadero ateísta, o sea un ateísta en el sentido ordinario, es por lo tanto
solamente aquel para el cual los predicados de la esencia divina, como por
ejemplo el amor, la sabiduría y la justicia, son una nada; pero no aquel para
quien solamente el sujeto de estos predicados sea una nada. Y en ninguna forma
la negación del sujeto significa necesariamente también la negación de los
predicados en sí. Los predicados tienen un significado propio y autónomo: ellos
imponen al hombre su reconocimiento por medio de su contenido; ellos demuestran
ser verdaderos inmediatamente por sí mismos: ellos se confirman, se atestiguan
a sí mismos, por eso la bondad, la justicia y la sabiduría, no son quimeras,
porque la existencia de Dios sea una quimera; ni son verdades, porque dicha
existencia sea una verdad. El concepto de Dios depende del concepto de la
justicia, de la bondad, de la sabiduría: un Dios que no es bondadoso, ni
justiciero, ni sabio no es Dios, pero no viceversa. Una cualidad no es divina
porque Dios la piense, sino que si Dios la tiene, ya es de por sí divina,
porque Dios, sin ella, sería un ser deficiente.
La justicia, la sabiduría, y en general
cualquier determinación que constituye la divinidad de Dios, es determinada y
conocida por sí misma; pero Dios lo es por la determinación, o sea la cualidad;
sólo en el caso de que yo considere que Dios y la justicia son una misma cosa,
que Dios sea la realidad inmediata de la idea de la justicia o de cualquier
otra cualidad, determino yo a Dios por sí mismo. Pero si Dios como sujeto es lo
determinado mientras que la cualidad y él predicado son lo determinante, el
rango del primer ser, el rango de la divinidad, pertenece, en realidad, no al
sujeto sino al predicado.
Recién cuando varias propiedades, y esto
contradictorias entre sí, son reunidas para formar un ser, y cuando este ser se
concibe como un ser personal, de modo que la personalidad es especialmente
recalcada, recién entonces olvídase el origen de la religión, y se olvida que
lo que en la representación de la reflexión es un predicado separable o
diferente del sujeto, en principio era el sujeto verdadero. De este modo, los
romanos y los griegos divinizaban tas cosas accidentales como si fueran
substancias y virtudes, estados de ánimo y afectos como seres
independientes. El hombre,
especialmente cuando es religioso, es en sí la medida de todas las cosas y de
todo lo que es real. Todo cuanto hace
impresión sobre el hombre, y todo lo que produce un efecto especial sobre su
ánimo -aunque tan sólo sea un ruido o un sonido extraño e inexplicacable- lo
independiza él como si fuera un ser especial y hasta divino. La religión
comprende todos los objetos del mundo; todo lo que existe era objeto de la
veneración religiosa; en la esencia y
la conciencia de la religión no hay otra cosa sino lo que en general se
encuentra en la esencia y la conciencia que tiene el hombre de si mismo y del
mundo. La religión no tiene ningún contenido propio
especial. Hasta los efectos del miedo y del terror tienen en Roma sus templos.
También los cristianos convirtieron los fenómenos del sentimiento en seres, sus
sensaciones en cualidades de las cosas, los efectos que los dominaban en
poderes que según ellos regían el mundo, en una palabra ellos transformaban las
cualidades de su propio ser, ya sea conocidas, ya sea desconocidas, en seres
independientes. El diablo, los cucos, las brujas, los espectros y
los ángeles, eran vardaderos secretos mientras que el sentimiento religioso no
fuera quebrado, dominando a la humanidad en forma absoluta.
Para quitarse de la mente la idea de la
identidad de los predicados divinos y humanos y con ella la identidad del ser
divino y humano, uno se imagina que Dios, en su calidad de un ser infinito,
tenga una infinita cantidad de diferentes predicados de los cuales aquí sólo
conoceremos algunos, los análogos o semejantes, mientras que los demás, según
los cuales Dios también es un ser completamente diferente del ser humano o ser
análogo al hombre, lo conoceremos recién en el futuro, es decir, en el otro
mundo. Pero una cantidad infinita de predicados, que realmente son diferentes,
tan diferentes que no se puede conocer inmediatamente el uno con ser dado el
otro, sólo se realiza y es posible en una cantidad infinita de seres o de
individuos diferentes. Así es también el ser humano, una riqueza infinita de
diferentes predicados, pero precisamente por eso una riqueza infinita de
diferentes individuos. Cada hombre nuevo es, por decir así, un nuevo predicado,
una nuevo talento de la humanidad. Cuantos hombres existan, tantas fuerzas,
tantas cualidades tiene la humanidad. La misma fuerza que hay en todos, existe
por cierto en cada uno, pero en forma tan determinada y tan característica, que
aparece como una fuerza propia y nueva. El secreto de la infinita cantidad de
determinaciones divinas, no es, por lo tanto, otra cosa que el secreto del ser
humano en su calidad de un ser infinitamente variado, infinitamente determinado
y por eso mismo sensible. Sólo en la sensibilidad, sólo en espacio y tiempo un
ser infinito, digo realmente infinito y lleno de determinaciones, tiene lugar.
Donde hay predicados verdaderamente diferentes los hay en tiempos diferentes.
Este hombre es un excelente músico, un insigne escritor, un destacado médico;
pero no puede hacer música, escribir y curar al mismo tiempo. Ni la dialéctica
de Hégel, o sea el tiempo, es el medio de reunir antítesis y oposiciones en un
mismo ser. Pero ligado al concepto de Dios, diferente y separado del ser
humano, es la infinita variedad de diferentes predicados, por ser una
imaginación sin realidad -una pura fantasía- la representación de la
sensibilidad; pero sin las condiciones esenciales, sin la verdad de la
sensibilidad, una representación que está en contradicción directa con el Ser
Divino por ser ésta una esencia espiritual, abstracta y única; pues los
predicados de Dios son precisamente de tal calidad que yo, al tener uno de
ellos, tengo todos los demás, dado que no hay ninguna diferencia verdadera
entre ellos. Por eso, si en los predicados actuales no tengo los futuros,
entonces, en el Dios futuro tampoco tengo al actual, sino que son dos seres
diferentes (5). Pero esta
diferencia contradice justamente a la singularidad, a la unidad, a la
simplicidad de Dios. ¿Por qué este predicado es un predicado de Dios? Porque es
de naturaleza divina, es decir, porque no expresa ningún límite, ninguna
diferencia. ¿Por qué lo son otros predicados? Porque, por más que son
diferentes en sí mismos, todos coinciden en que expresan también perfección sin
límite. Por eso puedo imaginarme innumerables predicados de Dios, porque ellos
todos coinciden con el abstracto concepto de Dios, debiendo tener común aquello
que cada uno de los predicados convierte en un atributo o predicado divino. Así
lo es en el caso de Espinosa. El habla de innumerables atributos de la
substancia divina; pero fuera de la inteligencia y de la extensión, no nombra a
ninguno. ¿Por qué? Porque es completamente indiferente conocerlos y hasta son
indiferentes en sí mismos y superfluos porque con todos estos innumerables
predicados diría siempre lo mismo, lo que digo con aquellos dos, o sea: la
inteligencia y la extensión. ¿Por qué es la inteligencia un atributo de la
substancia? Porque según Espinosa se concibe en sí misma, porque es algo
indivisible, perfecto e infinito. ¿Y por qué lo es la extensión y la materia?
Porque ella, en relación a sí misma, expresa lo mismo. Luego la substancia
puede tener una cantidad indeterminada de predicados, porque no es la
determinación o sea la diferencia lo que convierte los predicados en atributos
de la substancia, sino que es la no diferencia, la igualdad. O más bien: la
substancia sólo por eso tiene innumerables predicados porque ella -¡qué
extraño!- de por sí no tiene ningún predicado, es decir, ningún predicado
determinado. La indeterminada simplicidad del pensamiento es complementada por
la indeterminada multiplicidad de la fantasía. Dado que el predicado no
es Multum, es Multa (6). En verdad, los predicados positivos son la
inteligencia y la extensión. Con estos dos predicados se ha dicho infinitamente
más que con los innumerables predicados anónimos: porque se ha dicho algo
determinado; con ellos yo sé ahora algo de Dios. Pero la substancia es a la vez
demasiado indiferente y demasiado apática como para que ella pudiera
entusiasmarse por algo y definirse. Para no ser algo, no prefiero nada.
Ahora bien, si es un hecho que lo que es el
sujeto o la esencia, se encuentra exclusivamente en las determinaciones del
mismo, es decir, que el predicado es el verdadero sujeto, entonces se ha
demostrado, asimismo, que si los predicados divinos son determinaciones del ser
humano, también el sujeto de los mismos debe ser un ser humano. Empero, los
predicados divinos son por un lado generales y por el otro lado personales. Los
generales son los predicados metafísicos; pero éstos sólo sirven para que la
religión tenga el primer punto de contacto o sea el fundamento; no constituyen
las determinaciones características de la religión. Sólo son los predicados
personales los que fundamentan la esencia de la religión y en ella la esencia
divina es el objeto de la religión: tales predicados son por ejemplo que
Dios es una persona, que es el legislador de la moral, el padre de los hombres,
el Santo, el Justo, el bondadoso, el misericordioso. Pero de estas y de
otras determinaciones se ve al mismo tiempo, por lo menos se verá que ellas,
especialmente cuando son determinaciones personales, tienen un carácter
puramente humano, y que en consecuencia el hombre en la religión expresa en la
relación de Dios la relación a su propio ser: porque para le religión estos
predicados no son ideas o imágenes que el hombre se forja de Dios diferente de
lo que Dios es en sí mismo: son verdades, objetos, realidades. La religión no
sabe nada de antropomorfismos: los tiene pero no quiere reconocerlos como
tales. La esencia de la religión consiste precisamente en
que aquellas determinaciones expresan la esencia de Dios. Sólo la inteligencia que reflexiona sobre la religión y que para
defenderla la niega declara aquellas determinaciones por representaciones. Pero
para la religión Dios es un verdadero padre, verdadero amor y misericordia;
porque es para ella un ser real viviente y personal, por cuya razón sus
determinaciones verdaderas son también determinaciones vivientes y personales.
Y precisamente las determinaciones correspondientes son las que ofenden más a
la inteligencia y las que ella, al reflexionar sobre la religión, niega. La religión es subjetivamente afecto, por eso también ella necesita
objetivamente afecto del ser divino. Hasta la
ira no es para ella un afecto indigno de Dios, con tal que esa ira no tenga por
base algo malo.
Es esencialmente necesario observar -y este
fenómeno es sumamente notable porque caracteriza la esencia más íntima de la
religión- que cuanto más humana es la esencia de Dios, tanto más grande es
aparentemente la diferencia entre él y el hombre, quiere decir tanto más es
negada por la reflexión sobre la religión o sea por la teología la identidad, o
sea la unidad del ser humano y divino y tanto más es rebajado lo humano tal
como es objeto de la conciencia del hombre (7). La causa de ello es: porque lo que es
positivo en la imaginación o determinación de la esencia divina, es
exclusivamente humano: por eso la imaginación del hombre tal como es objeto de
la conciencia, sólo puede ser negativa y adversa. Para enriquecer a Dios el hombre debe empobrecerse: para que Dios sea
todo, el hombre ha de ser una nada. Pero por
eso tampoco necesita ser algo para sí mismo porque todo lo que él se adjudica
no va perdido para Dios, sino que queda conservado en él. El hombre tiene su
esencia en Dios ¿cómo podría tenerla en sí y para sí mismo? ¿Por qué sería
necesario poner o tener dos veces la misma cosa? Lo que el hombre se quita, lo
que él no tiene en sí, lo disfruta en un modo incomparablemente más alto y más
amplio en Dios.
Los monjes hicieron el voto de castidad al Ser
divino, ellos suprimieron el amor sexual en sí; pero en lugar de ello tenían en
el cielo, en Dios, en la Virgen María, la imagen de la mujer -una ímagen del
amor-. Podían ellos prescindir tanto más de la mujer verdadera cuanto más una
mujer ideal e imaginada era para ellos el objeto del amor verdadero. Cuanto más
importancia daban a la destrucción de la sexualidad, tanto mayor significado
tenía para ellos la Virgen celestial: ella ocupa para ellos el lugar de Cristo
y hasta el lugar de Dios. Cuanto más se
niega lo sensual, tanto más sensual es Dios, al cual se sacrifica la
sensualidad. Porque a lo que se sacrifica a la divinidad
se le atribuye un valor especial; Dios tiene un agrado especial en ello. Lo que
en el sentido del hombre es lo más sublime, lo es naturalmente también en el
sentido de su Dios. Lo que gusta en general al hombre gusta también a Dios. Los
hebreos no sacrificaban a Jehová animales impuros y despreciables, sino
animales que para ellos tenian el más alto valor; los que ellos mismos comían
eran también la comida de Dios (8). Por eso donde de la negación de la sensualidad se construye un ser
especial, un sacrificio agradable para Dios, allí se da el valor más alto
precisamente a la sensualidad y la sensualidad renunciada es, sin quererlo,
restablecida, por el hecho de que Dios se coloca en lugar del ser sensual al
cual se ha renunciado. La monja se desposa con Dios; ella tiene un novio
celestial y el monje tiene una novia celestial. Pero la Virgen celestial es un
fenómeno de una verdad general que se refiere a la esencia de la
religión. El hombre afirma en Dios
lo que en sí mismo niega (9). La religión prescinde del hombre y del
mundo pero sólo puede prescindir de las verdaderas o supuestas deficiencias y
restricciones, o sea, de lo que son los defectos del mundo; pero no de la
esencia, o sea de la parte positiva del mundo, ni tampoco de la humanidad. Por
eso la religión debe nuevamente ocuparse en la abstracción y negación de lo que
prescinde o por lo menos cree prescindir. De este modo la religión en forma
inconsciente pone todo en la idea de Dios; lo que ella conscientemente niega
-siempre que aquello que niega sea algo esencial, algo verdadero, algo que no
puede negarse-. De este modo el hombre niega en la religión su inteligencia: él
por sí mismo no sabe nada de Dios, sus ideas son solamente mundanas y
terrestres; sólo puede crear lo que Dios le revela. Pero en cambio, los
pensamientos de Dios son ideas humanas, ideas terrestres; él idea planes, al
igual que un hombre se amolda a las circunstancias y a las fuerzas
intelectuales del hombre, al igual que un maestro se adapta a la inteligencia
de sus alumnos; él calcula exactamente el efecto de sus dones y revelaciones;
él observa al hombre en todo lo que hace, sabe todo, también lo más vil, lo más
detestable y lo más humano. En una palabra, el hombre, frente a Dios, niega su
saber y su pensamiento, para colocar éste su saber y su pensamiento en Dios. El
hombre renuncia a su persona y, en cambio, le es Dios el Ser omnipotente,
ilimitado, un Ser personal. El niega el honor humano; el yo humano, pero en
cambio le es Dios un ser egoísta que sólo piensa en sí mismo, que sólo busca su
propio honor, su propio provecho, su propio bienestar. Dios es la satisfacción
propia del egoísmo que mira de soslayo a todas las demás cosas; Dios es la
satisfacción suprema del egoísmo (10), la religión niega además lo bueno como una cualidad del ser humano;
pues para ella el hombre es malo, corrompido, incapaz de hacer algo bueno;
pero, en cambio, Dios es exclusivamente bueno, Dios es el ser bueno. Se exige
que lo bueno, en su calidad de Dios, sea el objeto del hombre: pero, ¿acaso se
expresa con ello que lo bueno sea una determinación esencial del hombre? Si yo
soy absolutamente malo, es decir, malo por naturaleza y por esencia, si yo no
soy santo, ¿cómo puede ser lo bueno y, lo santo un objeto para mí ya sea que
este objeto sea intrínseco o extrínseco con respecto a mí? Si mi corazón es
malo, si mi inteligencia es corrompida, ¿cómo puedo yo sentir como santo lo que
es santo y percibir como bueno lo que es bueno? ¿Cómo puedo yo percibir en un
cuadro algo hermoso si mi alma es una maldad estética? Aunque yo mismo no sea
ningún pintor, aunque no tenga el talento de producir algo hermoso de mí mismo,
sin embargo tengo sentimientos estéticos y una inteligencia estética, pues
percibo lo que es bello fuera de mí. O lo bueno no es de ningún modo creado
para el hombre, o si lo es, entonces se revela en ello al hombre la santidad y
bondad de la esencia humana. Lo que es absolutamente contrario a mi naturaleza,
lo que no está unido conmigo por ningún lazo común, no es tampoco apto para mis
ideas y para mis sensaciones. Lo santo solamente es un objeto para mí en cuanto
está en oposición a mi personalidad, pero en unidad con mi esencia. Lo santo es
el reproche de mi pecaminosidad; en él me veo yo como pecador; pero
precisamente en ello yo me reprocho, reconozco lo que no soy y cómo debo ser y
por eso mismo puedo ser conforme a mi determinación. En efecto, el deber sin
poder es una quimera ridícula, que no afecta a nuestra alma. Pero al reconocer
lo bueno como determinación mía y como mi ley, lo reconozco consciente o
inconscientemente como mi propio ser. Otro ser que por su naturaleza sea
distinto del mío, no me interesa. Sólo puedo percibir el pecado si lo siento
como una contradicción de mí mismo, de mi personalidad, de mi esencia. Como
contradicción de un ser divino que no sea yo mismo, el sentimiento del pecado
es inexplicable y sin sentido.
La diferencia entre el augustianismo y el
pelagianismo, consiste sólo en que aquél expresa en manera de religión lo que
éste dice a manera del racionalismo. Ambas determinaciones enseñan lo mismo,
ambas adjudican al hombre lo bueno -pero el pelagianismo en forma directa
racional y moral, el augustianismo en cambio indirectamente, en modo místico,
es decir, religioso (11). Porque lo que éste atribuye al Dios del hombre, se adjudica en
realidad al hombre mismo; lo que el hombre dice de Dios, lo dice en realidad de
sí mismo. El augustianismo sólo sería una verdad y una verdad opuesta al
pelagianismo, si el hombre tuviese por Dios al diablo, y si, con la conciencia
de que es el diablo, lo venerase como su ser supremo. Pero mientras que el
hombre venere un Ser bueno como Dios, contempla él en Dios su propio ser bueno.
Así como pasa con la doctrina de la
degeneración del ser humano, así pasa también con la doctrina idéntica con
aquélla, de que el hombre no puede hacer nada bueno, es decir, que no puede
hacer en realidad nada de sí mismo y con sus propios esfuerzos. La negación de
las fuerzas y actividad humana, sólo sería verdad si el hombre negara también
en Dios la actividad moral diciendo, como el nihilista oriental o panteísta: el
Ser Divino es un ser que carece absolutamente de la voluntad de la actividad,
es indiferente y no sabe nada de la diferencia entre el bien y el mal. Pero quien
determina a Dios como un Ser activo y esto como un ser moralmente crítico y
activo, como un ser que ama el bien y lo obra y premia, que castiga, rechaza y
condena el mal; quien determina a Dios en tal forma, sólo aparentemente niega
la actividad humana; en realidad la convierte en actividad suprema y realísima.
Quien hace actuar a Dios en forma humana, declara la actividad humana como una
actividad divina, pues dice: un Dios que no fuera activo, ni moral ni
humanamente, no es Dios y, en consecuencia, hace depender el concepto de la
deidad del concepto de la actividad humana, pues una actividad más alta no la
conoce.
El hombre -este es el secreto de la religión-
objetiva (12) su ser y,
en consecuencia, se convierte en el objeto de este ser objetivado, transformado
en un sujeto y, respectivamente, en una persona; él se imagina que es un objeto
pero objeto de otro objeto, de otro ser. El hombre es un objeto de Dios. Que el
hombre sea bueno o malo, no es indiferente para Dios, no; él tiene un interés
vivo y fuerte en que sea bueno; él quiere que sea bueno a fin de que sea beato
-pues sin bondad no hay ninguna beatitud-. El hombre religioso rechaza por lo
tanto la nulidad de la actividad humana haciendo de sus intenciones y acciones
un objeto de Dios y convirtiendo al hombre en una finalidad de Dios -pues lo
que es objeto en el espíritu, es objeto en la acción- y haciendo de la
actividad divina un medio de la salvación humana, Dios es activo a fin de que
el hombre sea bueno y feliz. De este modo el hombre, aparentemente humillado al
extremo, es en realidad elevado al extremo. Y así el hombre en y por medio de
Dios, sólo se tiene a sí mismo como última finalidad. Por cierto el hombre
tiene por objeto a Dios; pero Dios no tiene otro objeto que la salvación moral y
eterna del hombre, luego el hombre en realidad sólo se tiene por objeto a sí
mismo. La actividad divina no difiere de la actividad humana.
En efecto, ¿cómo podría la actividad humana
actuar como objeto mío y hasta en mí mismo, si ella fuese una actividad
completamente diferente a mí mismo? ¿Cómo podría tener una finalidad humana, la
fínalidad de enmendar y beatificar el hombre, si ella no fuera humana? ¿Acaso
no determina el objeto de la acción? Cuando el hombre tiene por finalidad su
propia enmienda, entonces toma resoluciones y propósitos divinos; pero cuando
Dios tiene por finalidad la beatitud del hombre, entonces tiene finalidades
humanas y ejecuta acciones humanas que corresponden a aquellas finalidades. De
este modo el objeto del hombre en Dios es su propia actividad. Pero
precisamente porque considera la propia actividad sólo como una actividad
objetivada diferente de él mismo y como algo bueno, recibe necesariamente
también el impulso no de sí mismo sino de aquel objeto. El ve su propia esencia
fuera de sí y esta esencia la considera como algo bueno; se comprende por lo
tanto que el impulso hacia lo bueno sólo le viene de aquella parte donde ha
colocado lo bueno.
Dios es la esencia más íntima del hombre, la más
subjetiva y más exclusiva, luego no puede actuar por sí misma, es decir, todo
lo bueno viene de Dios. Cuanto más subjetivo y más humano es Dios, tanto más el
hombre se despoja de su subjetividad, de su humanidad, porque Dios en sí y por
sí es un ser que no se pertenece pero que, sin embargo, a la vez atrae todo
hacia sí. Así como la actividad arterial lleva la
sangre hacia todos los lados del cuerpo y la actividad de las venas la conduce
nuevamente al corazón, así como la vida en general consiste en una contínua
sístole y diástole, así también la religión; en la sístole religiosa el hombre
se despoja de su propia esencia, se rechaza y condena a sí mismo; en la
diástole religiosa nuevamente recibe al ser rechazado en su corazón. Solamente
Dios es el Ser que actúa y obra por sí mismo -este es el acto de la fuerza
religiosa de repulsión-; Dios es el ser que obra en mí, conmigo, por mí y para
mí, es el principio de mi salvación, de mis buenas intenciones y acciones y,
por lo tanto, mi propio principio de ser bueno -este es el acto de la fuerza religiosa
de atracción-. El desarrollo, arriba
indicado, de la religión, consiste, si se le considera más de cerca, en que el
hombre quita a Dios cada vez más para apropiárselo a si mismo. Al principio el hombre objetiva todo sin diferencia alguna. Esto se ve especialmente
en la fe revelada. Lo que en un tiempo posterior o lo que para un pueblo culto
enseña la naturaleza o la razón, esto en un tiempo anterior o para un pueblo
menos culto lo ha enseñado Dios. Los hebreos creían que todos los instintos por
más naturales que fueran, hasta el instinto de la limpieza, fuese un
mandamiento positivo divino. De ese ejemplo vemos en seguida que Dios es tanto
más bajo y tanto más humano cuanto más el hombre se quita a sí mismo. La
humildad y la abnegación del hombre no pueden ir más lejos que cuando éste
deniega de tener la fuerza y la facultad de observar por sí solo y por instinto
propio los mandamientos del decoro vulgar (13). En cambio, la religión cristiana hizo una
diferencia de los impulsos y afectos del hombre según su cualidad, según su
contenido. Sólo convirtió los afectos buenos y las buenas intenciones, los
buenos pensamientos en revelaciones y en afectos, es decir, en intenciones,
afectos y pensamientos de Dios; pues lo que Dios revela es una determinación de
Dios mismo; cuando el corazón se llena la boca habla, y como el efecto, así es
la causa, como la revelación, así es el ser que se revela. Dios, que sólo se
revela en buenas intenciones, es un Dios cuya propiedad esencial sólo es la
bondad moral. La religión cristiana hizo una diferencia entre la limpieza moral
intrínseca y la limpieza corporal extrínseca. La religión hebrea identificaba
ambas cosas (14); la
religión cristiana es, en oposición a la hebrea, la religión de la crítica y
libertad. El hebreo no osaba nada a no ser si Dios lo había mandado; él mismo
carecía de la voluntad hasta en las cosas más extrínsecas: el poder de la
religión se extendía hasta las comidas. La religión cristiana, en cambio,
independiza al hombre en todas estas cosas extrínsecas, lo que quiere decir que
ella puso en el hombre lo que el hebreo pusiera en Dios. Israel es la
representación más perfecta de este positivismo objetivado; para el hebreo el
cristiano significa un librepensador. Así cambian las cosas. Lo que ayer
todavía era religión, hoy ya no lo es; lo que hoy pasa por ser ateísmo. será
mañana religión.
Notas
(1) De Genesi ad
litteram, lib. V, c. 16.
(2) Vosotros no tomáis en cuenta (dice Minucius Félix en
su Octavian, capítulo
24, a los paganos) que hay que conocer a Dios antes de venerarlo.
(3) Las perfecciones de Dios son las perfecciones de nuestras
almas; pero él las tiene en forma ilimitada. Nosotros tenemos algún poder,
algún conocimiento, alguna bondad, todo esto es, en Dios, perfecto, Leibniz
(Théod. Préface). Todo aquello por lo cual se distingue el alma humana es
también propio al ser divino. Todo lo que está excluído de Dios, tampoco
pertenece a la determinación esencial del alma. S. Gregorius Nyss (deanima Lips, 1837, pág. 42). Entre
todas las ciencias es por lo tanto el conocimiento de sí mismo la más gloriosa
y más importante, pues cuando uno se conoce a sí mismo, conocerá también a Dios,
Clemens Alex. (Paedas, lib. III, cap. 1).
(4) En el otro mundo por eso se suprime esta contradicción entre Dios
y el hombre. En el más allá, el hombre ya no es hombre -a lo sumo en la
imaginación- él no tiene ninguna voluntad distinta de la voluntad divina,
tampoco luego -pues que es un ser sin voluntad- ninguna esencia propia; es
idéntico con Dios; luego desaparece en el más allá la diferencia y la oposición
existente entre Dios y el hombre. Pero allí donde solamente es Dios, no hay ya
Dios. Donde no hay oposición a la majestad, no hay tampoco majestad.
(5) Para la fe religiosa no hay ninguna diferencia entre el Dios
presente y el futuro, sino que aquél es un objeto de la fe, de la imaginación,
de la fantasía; éste, en cambio, es un objeto de la contemplación inmediata, es
decir, personal y sensual. Acá y allá es él el mismo; pero acá es vago, allá es
claro.
(6) No mucho sino poco y bien.
(7) Así como puede pensarse la similitud entre el Creador y lo
creado, así debe pensarse la diferencia entre ellos, pero más grande todavía.
Later, Conc. can. 2. (Summa omn.
Conc. Carranza, Antv. 1559, p. 562). La última diferencia
entre el hombre y Dios, entre el ser finito e infinito en general al cual puede
llegar la imaginación religiosa especulativa es la diferencia entre el algo y
la nada, Ens y non-Ens; porque sólo en la nada se
destruye toda comunidad con todos los demás seres.
(8) Cibus Dei, 3 Mose 3,
II.
(9) Quien, pues, dice por ejemplo Anselmi, se
desprecia, es apreciado por Dios, quien se aborrece complace a Dios. Luego, sé
pequeño a tus ojos a fin de que seas grande a los ojos de Díos; porque serás
tanto más apreciado por Dios cuanto más despreciado eres por los hombres (Ansetmi Opp., París 1721, página 191).
(10) Dios sólo puede amar a sí mismo, sólo puede pensar en sí mismo
sólo puede trabajar para sí mismo. Dios, al juzgar al hombre, busca su
autoridad, su gloria, etc. S. P. Bayle, Un aporte para la historia de la filosofía y la humanidad, edición de bolsillo por Kröners.
(11) El pelagianismo niega a Dios, a la religión: ellos
atribuyen a la voluntad tanto poder, que debilitan el poder de la oración
piadosa (Agustín, De nat. et
grat, cont. Pelagium, c. 58). El pelagianismo
tiene por base solamente al Creador, es decir, a la naturaleza, no al Redentor,
el Dios verdaderamente religioso, en una palabra, él niega a Dios, pero en
cambio eleva el hombre hacia Dios al convertirlo en un ser independiente, que
no necesita de un Dios (Ver al respecto Lutero contra Erasmo y Agustín, 1. C.c.
33). El agustinismo niega al hombre, pero en cambio humilla a Dios hasta
convertirlo en hombre, hasta degradarlo a la muerte en la cruz por el hombre. Aquél
coloca al hombre en lugar de Dios, éste coloca a Dios en lugar del hombre;
ambos terminan en lo mismo; la diferencia sólo es una apariencia, sólo una
ilusión piadosa. El agustinismo es una pelagianismo inverso, lo que éste pone
como sujeto lo pone aquél como objeto.
(12) La objetivación religiosa y
original del hombre debe, por lo demás, como está expresado claramente en el
presente libro, diferenciarse bien de la autoobjetivación de la reflexión y
especulación; ésta es arbitraria, aquélla es obviceversa, por su Dios conoces al hombre; ambas cosas son idénticas. Lo
que para el hombre es Dios, es su espíritu y su alma; y lo que es el espíritu
del hombre, su alma, su corazón, es precisamente su Dios, y Dios es el interior
revelado, el yo perfeccionado del hombre; la religión es la revelación solemne
de los tesoros ocultos del hombre, es la confesión de sus pensamientos íntimos,
la proclamación pública de sus secretos de amor.
Pero si la religión, la conciencia de Dios, es
llamada la conciencia del hombre de sí mismo, entonces esto no debe entenderse
como si el hombre religioso se diera cuenta de que su conciencia de Dios es la
conciencia de su esencia; pues el defecto de esta conciencia motiva
precisamente la esencia particular de la religión. Para suprimir este error
sería mejor decir: la religión es
la conciencia primaria pero indirecta que tiene el hombre de sí mismo. Por eso, la religión siempre precede a la filosofía, tanto en la
historia de la humanidad como en la historia de cada individuo. El hombre busca
su esencia primaria fuera de sí, antes de encontrarse en sí mismo. La esencia
propia le es, en un principio, un objeto que pertenece a otro ser. La religión es la esencia individual de la humanidad; pero el niño ve su esencia como si fuera de otro hombre -el hombre,
cuando niño, se objetiva como si fuera otro hombre-. Por eso la evolución
histórica en las religiones, consiste en que lo que en las religiones
anteriores se consideraba como objeto, ahora es considerado como algo
subjetivo, es decir, lo que antes se creía y se adoraba como Dios, se sabe
ahora que es algo humano. La religión anterior es idolatría para la posteridad:
el hombre hizo adoración de su propia esencia. El hombre se ha objetivado, pero
no se dio cuenta que el objeto era su propia esencia; la religión posterior
hace este paso; cada progreso de la religión es, por lo tanto, un conocimiento
más profundo de sí mismo. Pero cualquier religión que llama a sus hermanas
mayores idólatras, se exceptúa a sí misma -y esto necesariamente,
porque de lo contrario ya no sería religión- de la suerte general o sea de la
esencia de la religión; pues atribuye a las demás religiones, lo que es la
culpa de la misma religión -si es que se puede hablar de culpa-. Pcrque tiene
otro objeto, otro contenido, porque se ha elevado más arriba de las influencias
de las religiones anteriores, se cree elevada sobre las leyes necesarias y
eternas, que fundamentan la esencia de la religión y cree que su objeto, su
contenido, sea sobrehumano. En cambio, el pensador advierte la esencia de la
religión oculta a ella misma, pues el objeto del pensador es la religión que no
puede ser objeto de ella misma ynuestra teoría
consiste en demostrar que la contradicción que hay entre lo divino y lo humano
es ilusoria, es decir, que no es otra cosa que la contradicción que existe
entre la esencia humana y el individuo humano, que, por lo tanto, también el
objeto y el contenido de la religión cristiana son absolutamente humanos.
La religión, por lo menos la cristiana,
consiste en el comportamiento del hombre para consigo mismo o, mejor dicho:
para con su esencia, pero considerando a esa esencia como si fuera de
otro. La esencia divina no es otra cosa que la esencia
húmana o, mejor dicho: la esencia del hombre sin límites individuales, es
decir, sin los límites del hombre real y material, siendo esta esencia
objetivada, o sea, contemplada y venerada como si fuera otra esencia real y
diferente del hombre. Todas las
determinaciones de la esencia divina son por ello determinaciones de la esencia
humana (3).
Con respecto a los predicados, vale decir, las
propiedades o determinaciones de Dios, se admite esto sin reparo; pero en
ninguna forma con respecto al sujeto, es decir: la esencia fundamental de sus
predicados. La negación del sujeto se toma por irreligiosidad y por ateísmo;
pero no la negación de los predicados. En cambio, lo que no tiene
determinaciones, no puede tampoco tener ningún efecto sobre mí; y lo que no
tiene ningún efecto, no tiene tampoco ninguna existencia. Anular todas las
determinaciones equivale a anular la misma esencia. Una esencia sin
determinaciones es una esencia no objetivada, y una esencia no objetivada es
nula. Por eso, si el hombre anula todas las determinaciones de Dios, éste sólo
es un ser negativo, nulo. Para el hombre verdaderamente religioso, Dios no es
un ser sin determinaciones, porque para él es un ser verdadero y real. Por eso
la falta de determinación de Dios y la falta de su conocimiento, que es
idéntica con aquélla, sólo son el fruto de los tiempos recientes y un producto
de la incredulidad moderna.
Como la razón sólo es y puede ser definida
como finita, donde el hombre ve lo absoluto y lo verdadero en el placer sensual
o en el sentimiento religioso, en la contemplación estética o en el espíritu
moral, así la imposibílidad de conocer a Dios o de determinarlo, sólo puede
declararse y fijarse como dogma, donde este objeto ya no tiene más intereses
para la inteligencia, donde la realidad sólo gira alrededor del hombre, y tiene
para él la importancia del objeto esencial, absoluto y divino; pero donde, sin
embargo, existe todavía, en oposición a esa corriente puramente mundana, un
resto de la antigua religiosidad. El hombre se disculpa, ante el resto de su
conciencia religiosa, con la imposibílidad de conocer a Dios en su tibieza para
con él y en su apego a este mundo; él niega prácticamente a Dios, es decir, por
el hecho -pues es el mundo el que absorbe todos sus pensamientos y
sentimientos-, pero no niega a Dios teóricamente, no discute su existencia, la admite.
Pero esta existencia no le afecta. no le incomoda; es una existencia negativa,
es una existencia sin existencia, una existencia que se compadece a sí misma
-es una existencia cuyos efectos no se pueden distinguir de la no existencia-.
La negación de predicados determinados y positivos de la esencia divina, no es
otra cosa que la negación de la religión, sólo que se quiere retener la
apariencia de una religión, a fin de que no sea conocida como negación. No es
otra cosa que un ateísmo sutil y astuto. La pretendida vergüenza religiosa de
hacer de Dios, mediante predicados, un ser finito, sólo es el deseo irreligioso
de no querer saber más nada de Dios, de desalojarlo de su espíritu. Quien teme
ser un ser finito, teme existir. Cualquier existencia real, es decir, cualquier
existencia que en realidad sea existencia, es una existencia cualitativamente
determinada. Quien cree seriamente, realmente y verdaderamente en la existencia
de Dios, no se escandaliza de las propiedades de Dios, aunque algunas sean bastante
humanas. Quien no quiere ofender por su existencia, quien no quiere ser áspero,
que renuncie a la existencia. Un Dios que se siente ofendido por la
determinación, no tiene el coraje ni la fuerza de existir. La cualidad es el
fuego, el oxígeno, la sal de la existencia, la existencia en sí, es decir, una
existencia sin cualidad, es desabrida y sin sabor. Ahora bien; Dios no hay más
que en la religión. Sólo donde el hombre pierde el gusto de la religión, donde,
por lo tanto, la religión misma es desabrida, sólo allí también la existencia
de Dios se convierte en una existencia sin sabor.
Pero hay todavía otra manera más suave de la
negación de los predicados divinos. Se admite, por ejemplo, que los predicados
de la esencia divina son finitos y especialmente, que son determinaciones
humanas; pero se rechaza su negación, hasta se les imparte protección,
alegándose que es necesario para el hombre formarse ciertas ideas de Dios. Con
respecto a Dios, se asegura que estas determinaciones no tienen importancia; pero
para mí, si es que Dios debe existir, no puede presentarse sino bajo la forma
de un ser humano o por lo menos parecido al hombre. Pero esta diferencia entre
lo que es Dios en sí y lo que es para mí, destruye la paz de la religión y es,
además, una distinción sin fundamento y sin realidad. Yo no puedo saber de
ninguna manera si Dios es otra cosa en sí o para sí como es para mí; así como
es para mí; así, él es todo para mí. Pues para mí precisamente en esas
determinaciones, bajo las cuales existe para mí, reside su carácter absoluto;
su esencia misma; él es para mí así como siempre y sólo debe ser para mí. El
hombre religioso con respecto a lo que es Dios para él -de otra relación no
sábe nada- se siente enteramente satisfecho: pues Dios es para él lo que puede
ser para el hombre. Mediante aquella distinción, el hombre hace caso omiso de
sí mismo, de su esencia, de su medida absoluta; pero esta omisión es solamente
una ilusión. Pues sólo puedo hacer una diferencia entre el objeto tal cual es
en sí y el objeto tal cual es para mí, donde un objeto en realidad puede
aparecer bajo otra forma que aquella bajo la cual aparece; pero no, donde
aparece en tal forma como me debe aparecer en conformidad con la medida
absoluta. Por cierto, mi representación puede ser subjetiva, es decir, tal que
la especie no esté ligada a ella.
En cambio, si mi imaginación corresponde a la
medida de la especie, la diferencia entre el ser absoluto y el ser relativo ya
no existe; pues, esta imaginación es absoluta. La medida de la especie es la
medida absoluta, es la ley y el criterio del hombre. Pues la religión tiene la
convicción de que sus ideas de Dios son las Verdaderas y que, por lo tanto,
cada hombre las debe adoptar; cree que sus conceptos son las ideas que la
naturaleza humana debe formarse necesariamente y hasta que son las ideas
objetivas emanadas de Dios mismo. Para cada religión, los dioses de las demás
religiones sólo son ideas vagas de Dios, mientras que la idea que ella misma
tiene de Dios, es Dios mismo, que Dios es así como ella lo representa, que es
el legítimo y verdadero Dios, tal como es en sí. La religión sólo se basta con
un Dios entero que no tenga miramientos de ninguna clase; ella no quiere
solamente una apariencia de Dios, quiere a Dios mismo, a Dios en persona. La
religión renuncia a sí misma, al renunciar a la esencia de Dios; ya no es ella
la verdad cuando renuncia a la posesión del Dios verdadero. El escepticismo es el enemigo mortal de la religión. Pero la diferencia entre el objeto y la idea, entre Dios en sí y Dios
para mí, es una diferencia escéptica y por lo tanto, irreligiosa.
Lo que es para el hombre el significado del
ser absoluto, lo que para él es el ser máximo, el ser supremo; aquello en
comparación con lo cual no puede figurarse nada más sublime, es precisamente
para él la esencia divina. ¿Cómo podría, por lo tanto, preguntar el hombre lo
que es en sí aquel objeto? Si Dios fuera objeto para el pájaro, le sería
solamente objeto en forma de un ser dotado de alas: el pájaro no conoce nada
más sublime, nada más soberbio, que el hecho de estar provisto de alas. ¡Cuán
ridículo sería si este pájaro juzgara a mi Dios! Me parece ser un pájaro, pero
lo que es en sí, lo ignoro. El ser supremo es, pues, para el pájaro
precisamente la esencia del pájaro. Si le quitas a éste la idea de la esencia
del pájaro, le quitas la idea de la esencia suprema. Por consiguiente ¿cómo
podría él preguntar si Dios en sí está dotado de alas? Preguntar si Dios es en
sí tal como es para mí, significa preguntar si Dios es Dios, significa
levantarse por encima de su Dios, rebelarse contra él.
Por eso, donde una sola vez se apodera del
hombre la conciencia de lo que los predicados religiosos sólo son
antropomorfismos, es decir, representaciones humanas, allí la duda y la
incredulidad se han apoderado de la fe. Y sólo es debido a la inconsecuencia de
la cobardía del corazón y de la debilidad de la inteligencia, que el hombre,
desde esta conciencia, no procede hasta la negación formal de los predicados y
desde ésta a la negación de la esencia, que es la base de aquéllos. Si dudas de
la verdad objetiva de los predicados, debes dudar también de la verdad objetiva
del sujeto de estos predicados. Si tus predicados son antropomorfismos, el
sujeto de los mismos es un antropomorfismo. Si amor, bondad y personalidad son
determinaciones humanas, entonces, también, la esencia de las mismas que tú les
supones así como la existencia de Dios y la creencia de que un Dios existe, son
un antropomorfismo, una suposición absolutamente humana. De dónde sabes que la
creencia en Dios no sea una barrera de la imaginación humana. Seres más
sublimes -y tú crees en la existencia de ellos- son posiblemente tan
armoniosos, que sin duda no existe ninguna tensión entre ellos y un ser
superior. Conocer a Dios sin serlo, conocer a la felicidad sin disfrutarla, es
una discrepancia, una desgracia (4). Los seres superiores no saben nada de esta desgracia; no tienen
ninguna idea fuera de lo que ellos son.
Tú crees en el amor como en una propiedad
divina, porque tú mismo amas; crees que Dios es un ser sabio y bondadoso porque
no conoces algo superior en ti mismo que la bondad, la inteligencia; y crees
que Dios existe, o sea que Dios es un sujeto o un ser -lo que existe es un ser,
ya sea que lo determinen y nombren como substancia o persona o de otra manera-
porque tú mismo existes y porque eres un ser. No conoces ningún bien humano
superior al de amar, o al de ser bueno y sabio y del mismo modo no conoces
ninguna felicidad superior a la de existir o de ser un ser. Pues la conciencia
de todo el bien, de toda la felicidad, está ligada a la conciencia de ser y de
existir. Dios es un ser existente por la misma razón por la cual él para ti es
un ser sabio, beato y bondadoso. La diferencia entre las propiedades divinas,
la esencia divina, sólo consiste en que, a ti, la esencia y la existencia no te
parecen ser un antropomorfismo; porque tu existencia incluye la necesidad de
que Dios sea un ser existente; las propiedades, en cambio, aparecen como
antropomorfismos, porque la necesidad de ellas, o sea la necesidad de que Dios
sea sabio, bueno y justo, etcétera, no incluye directamente una necesidad
idéntica con la existencia del hombre, sino que es originada por la conciencia
y la acción del pensamiento. Yo soy un sujeto, un ser, existo independientemente
de que sea sabio o no sabio, bueno o malo. Existir es para el hombre lo primordial. es la esencia fundamental de su
imaginación en su representación, es ta condición previa de los atributos. Por
eso renuncia a los atributos; en cambio, la existencia de Dios le es una verdad
concluyente, intangible, absolutamente segura y objetiva. Sin embargo, aquella
diferencia es sólo aparente. La necesidad del sujeto sólo procede de la
necesidad del atributo. Eres un ser sólo por ser un ser humano; la certeza y la
realidad de tu existencia sólo procede de la certeza y de la realidad de tus
cualidades humanas. Lo que es el sujeto procede solamente del atributo; el
atributo es la verdad del sujeto, el sujeto es sólo el atributo personificado y
existente. El sujeto y el predicado se distinguen
solamente como la existencia y la esencia. La negación de los predicados es por
lo tanto la negación del sujeto. ¿Qué es lo que queda de la esencia humana, si
le quitas las propiedades humanas? Hasta en el lenguaje común se nombran las
propiedades divinas: la providencia, la sabiduría y la omnipotencia, en lugar
del ser divino.
Luego, la certeza de la existencia de Dios, de
la cual hemos dicho que para el hombre es tan segura y hasta más segura que la
propia existencia, sólo depende de la certeza de la cualidad de Dios; no es una
certeza inmediata. Para el cristiano, sólo la existencia del Dios cristiano es
segura; para el pagano sólo es segura la existencia del Dios pagano. El pagano
no dudaba de la existencia de Júpiter, porque la esencia de éste no le dio
motivo para rechazarla, porque no podía imaginarse un Dios dotado con otras
cualidades, porque esa cualidad le era certeza y verdad divina. Sólo la verdad
del predicado es la garantía de la existencia.
Lo que el hombre cree como verdad, se
representa directamente como realidad; porque en un principo sólo es verdad por
lo que es verdad real en oposición a lo que solamente uno se imagina o sueña.
El concepto del ser, de la existencia, es el concepto primario y originario de
la verdad. Con otras palabras, en un principio el hombre hizo depender la
verdad de la existencia y recién más tarde la existencia, de la verdad. Ahora
bien; Dios es el ser humano contemplado como verdad
máxima, pero Dios, o lo que es lo mismo la religión, es tan diferente como es
diferente la manera en que el hombre, hasta su vida, su propia vida, la concibe
considerándola esencia suprema. Por eso,
esa manera en que el hombre concibe a Dios, le es la verdad y por lo mismo la
existencia suprema o más bien la existencia misma; pues sólo la existencia
suprema le es la existencia propiamente dicha que merece este nombre. Por eso
Dios es un ser existente y real por la misma razón por la cual es este ser
determinado; pues la cualidad o
determinación de Dios no es otra cosa que la cualidad esencial del hombre mismo; pero solamente el hombre determinado es lo que es; él tiene su
existencia y su realidad en su determinación. Al griego no se le pueden quitar
sus cualidades griegas sin quitarle su existencia. Por cierto, para una
religión determinada, la certeza de la existencia de Dios es por lo tanto
inmediata; pues, así como es tan necesario, tan incondicional como que el
griego sea griego, tan necesario era que sus dioses fuesen seres griegos y tan
necesariamente eran seres realmente existentes. La religión es idéntica con la
idea de la esencia del mundo y del hombre que éste se forja a raíz de su
esencia.
Pero el hombre no está por encima de su
intuición esencial, sino que ella está por encima de él, ella lo anima, lo determina,
lo domina. La necesidad de una prueba, de una comparación de la esencia o
cualidad con la existencia, la posibilidad de una duda, no existe por lo tanto.
Sólo puedo dudar de lo que supera mi esencia. ¿Cómo podría, por lo tanto, dudar
de Dios, que es mi propia esencia? Dudar de mi Dios significa dudar de mí mismo. Sólo cuando se piensa que Dios sea algo abstracto, que sus predicados
sean el producto de una abstracción filosófica, la destrucción, o sea la
separación entre el sujeto y el predicado, entre la existencia y la esencia -se
origina la apariencia de que la existencia o el sujeto sea algo diferente del
predicado, algo inmediato, algo de que no se puede dudar, en oposición al
predicado del cual se puede dudar. Pero sólo es una apariencia. Un Dios que
tiene predicados abstractos, tiene también una existencia abstracta. La
existencia y la esencia son tan diferentes como es la cualidad.
La identidad del sujeto y el predicado se ve
más clara aún por el proceso de evolución de la religión, que es idéntico con
el proceso de evolución de la cultura humana. Mientras que al hombre debe
atribuírsele el predicado de un hombre simplemente natural, también su Dios es
simplemente un Dios natural. Donde el hombre
se encierra en casas, encierra también a su Dios en templos. El templo es sólo
una representación del valor que el hombre da a edificios hermosos. Los templos
en honor de la religión, son en verdad templos de honor a la arquitectura. Con la elevación del hombre del estado de la brutalidad y del salvajismo
a la cultura, con la distinción entre lo que es decoro para el hombre y lo que
no lo es, se forma al mismo tiempo la diferencia entre lo que es decoroso para
Dios y lo que no lo es. Dios es el concepto de la majestad más alta, el
sentimiento religioso, el sentimiento más sublime de la decencia. Los artistas
más divinos y más ilustrados de Grecia realizaban en las estatuas de los dioses
los conceptos de la dignidad, de la magnanimidad, de la tranquilidad no
perturbada y de la serenidad. Pero ¿por qué razón estas propiedades les eran
atributos y predicados de Dios? ¿Por qué ellos les parecían dioses para ellos
mismos? ¿Y por qué razón excluían todos los efectos bajos y repugnantes porque
se habían dado cuenta de que eran algo indecoroso, indigno, inhumano, y en
consecuencia algo no divino? Los dioses de Homero comían y bebían -quiere
decir, comer y beber es un placer divino. La fuerza corporal es otra propiedad
de los dioses de Homero: Zeus es el dios más fuerte. ¿Por qué? Porque la fuerza
corporal ya de por sí se consideraba como algo magnífico, algo divino. La
verdad de la guerra era para los antiguos germanos la verdad suprema: por eso
también su dios supremo era el dios de la guerra: Odin; la guerra, la
ley de las leyes o sea la ley más antigua. La primera esencia verdadera y
divina no es la propiedad de una deidad o de un Dios, sino la divinidad o la
deidad de la propiedad. Por lo tanto, lo que para la teología y la filosofía
era hasta ahora Dios, el ser absoluto, el ser esencial, esto no es Dios; pero aquello
que para estas ciencias no era Dios, justamente aquello es Dios -es decir la
propiedad, la cualidad, la determinación, la realidad en general. Un verdadero
ateísta, o sea un ateísta en el sentido ordinario, es por lo tanto solamente
aquel para el cual los predicados de la esencia divina, como por ejemplo el
amor, la sabiduría y la justicia, son una nada; pero no aquel para quien
solamente el sujeto de estos predicados sea una nada. Y en ninguna forma la
negación del sujeto significa necesariamente también la negación de los
predicados en sí. Los predicados tienen un significado propio y autónomo: ellos
imponen al hombre su reconocimiento por medio de su contenido; ellos demuestran
ser verdaderos inmediatamente por sí mismos: ellos se confirman, se atestiguan
a sí mismos, por eso la bondad, la justicia y la sabiduría, no son quimeras,
porque la existencia de Dios sea una quimera; ni son verdades, porque dicha
existencia sea una verdad. El concepto de Dios depende del concepto de la
justicia, de la bondad, de la sabiduría: un Dios que no es bondadoso, ni
justiciero, ni sabio no es Dios, pero no viceversa. Una cualidad no es divina
porque Dios la piense, sino que si Dios la tiene, ya es de por sí divina,
porque Dios, sin ella, sería un ser deficiente.
La justicia, la sabiduría, y en general
cualquier determinación que constituye la divinidad de Dios, es determinada y
conocida por sí misma; pero Dios lo es por la determinación, o sea la cualidad;
sólo en el caso de que yo considere que Dios y la justicia son una misma cosa,
que Dios sea la realidad inmediata de la idea de la justicia o de cualquier
otra cualidad, determino yo a Dios por sí mismo. Pero si Dios como sujeto es lo
determinado mientras que la cualidad y él predicado son lo determinante, el
rango del primer ser, el rango de la divinidad, pertenece, en realidad, no al
sujeto sino al predicado.
Recién cuando varias propiedades, y esto
contradictorias entre sí, son reunidas para formar un ser, y cuando este ser se
concibe como un ser personal, de modo que la personalidad es especialmente
recalcada, recién entonces olvídase el origen de la religión, y se olvida que
lo que en la representación de la reflexión es un predicado separable o
diferente del sujeto, en principio era el sujeto verdadero. De este modo, los
romanos y los griegos divinizaban tas cosas accidentales como si fueran
substancias y virtudes, estados de ánimo y afectos como seres
independientes. El hombre,
especialmente cuando es religioso, es en sí la medida de todas las cosas y de
todo lo que es real. Todo cuanto hace
impresión sobre el hombre, y todo lo que produce un efecto especial sobre su
ánimo -aunque tan sólo sea un ruido o un sonido extraño e inexplicacable- lo
independiza él como si fuera un ser especial y hasta divino. La religión
comprende todos los objetos del mundo; todo lo que existe era objeto de la
veneración religiosa; en la esencia y
la conciencia de la religión no hay otra cosa sino lo que en general se
encuentra en la esencia y la conciencia que tiene el hombre de si mismo y del
mundo. La religión no tiene ningún contenido propio
especial. Hasta los efectos del miedo y del terror tienen en Roma sus templos.
También los cristianos convirtieron los fenómenos del sentimiento en seres, sus
sensaciones en cualidades de las cosas, los efectos que los dominaban en
poderes que según ellos regían el mundo, en una palabra ellos transformaban las
cualidades de su propio ser, ya sea conocidas, ya sea desconocidas, en seres
independientes. El diablo, los cucos, las brujas, los espectros y
los ángeles, eran vardaderos secretos mientras que el sentimiento religioso no
fuera quebrado, dominando a la humanidad en forma absoluta.
Para quitarse de la mente la idea de la
identidad de los predicados divinos y humanos y con ella la identidad del ser
divino y humano, uno se imagina que Dios, en su calidad de un ser infinito,
tenga una infinita cantidad de diferentes predicados de los cuales aquí sólo
conoceremos algunos, los análogos o semejantes, mientras que los demás, según
los cuales Dios también es un ser completamente diferente del ser humano o ser
análogo al hombre, lo conoceremos recién en el futuro, es decir, en el otro
mundo. Pero una cantidad infinita de predicados, que realmente son diferentes,
tan diferentes que no se puede conocer inmediatamente el uno con ser dado el
otro, sólo se realiza y es posible en una cantidad infinita de seres o de
individuos diferentes. Así es también el ser humano, una riqueza infinita de
diferentes predicados, pero precisamente por eso una riqueza infinita de
diferentes individuos. Cada hombre nuevo es, por decir así, un nuevo predicado,
una nuevo talento de la humanidad. Cuantos hombres existan, tantas fuerzas,
tantas cualidades tiene la humanidad. La misma fuerza que hay en todos, existe
por cierto en cada uno, pero en forma tan determinada y tan característica, que
aparece como una fuerza propia y nueva. El secreto de la infinita cantidad de
determinaciones divinas, no es, por lo tanto, otra cosa que el secreto del ser
humano en su calidad de un ser infinitamente variado, infinitamente determinado
y por eso mismo sensible. Sólo en la sensibilidad, sólo en espacio y tiempo un
ser infinito, digo realmente infinito y lleno de determinaciones, tiene lugar.
Donde hay predicados verdaderamente diferentes los hay en tiempos diferentes.
Este hombre es un excelente músico, un insigne escritor, un destacado médico;
pero no puede hacer música, escribir y curar al mismo tiempo. Ni la dialéctica
de Hégel, o sea el tiempo, es el medio de reunir antítesis y oposiciones en un
mismo ser. Pero ligado al concepto de Dios, diferente y separado del ser
humano, es la infinita variedad de diferentes predicados, por ser una
imaginación sin realidad -una pura fantasía- la representación de la
sensibilidad; pero sin las condiciones esenciales, sin la verdad de la
sensibilidad, una representación que está en contradicción directa con el Ser
Divino por ser ésta una esencia espiritual, abstracta y única; pues los
predicados de Dios son precisamente de tal calidad que yo, al tener uno de ellos,
tengo todos los demás, dado que no hay ninguna diferencia verdadera entre
ellos. Por eso, si en los predicados actuales no tengo los futuros, entonces,
en el Dios futuro tampoco tengo al actual, sino que son dos seres diferentes (5). Pero esta diferencia contradice justamente
a la singularidad, a la unidad, a la simplicidad de Dios. ¿Por qué este
predicado es un predicado de Dios? Porque es de naturaleza divina, es decir,
porque no expresa ningún límite, ninguna diferencia. ¿Por qué lo son otros predicados?
Porque, por más que son diferentes en sí mismos, todos coinciden en que
expresan también perfección sin límite. Por eso puedo imaginarme innumerables
predicados de Dios, porque ellos todos coinciden con el abstracto concepto de
Dios, debiendo tener común aquello que cada uno de los predicados convierte en
un atributo o predicado divino. Así lo es en el caso de Espinosa. El habla de
innumerables atributos de la substancia divina; pero fuera de la inteligencia y
de la extensión, no nombra a ninguno. ¿Por qué? Porque es completamente
indiferente conocerlos y hasta son indiferentes en sí mismos y superfluos
porque con todos estos innumerables predicados diría siempre lo mismo, lo que
digo con aquellos dos, o sea: la inteligencia y la extensión. ¿Por qué es la
inteligencia un atributo de la substancia? Porque según Espinosa se concibe en
sí misma, porque es algo indivisible, perfecto e infinito. ¿Y por qué lo es la
extensión y la materia? Porque ella, en relación a sí misma, expresa lo mismo.
Luego la substancia puede tener una cantidad indeterminada de predicados,
porque no es la determinación o sea la diferencia lo que convierte los
predicados en atributos de la substancia, sino que es la no diferencia, la
igualdad. O más bien: la substancia sólo por eso tiene innumerables predicados
porque ella -¡qué extraño!- de por sí no tiene ningún predicado, es decir,
ningún predicado determinado. La indeterminada simplicidad del pensamiento es
complementada por la indeterminada multiplicidad de la fantasía. Dado que el
predicado no es Multum, es Multa (6). En verdad, los predicados positivos son la
inteligencia y la extensión. Con estos dos predicados se ha dicho infinitamente
más que con los innumerables predicados anónimos: porque se ha dicho algo
determinado; con ellos yo sé ahora algo de Dios. Pero la substancia es a la vez
demasiado indiferente y demasiado apática como para que ella pudiera
entusiasmarse por algo y definirse. Para no ser algo, no prefiero nada.
Ahora bien, si es un hecho que lo que es el
sujeto o la esencia, se encuentra exclusivamente en las determinaciones del
mismo, es decir, que el predicado es el verdadero sujeto, entonces se ha
demostrado, asimismo, que si los predicados divinos son determinaciones del ser
humano, también el sujeto de los mismos debe ser un ser humano. Empero, los
predicados divinos son por un lado generales y por el otro lado personales. Los
generales son los predicados metafísicos; pero éstos sólo sirven para que la
religión tenga el primer punto de contacto o sea el fundamento; no constituyen
las determinaciones características de la religión. Sólo son los predicados
personales los que fundamentan la esencia de la religión y en ella la esencia
divina es el objeto de la religión: tales predicados son por ejemplo que
Dios es una persona, que es el legislador de la moral, el padre de los hombres,
el Santo, el Justo, el bondadoso, el misericordioso. Pero de estas y de
otras determinaciones se ve al mismo tiempo, por lo menos se verá que ellas,
especialmente cuando son determinaciones personales, tienen un carácter puramente
humano, y que en consecuencia el hombre en la religión expresa en la relación
de Dios la relación a su propio ser: porque para le religión estos predicados
no son ideas o imágenes que el hombre se forja de Dios diferente de lo que Dios
es en sí mismo: son verdades, objetos, realidades. La religión no sabe nada de
antropomorfismos: los tiene pero no quiere reconocerlos como tales. La esencia de la religión consiste precisamente en que aquellas
determinaciones expresan la esencia de Dios. Sólo la inteligencia que reflexiona sobre la religión y que para
defenderla la niega declara aquellas determinaciones por representaciones. Pero
para la religión Dios es un verdadero padre, verdadero amor y misericordia;
porque es para ella un ser real viviente y personal, por cuya razón sus
determinaciones verdaderas son también determinaciones vivientes y personales.
Y precisamente las determinaciones correspondientes son las que ofenden más a
la inteligencia y las que ella, al reflexionar sobre la religión, niega. La religión es subjetivamente afecto, por eso también ella necesita
objetivamente afecto del ser divino. Hasta la
ira no es para ella un afecto indigno de Dios, con tal que esa ira no tenga por
base algo malo.
Es esencialmente necesario observar -y este
fenómeno es sumamente notable porque caracteriza la esencia más íntima de la
religión- que cuanto más humana es la esencia de Dios, tanto más grande es
aparentemente la diferencia entre él y el hombre, quiere decir tanto más es
negada por la reflexión sobre la religión o sea por la teología la identidad, o
sea la unidad del ser humano y divino y tanto más es rebajado lo humano tal
como es objeto de la conciencia del hombre (7). La causa de ello es: porque lo que es
positivo en la imaginación o determinación de la esencia divina, es
exclusivamente humano: por eso la imaginación del hombre tal como es objeto de
la conciencia, sólo puede ser negativa y adversa. Para enriquecer a Dios el hombre debe empobrecerse: para que Dios sea
todo, el hombre ha de ser una nada. Pero por
eso tampoco necesita ser algo para sí mismo porque todo lo que él se adjudica
no va perdido para Dios, sino que queda conservado en él. El hombre tiene su
esencia en Dios ¿cómo podría tenerla en sí y para sí mismo? ¿Por qué sería
necesario poner o tener dos veces la misma cosa? Lo que el hombre se quita, lo
que él no tiene en sí, lo disfruta en un modo incomparablemente más alto y más
amplio en Dios.
Los monjes hicieron el voto de castidad al Ser
divino, ellos suprimieron el amor sexual en sí; pero en lugar de ello tenían en
el cielo, en Dios, en la Virgen María, la imagen de la mujer -una ímagen del
amor-. Podían ellos prescindir tanto más de la mujer verdadera cuanto más una
mujer ideal e imaginada era para ellos el objeto del amor verdadero. Cuanto más
importancia daban a la destrucción de la sexualidad, tanto mayor significado
tenía para ellos la Virgen celestial: ella ocupa para ellos el lugar de Cristo
y hasta el lugar de Dios. Cuanto más se
niega lo sensual, tanto más sensual es Dios, al cual se sacrifica la
sensualidad. Porque a lo que se sacrifica a la divinidad
se le atribuye un valor especial; Dios tiene un agrado especial en ello. Lo que
en el sentido del hombre es lo más sublime, lo es naturalmente también en el
sentido de su Dios. Lo que gusta en general al hombre gusta también a Dios. Los
hebreos no sacrificaban a Jehová animales impuros y despreciables, sino
animales que para ellos tenian el más alto valor; los que ellos mismos comían
eran también la comida de Dios (8). Por eso donde de la negación de la sensualidad se construye un ser
especial, un sacrificio agradable para Dios, allí se da el valor más alto
precisamente a la sensualidad y la sensualidad renunciada es, sin quererlo,
restablecida, por el hecho de que Dios se coloca en lugar del ser sensual al
cual se ha renunciado. La monja se desposa con Dios; ella tiene un novio
celestial y el monje tiene una novia celestial. Pero la Virgen celestial es un
fenómeno de una verdad general que se refiere a la esencia de la religión. El hombre afirma en Dios lo que en sí mismo niega (9). La
religión prescinde del hombre y del mundo pero sólo puede prescindir de las
verdaderas o supuestas deficiencias y restricciones, o sea, de lo que son los
defectos del mundo; pero no de la esencia, o sea de la parte positiva del
mundo, ni tampoco de la humanidad. Por eso la religión debe nuevamente ocuparse
en la abstracción y negación de lo que prescinde o por lo menos cree
prescindir. De este modo la religión en forma inconsciente pone todo en la idea
de Dios; lo que ella conscientemente niega -siempre que aquello que niega sea
algo esencial, algo verdadero, algo que no puede negarse-. De este modo el
hombre niega en la religión su inteligencia: él por sí mismo no sabe nada de
Dios, sus ideas son solamente mundanas y terrestres; sólo puede crear lo que
Dios le revela. Pero en cambio, los pensamientos de Dios son ideas humanas,
ideas terrestres; él idea planes, al igual que un hombre se amolda a las
circunstancias y a las fuerzas intelectuales del hombre, al igual que un
maestro se adapta a la inteligencia de sus alumnos; él calcula exactamente el
efecto de sus dones y revelaciones; él observa al hombre en todo lo que hace,
sabe todo, también lo más vil, lo más detestable y lo más humano. En una
palabra, el hombre, frente a Dios, niega su saber y su pensamiento, para
colocar éste su saber y su pensamiento en Dios. El hombre renuncia a su persona
y, en cambio, le es Dios el Ser omnipotente, ilimitado, un Ser personal. El
niega el honor humano; el yo humano, pero en cambio le es Dios un ser egoísta
que sólo piensa en sí mismo, que sólo busca su propio honor, su propio
provecho, su propio bienestar. Dios es la satisfacción propia del egoísmo que
mira de soslayo a todas las demás cosas; Dios es la satisfacción suprema del
egoísmo (10), la
religión niega además lo bueno como una cualidad del ser humano; pues para ella
el hombre es malo, corrompido, incapaz de hacer algo bueno; pero, en cambio,
Dios es exclusivamente bueno, Dios es el ser bueno. Se exige que lo bueno, en
su calidad de Dios, sea el objeto del hombre: pero, ¿acaso se expresa con ello
que lo bueno sea una determinación esencial del hombre? Si yo soy absolutamente
malo, es decir, malo por naturaleza y por esencia, si yo no soy santo, ¿cómo
puede ser lo bueno y, lo santo un objeto para mí ya sea que este objeto sea
intrínseco o extrínseco con respecto a mí? Si mi corazón es malo, si mi
inteligencia es corrompida, ¿cómo puedo yo sentir como santo lo que es santo y
percibir como bueno lo que es bueno? ¿Cómo puedo yo percibir en un cuadro algo
hermoso si mi alma es una maldad estética? Aunque yo mismo no sea ningún
pintor, aunque no tenga el talento de producir algo hermoso de mí mismo, sin
embargo tengo sentimientos estéticos y una inteligencia estética, pues percibo
lo que es bello fuera de mí. O lo bueno no es de ningún modo creado para el
hombre, o si lo es, entonces se revela en ello al hombre la santidad y bondad
de la esencia humana. Lo que es absolutamente contrario a mi naturaleza, lo que
no está unido conmigo por ningún lazo común, no es tampoco apto para mis ideas
y para mis sensaciones. Lo santo solamente es un objeto para mí en cuanto está
en oposición a mi personalidad, pero en unidad con mi esencia. Lo santo es el
reproche de mi pecaminosidad; en él me veo yo como pecador; pero precisamente
en ello yo me reprocho, reconozco lo que no soy y cómo debo ser y por eso mismo
puedo ser conforme a mi determinación. En efecto, el deber sin poder es una
quimera ridícula, que no afecta a nuestra alma. Pero al reconocer lo bueno como
determinación mía y como mi ley, lo reconozco consciente o inconscientemente
como mi propio ser. Otro ser que por su naturaleza sea distinto del mío, no me
interesa. Sólo puedo percibir el pecado si lo siento como una contradicción de
mí mismo, de mi personalidad, de mi esencia. Como contradicción de un ser
divino que no sea yo mismo, el sentimiento del pecado es inexplicable y sin
sentido.
La diferencia entre el augustianismo y el
pelagianismo, consiste sólo en que aquél expresa en manera de religión lo que
éste dice a manera del racionalismo. Ambas determinaciones enseñan lo mismo,
ambas adjudican al hombre lo bueno -pero el pelagianismo en forma directa
racional y moral, el augustianismo en cambio indirectamente, en modo místico, es
decir, religioso (11). Porque lo que éste atribuye al Dios del hombre, se adjudica en
realidad al hombre mismo; lo que el hombre dice de Dios, lo dice en realidad de
sí mismo. El augustianismo sólo sería una verdad y una verdad opuesta al
pelagianismo, si el hombre tuviese por Dios al diablo, y si, con la conciencia
de que es el diablo, lo venerase como su ser supremo. Pero mientras que el
hombre venere un Ser bueno como Dios, contempla él en Dios su propio ser bueno.
Así como pasa con la doctrina de la degeneración
del ser humano, así pasa también con la doctrina idéntica con aquélla, de que
el hombre no puede hacer nada bueno, es decir, que no puede hacer en realidad
nada de sí mismo y con sus propios esfuerzos. La negación de las fuerzas y
actividad humana, sólo sería verdad si el hombre negara también en Dios la
actividad moral diciendo, como el nihilista oriental o panteísta: el Ser Divino
es un ser que carece absolutamente de la voluntad de la actividad, es
indiferente y no sabe nada de la diferencia entre el bien y el mal. Pero quien
determina a Dios como un Ser activo y esto como un ser moralmente crítico y
activo, como un ser que ama el bien y lo obra y premia, que castiga, rechaza y
condena el mal; quien determina a Dios en tal forma, sólo aparentemente niega
la actividad humana; en realidad la convierte en actividad suprema y realísima.
Quien hace actuar a Dios en forma humana, declara la actividad humana como una
actividad divina, pues dice: un Dios que no fuera activo, ni moral ni
humanamente, no es Dios y, en consecuencia, hace depender el concepto de la
deidad del concepto de la actividad humana, pues una actividad más alta no la
conoce.
El hombre -este es el secreto de la religión-
objetiva (12) su ser y,
en consecuencia, se convierte en el objeto de este ser objetivado, transformado
en un sujeto y, respectivamente, en una persona; él se imagina que es un objeto
pero objeto de otro objeto, de otro ser. El hombre es un objeto de Dios. Que el
hombre sea bueno o malo, no es indiferente para Dios, no; él tiene un interés
vivo y fuerte en que sea bueno; él quiere que sea bueno a fin de que sea beato
-pues sin bondad no hay ninguna beatitud-. El hombre religioso rechaza por lo
tanto la nulidad de la actividad humana haciendo de sus intenciones y acciones
un objeto de Dios y convirtiendo al hombre en una finalidad de Dios -pues lo
que es objeto en el espíritu, es objeto en la acción- y haciendo de la
actividad divina un medio de la salvación humana, Dios es activo a fin de que
el hombre sea bueno y feliz. De este modo el hombre, aparentemente humillado al
extremo, es en realidad elevado al extremo. Y así el hombre en y por medio de
Dios, sólo se tiene a sí mismo como última finalidad. Por cierto el hombre
tiene por objeto a Dios; pero Dios no tiene otro objeto que la salvación moral
y eterna del hombre, luego el hombre en realidad sólo se tiene por objeto a sí
mismo. La actividad divina no difiere de la actividad humana.
En efecto, ¿cómo podría la actividad humana
actuar como objeto mío y hasta en mí mismo, si ella fuese una actividad
completamente diferente a mí mismo? ¿Cómo podría tener una finalidad humana, la
fínalidad de enmendar y beatificar el hombre, si ella no fuera humana? ¿Acaso
no determina el objeto de la acción? Cuando el hombre tiene por finalidad su
propia enmienda, entonces toma resoluciones y propósitos divinos; pero cuando
Dios tiene por finalidad la beatitud del hombre, entonces tiene finalidades
humanas y ejecuta acciones humanas que corresponden a aquellas finalidades. De
este modo el objeto del hombre en Dios es su propia actividad. Pero
precisamente porque considera la propia actividad sólo como una actividad
objetivada diferente de él mismo y como algo bueno, recibe necesariamente
también el impulso no de sí mismo sino de aquel objeto. El ve su propia esencia
fuera de sí y esta esencia la considera como algo bueno; se comprende por lo
tanto que el impulso hacia lo bueno sólo le viene de aquella parte donde ha
colocado lo bueno.
Dios es la esencia más íntima del hombre, la más
subjetiva y más exclusiva, luego no puede actuar por sí misma, es decir, todo
lo bueno viene de Dios. Cuanto más subjetivo y más humano es Dios, tanto más el
hombre se despoja de su subjetividad, de su humanidad, porque Dios en sí y por
sí es un ser que no se pertenece pero que, sin embargo, a la vez atrae todo
hacia sí. Así como la actividad arterial lleva la
sangre hacia todos los lados del cuerpo y la actividad de las venas la conduce
nuevamente al corazón, así como la vida en general consiste en una contínua sístole
y diástole, así también la religión; en la sístole religiosa el hombre se
despoja de su propia esencia, se rechaza y condena a sí mismo; en la diástole
religiosa nuevamente recibe al ser rechazado en su corazón. Solamente Dios es
el Ser que actúa y obra por sí mismo -este es el acto de la fuerza religiosa de
repulsión-; Dios es el ser que obra en mí, conmigo, por mí y para mí, es el
principio de mi salvación, de mis buenas intenciones y acciones y, por lo
tanto, mi propio principio de ser bueno -este es el acto de la fuerza religiosa
de atracción-. El desarrollo, arriba
indicado, de la religión, consiste, si se le considera más de cerca, en que el
hombre quita a Dios cada vez más para apropiárselo a si mismo. Al principio el hombre objetiva todo sin diferencia alguna. Esto se ve
especialmente en la fe revelada. Lo que en un tiempo posterior o lo que para un
pueblo culto enseña la naturaleza o la razón, esto en un tiempo anterior o para
un pueblo menos culto lo ha enseñado Dios. Los hebreos creían que todos los
instintos por más naturales que fueran, hasta el instinto de la limpieza, fuese
un mandamiento positivo divino. De ese ejemplo vemos en seguida que Dios es
tanto más bajo y tanto más humano cuanto más el hombre se quita a sí mismo. La
humildad y la abnegación del hombre no pueden ir más lejos que cuando éste
deniega de tener la fuerza y la facultad de observar por sí solo y por instinto
propio los mandamientos del decoro vulgar (13). En cambio, la religión cristiana hizo una
diferencia de los impulsos y afectos del hombre según su cualidad, según su
contenido. Sólo convirtió los afectos buenos y las buenas intenciones, los
buenos pensamientos en revelaciones y en afectos, es decir, en intenciones,
afectos y pensamientos de Dios; pues lo que Dios revela es una determinación de
Dios mismo; cuando el corazón se llena la boca habla, y como el efecto, así es
la causa, como la revelación, así es el ser que se revela. Dios, que sólo se
revela en buenas intenciones, es un Dios cuya propiedad esencial sólo es la
bondad moral. La religión cristiana hizo una diferencia entre la limpieza moral
intrínseca y la limpieza corporal extrínseca. La religión hebrea identificaba
ambas cosas (14); la
religión cristiana es, en oposición a la hebrea, la religión de la crítica y
libertad. El hebreo no osaba nada a no ser si Dios lo había mandado; él mismo
carecía de la voluntad hasta en las cosas más extrínsecas: el poder de la
religión se extendía hasta las comidas. La religión cristiana, en cambio,
independiza al hombre en todas estas cosas extrínsecas, lo que quiere decir que
ella puso en el hombre lo que el hebreo pusiera en Dios. Israel es la
representación más perfecta de este positivismo objetivado; para el hebreo el
cristiano significa un librepensador. Así cambian las cosas. Lo que ayer
todavía era religión, hoy ya no lo es; lo que hoy pasa por ser ateísmo. será
mañana religión.
Notas
(1) De Genesi ad
litteram, lib. V, c. 16.
(2) Vosotros no tomáis en cuenta (dice Minucius Félix en
su Octavian, capítulo
24, a los paganos) que hay que conocer a Dios antes de venerarlo.
(3) Las perfecciones de Dios son las perfecciones de nuestras
almas; pero él las tiene en forma ilimitada. Nosotros tenemos algún poder,
algún conocimiento, alguna bondad, todo esto es, en Dios, perfecto, Leibniz
(Théod. Préface). Todo aquello por lo cual se distingue el alma humana es
también propio al ser divino. Todo lo que está excluído de Dios, tampoco
pertenece a la determinación esencial del alma. S. Gregorius Nyss (deanima Lips, 1837, pág. 42). Entre
todas las ciencias es por lo tanto el conocimiento de sí mismo la más gloriosa
y más importante, pues cuando uno se conoce a sí mismo, conocerá también a Dios,
Clemens Alex. (Paedas, lib. III, cap. 1).
(4) En el otro mundo por eso se suprime esta contradicción entre Dios
y el hombre. En el más allá, el hombre ya no es hombre -a lo sumo en la
imaginación- él no tiene ninguna voluntad distinta de la voluntad divina,
tampoco luego -pues que es un ser sin voluntad- ninguna esencia propia; es
idéntico con Dios; luego desaparece en el más allá la diferencia y la oposición
existente entre Dios y el hombre. Pero allí donde solamente es Dios, no hay ya
Dios. Donde no hay oposición a la majestad, no hay tampoco majestad.
(5) Para la fe religiosa no hay ninguna diferencia entre el Dios
presente y el futuro, sino que aquél es un objeto de la fe, de la imaginación,
de la fantasía; éste, en cambio, es un objeto de la contemplación inmediata, es
decir, personal y sensual. Acá y allá es él el mismo; pero acá es vago, allá es
claro.
(6) No mucho sino poco y bien.
(7) Así como puede pensarse la similitud entre el Creador y lo
creado, así debe pensarse la diferencia entre ellos, pero más grande todavía.
Later, Conc. can. 2. (Summa omn.
Conc. Carranza, Antv. 1559, p. 562). La última diferencia
entre el hombre y Dios, entre el ser finito e infinito en general al cual puede
llegar la imaginación religiosa especulativa es la diferencia entre el algo y
la nada, Ens y non-Ens; porque sólo en la nada se
destruye toda comunidad con todos los demás seres.
(8) Cibus Dei, 3 Mose 3,
II.
(9) Quien, pues, dice por ejemplo Anselmi, se
desprecia, es apreciado por Dios, quien se aborrece complace a Dios. Luego, sé
pequeño a tus ojos a fin de que seas grande a los ojos de Díos; porque serás
tanto más apreciado por Dios cuanto más despreciado eres por los hombres (Ansetmi Opp., París 1721, página 191).
(10) Dios sólo puede amar a sí mismo, sólo puede pensar en sí mismo
sólo puede trabajar para sí mismo. Dios, al juzgar al hombre, busca su
autoridad, su gloria, etc. S. P. Bayle, Un aporte para la historia de la filosofía y la humanidad, edición de bolsillo por Kröners.
(11) El pelagianismo niega a Dios, a la religión: ellos
atribuyen a la voluntad tanto poder, que debilitan el poder de la oración
piadosa (Agustín, De nat. et
grat, cont. Pelagium, c. 58). El pelagianismo
tiene por base solamente al Creador, es decir, a la naturaleza, no al Redentor,
el Dios verdaderamente religioso, en una palabra, él niega a Dios, pero en
cambio eleva el hombre hacia Dios al convertirlo en un ser independiente, que
no necesita de un Dios (Ver al respecto Lutero contra Erasmo y Agustín, 1. C.c.
33). El agustinismo niega al hombre, pero en cambio humilla a Dios hasta
convertirlo en hombre, hasta degradarlo a la muerte en la cruz por el hombre.
Aquél coloca al hombre en lugar de Dios, éste coloca a Dios en lugar del
hombre; ambos terminan en lo mismo; la diferencia sólo es una apariencia, sólo
una ilusión piadosa. El agustinismo es una pelagianismo inverso, lo que éste
pone como sujeto lo pone aquél como objeto.
(12) La objetivación religiosa y original del hombre debe, por lo
demás, como está expresado claramente en el presente libro, diferenciarse bien
de la autoobjetivación de la reflexión y especulación; ésta es arbitraria,
aquélla es obligatoria, necesaria, tan necesaria como el arte, como el idioma.
Con el tiempo la teologia siempre coincide con la religión.
(13) 5. Mose 23, 12, 13.
ligatoria, necesaria, tan necesaria como el
arte, como el idioma. Con el tiempo la teologia siempre coincide con la
religión.
(13) 5. Mose 23, 12, 13.