domingo, 27 de mayo de 2012

Bentham - El Panóptico


CARTA DEL SEÑOR JEREMY BENTHAM AL SEÑOR J. PH. GARRAN, DIPUTADO ANTE LA ASAMBLEA NACIONAL

Por Jeremías Bentham

Dover street, Londres, a 25 de noviembre de 1791
Por la próxima diligencia, me tomaré la libertad, señor, de mandaros el libro inglés titulado: el Panóptico, prometido en mi primera carta del . . actual. Remito adjunto el resumen de dicha obra, que un amigo ha hecho en francés. Desearía obsequiarlo a la Asamblea para que allí se leyera, en el caso de que os pareciese interesante; en fin, lo confío a vuestro juicio; y si tenéis algunos consejos que darme sobre este asunto, los aprovecharé con reconocimiento. En cuanto al proyecto de que se trata, la convicción más íntima, sostenida por la opinión unánime de los que han tenido conocimiento de ello, me ha decidido a no desatender nada para lograr su introducción. Francia, de todos los países aquel en donde una idea nueva se perdona más fácilmente con tal de que sea útil, Francia, hacia la cual todas las miradas se dirigen y de la que se esperan modelos para todos los sectores de la administración, es el país que parece prometer al proyecto que os envío su mejor oportunidad. ¿Os interesaría saber, señor, hasta que punto ha llegado mi convencimiento sobre la importancia de ese plan de reforma y sobre los grandes éxitos que de él pueden esperarse? Permítaseme construir una prisión con ese modelo, y yo seré carcelero de ella. Veréis en dicha memoria que este carcelero no pide ningún salario y nada costará a la nación. Cuando más pienso en ello, más me parece que tal proyecto es de aquellos cuya primera ejecución debería estar en manos de su inventor. Si en vuestro país se piensa lo mismo a este respecto, quizá no se vería con malos ojos mi fantasía. Sea cual fuere la decisión, mi libro contiene las instrucciones más necesarias para quien de ello se encargase; y como dice ese preceptor de príncipe, del cual habla Fontenelle, me he esforzado al maxímo para volverme inútil.
Soy, con todo respeto, Señor,
Vuestro muy humilde y muy obediente servidor,
JEREMY BENTHAM.
PANOPTIQUE

Señores:

Si encontráramos una manera de controlar todo lo que a cierto número de hombres les puede ocurrir; de disponer de todo lo que esté en su derredor, a fin de causar en cada uno de ellos la impresión que se quiera producir; de cercioramos de sus movimientos, de sus reacciones, de todas las circunstancias de su vida, de modo que nada pudiera escapar ni entorpecer el efecto deseado, es indudable que en medio de esta índole sería un instrumento muy enérgico y muy útil, que los gobiernos podrían aplicar a diferentes propósitos de la mas alta importancia.
La educación, por ejemplo, no es sino el resultado de todas las circunstancias a las cuales un niño está expuesto. Cuidar de la educación de un hombre es cuidar de todas sus acciones; es colocarlo en una posición en la cual se pueda influir sobre él como se desea, por la selección de objetos con los cuales se le rodea y por las ideas que en él se siembran.
Pero, ¿cómo un solo hombre puede bastarse para vigilar perfectamente a un gran número de individuos? Y aún ¿cómo un gran número de individuos podría vigilar perfectamente a uno solo? Si admitimos, y no es para menos, una sucesión de personas que se releven, ya no hay unidad en sus instrucciones ni continuación en sus métodos.
Habrá, pues, que convenir fácilmente que una idea tan útil como nueva sería la que diese a un solo hombre un poder de vigilancia que, hasta ahora, ha sobrepasado las fuerzas reunidas de un gran número de personas.
Este es el problema que el señor Bentham cree haber resuelto por medio de la aplicación sostenida de un principio muy sencillo. Y entre tantos establecimientos a los cuales podría aplicarse ese principio más o menos ventajosamente, las prisiones le han parecido que merecen captar primero la atención del legislador. Importancia, variedad y dificultad son las razones de esta preferencia. Para realizar la aplicación sucesiva de tal principio a todos los otros establecimientos, no se tendría mas que despojarlo de algunas de las precauciones que él exige.
Introducir una reforma completa en las prisiones; cerciorarse de la buena conducta actual y de la enmienda de los reos; determinar la salud, la limpieza, el orden, la industria en esos alojamientos hasta ahora infectados de corrupción moral y física; fortificar la seguridad pública, disminuyendo el gasto en vez de aumentarlo, y todo esto con una simple idea de arquitectura, tal es el objeto de su obra.
El resumen que vamos a someter a la consideración de ustedes está sacado del original inglés que no ha sido todavía hecho público, y será suficiente para que se pueda juzgar sobre la naturaleza y eficacia de los medios que se empleen en él.
¿Qué debe ser una prisión? La permanencia en un sitio donde se priva de la libertad a individuos que han abusado de ella, para prevenir nuevos crímenes de su parte y para disuadir a otros mediante el terror del ejemplo. Es, además, una casa de corrección en donde hay que proponerse reformar las costumbres de los individuos detenidos, a fin de que su regreso a la libertad no sea una desgracia, ni para la sociedad ni para ellos mismos.
Los más grandes rigores de las cárceles, los grilletes, los calabozos, sólo se emplean para asegurar a los prisioneros. En cuanto a la reforma, por lo general se la ha descuidado, ya sea por una total indiferencia, ya sea por la desesperación en lograrla. Algunas tentativas de esa índole no han resultado felices. Algunos proyectos fueron abandonados por requerir inversiones considerables.
Las prisiones han sido hasta ahora lugares infectos y horribles, escuelas de todos los crímenes y amontonamiento de todas las miserias, lugares que sólo podían ser visitados con temblor, porque un acto humanitario era algunas veces castigado con la muerte, y cuyas iniquidades serían aún consumadas en un profundo misterio si el generoso Howard, muerto como mártir tras haber vivido como apóstol, no hubiese despertado la atención pública hacia la suerte de esos desdichados, abandonados a todo tipo de corrupciones por la despreocupación de los gobiernos.
¿Cómo establecer un nuevo orden de cosas? ¿Cómo asegurarse, una vez establecido, de que no degenere?
La inspección: he ahí el único principio para establecer el orden y para conservarlo; pero una inspección de un nuevo género, que acelera la imaginación antes que excitar los sentidos; que pone a centenares de hombres bajo la dependencia de uno solo, dando a este solo hombre una especie de presencia universal en el recinto de su dominio.
Construcción del Panóptico

Una penitenciaría de acuerdo con el plano que a ustedes se propone sería un edificio circular, o más bien dos edificios encajados uno en otro. Los aposentos de los presos formarían el edificio de la circunferencia con una altura de seis pisos. Se les puede representar como celdas abiertas del lado interior, porque un enrejado de hierro poco macizo las expone por entero a la vista. Una galería en cada piso establece la comunicación; cada celda tiene una puerta que da a dicha galería.
Una torre ocupa el centro: es la vivienda de los inspectores; pero la torre sólo tiene tres pisos porque están dispuestos de modo que cada uno domine en pleno dos pisos de celdas. A su vez, la torre de inspección está circundada por una galería cubierta con una celosía transparente, la cual permite que la mirada del inspector penetre en el interior de las celdas y que le impide ser visto, de manera que con una ojeada ve la tercera parte de sus presos y, al moverse en un reducido espacio, puede
ver a todos en un minuto. Pero, aunque estuviese ausente, la idea de su presencia es tan eficaz como la presencia misma.
Unos tubos de hojalata van de la torre de inspección a cada celda, de modo que el inspector, sin ningún esfuerzo de la voz, sin moverse, puede avisar a los presos, dirigir sus trabajos y hacerles sentir su vigilancia. Entre la torre y las celdas debe haber un espacio vacío un pozo circular que impida a los encarcelados efectuar cualquier atentado contra los inspectores.
El conjunto de este edificio es como una colmena de la cual cada celda es visible desde un punto central. El inspector invisible reina como un espíritu; pero ese espíritu puede, en caso necesario, dar inmediatamente la prueba de una presencia real.
Esa prisión se llamará panóptico, para expresar en una sola palabra su ventaja esencial: la facultad de ver, con sólo una ojeada, todo lo que allí ocurre.
Ventajas esenciales del Panóptico
La ventaja fundamental del panóptico es tan evidente, que existe el peligro de volverlo poco inteligible al quererlo demostrar. El hecho de permanecer constantemente bajo la mirada de un inspector es perder, en efecto, la fuerza para obrar mal y casi la idea de desearlo.
Una de las grandes ventajas colaterales de este plan es la de poner a los subinspectores, a los subalternos de todo tipo, bajo la misma inspección que a los presos: no puede ocurrir nada entre ellos que no sea visto por el inspector en jefe. En las cárceles ordinarias, un preso vejad9 por sus guardias no tiene ningún medio para recurrir a sus superiores; si se le tiene olvidado o se le oprime, debe sufrir; pero, en el panóptico, la mirada del jefe está en todas partes; no cabe la tiranía subalterna ni las vejaciones secretas. Los prisioneros, por su lado, no pueden insultar ni ofender a los guardias. Las faltas recíprocas son evitadas y, en la misma proporción, los castigos se hacen escasos.
Y eso no es todo: el principio panóptico facilita en extremo el deber de los inspectores de orden superior: magistrados y jueces. En el estado actual de las penitenciarías, sólo con gran repugnancia ellos llevan a cabo una función tan contrastante con la limpieza, el gusto, la elegancia de su vida ordinaria. En los mejores planos elaborados hasta hoy, donde los presos están distribuidos en un gran número de aposentos, es necesario que un magistrado se los haga abrir uno tras otro, que se ponga en contacto con cada habitante, que les repita las mismas preguntas, que pase días para ver superficialmente a algunos centenares de presidiarios; mas, en el panóptico no hay necesidad de abrir las celdas, están todas abiertas ante sus ojos.
Una causa de repugnancia muy natural, para la visita de las prisiones, es la infección v la fetidez de esas moradas; de suerte que cuanto más necesario sería visitarlas, más se las rehúye; cuanto más funestas son para sus habitantes, menos esperanzas tienen de obtener algún alivio; en cambio, en una penitenciaría construida conforme a este principio, ya no hay repugnancia ni peligro. ¿De dónde podría originarse infeccion? ¿Cómo podría persistir? Se verá más adelante que puede implantarse en ella tanta limpieza como la que existe en los barcos del capitán Cook o en las casas holandesas.
Observen además que, en las otras prisiones, la visita de un magistrado, por más inesperada, por más rápida que sea en sus movimientos, da suficiente tiempo como para disimular el verdadero estado de las cosas. Mientras él examina una parte, se arregla otra; se dispone de tiempo para prevenir; amenazar a los presos y dictarles las respuestas que deben dar. En el panóptico, en el instante mismo en que el magistrado llega, la escena entera se desenvuelve ante su vista.
Habrá también curiosos, viajeros, amigos o familiares de los presos, conocidos del inspector y de otros oficiales de la prisión que, animados todos por motivos diferentes, vendrán a reforzar el principio saludable de la inspección y vigilarán a los jefes, del mismo modo como los jefes vigilan a todos sus subalternos. Esa gran corriente del público perfeccionará todos los establecimientos sometidos a su vigilancia y penetración.

Detalles sobre el Panóptico

La obra inglesa pormenoriza todos los detalles necesarios para la construcción del panóptico. El autor se entregó a infinitas búsquedas sobre todos los grados de perfeccionamiento que era posible dar a un edificio de tal índole. Consultó a arquitectos; aprovechó todas las experiencias de los hospitales; nada desatendió para adaptar a su plano los inventos más recientes, con absoluta independencia de que la unidad del panóptico y su forma particular hubieran propiciado desarrollos totalmente nuevos de varios principios arquitectónicos y de economia. Pero esta parte de la obra, que abarca un volumen, no se presta a un resumen. No es por esos detalles que debe juzgarse el plano del panóptico. Si se aprueba el princípio9 fundamental, se estará en seguida de acuerdo con los medios de ejecución.
Sin embargo, de ese volumen entresacaremos algunas observaciones sueltas que ayuden a captar toda la utilidad que se puede obtener de este nuevo sistema.
El primer punto es la seguridad del edificio contra las maquinaciones internas y contra los ataques hostiles del exterior. La seguridad interior está perfectamente establecida, ya sea por el mismo principio de la inspección, ya sea por la forma de las celdas, y también por la estrechez de los pasajes, y mil precauciones absolutamente nuevas que deben quitar la idea a los presos de una posible infección o de cualquier proyecto de fuga. No se elaboran proyectos cuando no se vislumbra ninguna posibilidad de llevarlos a cabo; los hombres se adaptan naturalmente a su situación, y un sometimiento forzado conduce poco a poco a una obediencia maquinal.
La seguridad del exterior está garantizada por un tipo de fortificación que da a esa plaza toda la fuerza que debe oponer a una revuelta momentánea y a un movimiento popular; sin hacer de ella una fortaleza peligrosa, es capaz de resistir todo, salvo el cañón. Los detalles son tantos que es necesario remitir al texto original; sin embargo, debemos señalar aquí una nueva idea. Enfrente de la entrada del panóptico habrá, a lo largo del gran camino, un muro de protección que servirá de refugio para todos los que quieran guarecerse, en caso de ataque a la prisión, y salir sin mezclarse en esa hostilidad. De modo que, al defender la casa, ya no se correría el riesgo de una matanza desconsiderada, ni de imponer penas al inocente junto con el culpable, porque sólo los malintencionados cruzarían la avenida separada del público por ese muro de protección.
Además, se reitera que esa prisión no será nunca atacada, precisamente porque no hay esperanzas de éxito en el embate. La humanidad quiere evitar esos hostigamientos, haciéndolos impracticables; la crueldad se une a la imprudencia cuando se implementan instrumentos de justicia tan débiles aparentemente que invitan a los destructores a una audacia criminal.
El plano de la capilla sólo podría ser bien captado por medio de una extensa descripción. Baste decir aquí que la torre de los inspectores sufre, los domingos, una metamorfosis por la abertura de las galerías, y que se transforma en capilla donde se recibe al público. Sin salir de sus celdas, los presos pueden ver y oír al sacerdote que oficia.
El autor responde a una objeción que se le ha hecho: que al exponer así a los encarcelados ante las mira-das de todo el mundo se les insensibilizaba a la vergüenza y que de ese modo se perjudicaría el objetivo de la reforma moral.
Esa objeción puede no ser de tanto peso como parece a primera vista, porque la atención de los espectadores, dispersa entre todos los presos, no se concentra individualmente en ninguno. Además, encerrados en sus ccl-das, acierta distancia, pensaran mas en el espectáculo que tienen ante sus ojos que en aquel cuyo objeté son ellos mismos. Y, por cierto, nada más fácil que enmascararlos. Se expondrá a la vergüenza el crimen en abstracto, mientras que el delincuente quedará protegido. Respecto a los presos, la humillación no será la punta desgarradora; en cuanto a los espectadores, la impresión de tal espectáculo será más bien reforzada que languidecida. Una escena de esa naturaleza, sin acentuaría con tonalidades demasiado oscuras, es de tal carácter que impresionaría la imaginación y serviría poderosamente al gran objetivo del ejemplo. Sería un teatro moral cuyas representaciones grabarían el terror del crimen.
Es muy singular que la más horrible de las instituciones presenta al respecto un modelo excelente. La inquisición, con sus solemnes procesiones, sus hábitos emblemáticos, sus aterradoras decoraciones, había encontrado el verdadero secreto de conmover la imaginación y de hablar al alma. En un buen comité de leyes penales, el personaje más esencial es aquel que está encargado de combinar el efecto teatral.
Regresando al panóptico, no hay que olvidar que es la única ocasión en que los presos deberán encontrarse con los ojos del público. En cualquier otro momento, los visitantes serán invisibles como los inspectores, y así no debe temerse que los presos se acostumbren a desafiar las miradas y se tornen insensibles a la vergüenza.
Una capilla pública es de máxima importancia en una penitenciaría destinada al ejemplo; es además un medio infalible para asegurar la observación de todos los reglamentos relativos a la limpieza, a la salud y a la buena administración del panóptico.
La selección de los materiales para la construcción es tal que ofrece la mayor seguridad contra el peligro de un incendio: el fierro, en todas partes donde se le pueda utilizar; nada de madera; el suelo de las celdas, si es de piedra o de ladrillo, debe estar recubierto de yeso, a fin de que no haya intersticios donde se acumulen inmundicias ni gérmenes de enfermedades y, además, porque es incombustible.
Howard, sin saber qué decisión tomar para descartar inconvenientes, no quiere ventanas en las celdas, debido a que la perspectiva del campo distrae del trabajo a los presos; sólo deja una abertura en lo alto, inaccesible a su vista, con un contraviento de madera para desviar la nieve y la lluvia. En absoluto les permite fuego, por los peligros a los que quedaría expuesta la prisión, y cree atender la diferencia de las estaciones con la diferencia de la ropa.
En el panóptico se multiplican las ventanas, ya que con tantas precauciones no se teme la evasión de los presos y porque, incluso si se evadieran ante la mirada de los inspectores, tendrían aún que salvar afuera una multitud de obstáculos muy poderosos. La multiplicación de las ventanas no sólo es un alivio necesario en el cautiverio, sino también en medio de la salud y de industria, ya que existen muchos tipos de trabajo que requieren mucha luz y que es forzoso abandonarlos si no es posible sustraerse a las variaciones del tiempo, lo cual se deja resentir necesariamente bajo una abertura hecha en lo alto de la celda.
Quitar a un hombre su libertad no significa condenarlo a padecer frío, ni a respirar un aire fétido. Las estufas utilizadas para calentar las prisiones tendrían varios inconvenientes, señalados en la obra inglesa. Pero con un costo mínimo, se puede hacer que por las celdas pasen unos tubos que sean conductores de calor y, al mismo tiempo, sirven para renovar el aire. Esta precaución, dictada por humanidad, se ajusta también a la economía, pues los presos podrán continuar sus labores sin interrupción.
Otros tubos pueden distribuir agua en todas las celdas. Se ahorrará mucho trabajo al servicio doméstico, y los presos no estarán expuestos a padecer por la negligencia o la malicia de un oficial de prisión.
Terminaremos aquí el extracto de esas observaciones generales sobre la construcción del panóptico. Sería preciso traducir todo para demostrar que la preocupación del autor se extendió a una multitud de objetos desdeñados ? imposibles de tener en cuenta en las prisiones ordinarias.
El gran problema es dar a la aplicación del principio panóptico el grado de perfección de que es susceptible. Para eso es necesario lograr que pueda extenderse a cada individuo entre los presos, a cada instante de su vida, y el autor las ha dado todas. Esta parte concierne cierra. Tal problema exige una gran variedad de soluciones; y el autor las ha dado todas. Esta parte concierne sobre todo a los arquitectos, pero la administración interior de una casa de esta índole es de la total incumbencia de los legisladores. Es el tema de la segunda parte de esta memoria.

SEGUNDA PARTE
Sobre la administración del Panóptico

La administración de las penitenciarías es uno de los asuntos acerca de los cuales es muy difícil conciliar opiniones, pues cada hombre, según sus diferentes disposiciones, prescribe distintas medidas de severidad o de indulgencia. Hay quienes se olvidan de que un preso, recluido por sus delitos, es un ser sensible; otros sólo piensan en que su estado es un castigo; unos. quisieran quitarle todos esos pequeños placeres que pueden mitigar su miseria, mientras que otros proclaman la inhumanidad de esa disciplina penitencial en todos sus aspectos.
Voy a plantear algunos principios fundamentales que, desgraciadamente, en su aplicación dejan todavía un campo demasiado amplio a la incertidumbre y a las opiniones contrarias, pero que tienen, al menos, la ventaja de aclarar la cuestión y de poner a las personas que discuten en disposición de entenderse.
Antes que nada, es necesario recordar siquiera someramente los objetivos que toda institución de esa índole debe proponerse: desviar la imitación de los crímenes por el ejemplo del castigo; prevenir las ofensas de los presos durante su cautiverio; mantener la decencia entre ellos, conservar su salud y la limpieza que es parte de ella; impedir su evasión; proveerlos de medios de subsistencia para cuando salgan libres; darles las instrucciones necesarias, hacerles adquirir hábitos virtuosos, preservarlos de todo maltratamiento ilegítimo; procurarles el bienestar que amerita su estado, sin ir contra la finalidad del castigo; y, en suma, obtener todo esto con medios económicos, con una administración que busque el éxito, con normas de subordinación interna, que pongan a todos los empleados bajo la dirección de un jefe y a este mismo jefe bajo los ojos del público; tales son los diferentes objetivos que se deben proponer en el establecimiento de una prisión.
Los proyectos pecan todos de exceso de severidad o de exceso de indulgencia, o de una exageración en los gastos, que lleva todo al fracaso. Las tres normas siguientes serán de gran utilidad para evitar esos diferentes errores.

Normas de benevolencia

La condición ordinaria de un preso condenado a trabajos forzados por largo tiempo no debe ir acompañada de sufrimientos corporales nocivos o peligrosos para su salud o su vida.

Normas de severidad

Salvo las consideraciones debidas a la vida, a la salud y al bienestar físico, un preso, que pasa por ese género de sufrimiento debido a faltas cometidas casi siempre sólo por individuos de la clase más pobre, no debe gozar de condiciones mejores que las de los individuos de su misma clase que viven en un estado de inocencia y de libertad.

Normas de economía

Salvo lo relativo a la vida, a la salud, al bienestar físico, a la instrucción necesaria, a los ingresos futuros de los presos, la economía debe constituir una consideración de primer orden en todo lo que concierne a la administración. Ningún gasto público debe ser admitido; ni rechazado ningún beneficio, por motivos de severidad o de indulgencia.
La norma de benevolencia está fundada en las más sólidas razones. Los rigores que afectan la vida y la salud de los presos, encerrados en la incomunicación de una cárcel, son contraproducentes para el principal objetivo de las penas legales, que es el ejemplo. Por otra parte, Como esos rigores se prolongan durante un largo periodo, la prisión se transforma en una pena más rigurosa que Otras penas, las cuales, según la intención de la ley, deben ser más severas. Así, debido a una alteración de la justicia, unos hombres menos culpables que otros se encuentran condenados a un castigo mayor. Y, finalmente, como esos rigores acortan la vida, equivalen a una pena capital, aunque no lleven este nombre. Luego, si el poder ejecutivo arriesga la vida de los presos con severidades que el legislador no autoriza, comete un verdadero homicidio; pero si el legislador autoriza esas severidades, resulta que no condena a un hombre a muerte y, sin embargo, lo hace morir, no por medio del tormento de un instante sino del suplicio horrible que dura a veces varios años. Resulta, además, que esos presos no están castigados respecto a la enormidad de sus culpas, sino en lo relativo a su fuerza más o menos grande, a sus facultades de resistir más o menos los rigores del tratamiento al que se les somete.
La norma de severidad no es menos esencial; un encarcelamiento que ofreciera a los culpables una mejor situación de la que tenían en su condición ordinaria en el estado de inocencia sería una tentación para los hombres débiles y desdichados, o por lo menos no tendría él carácter de castigo que debe espantar a quien caiga en la tentación de cometer un crimen.
La norma de economía, siempre importante en sí, lo es mucho más en un sistema donde se ha querido superar la principal objeción que se ha hecho a la reforma de las prisiones; es decir, el gasto excesivo. Era necesario demostrar que el sistema actual añadía, a todas esas ventajas. la de una economía superior.
Mas, ¿cómo garantizar la economía? Por los mismos medios que la logran en un taller, en una fábrica. Los establecimientos públicos están sujetos a ser desatendidos o explotados; los establecimientos particulares prosperan bajo el cuidado del interés personal: es necesario, pues, confiar a la vigilancia del interés personal la economía de las penitenciarías. Este estudio es esencial y pide una explicación detallada.
No es posible escoger más que entre dos tipos de administración: administración por contrato o administración de confianza. La administración por contrato es la de un hombre que trata con el gobierno, que se encarga de los presos mediante el pago de tanto por cabeza, y que emplea su tiempo y su industria en beneficio personal, como hace un operario con sus aprendices. La administración de confianza es la de un individuo único, o de un comité, que sufraga los gastos del establecimiento a costa del público9 y que entrega al erario los productos del trabajo de los encarcelados.
Para decidirse en la elección de estos dos medios bastaría, según parece, con plantear las preguntas siguientes: ¿de quién hay que esperar más celo y vigilancia en la dirección de un establecimiento de esa naturaleza?, ¿de quien tiene mucho interés en el éxito o del que tiene poco?, ¿del que comparte las pérdidas, así como los beneficios, o del que tiene los beneficios sin las pérdidas?, ¿dc aquel cuyas ganancias serán siempre proporcionales a su buena conducta, o del que está siempre seguro del mismo emolumento, tanto si administra bien como mal?
La economía tiene dos grandes enemigos: el peculado y la negligencia. Una administración de confianza está expuesta tanto a uno corno a otro; pero una administración por contrato hace improbable la negligencia e imposible el peculado.
No se está diciendo que unos administradores desinteresados jamas cumplirían bien las tareas de esos puestos: el amor al poder, a la novedad, a la reputación, el espíritu público, la benevolencia son motivos que pueden alimentar su celo e inspirarles vigilancia. Pero, ¿acaso el contratista no puede estar también animado con esos diversos principios?, ¿podría la responsabilidad de un nuevo motivo destruir la influencia de los demás? El amor al poder puede adormecerse; el interés pecuniario no descansa nunca. El espíritu público se entorpece, la novedad se esfuma; pero el interés pecuniario se enardece con la edad.
Debemos admitir que los administradores desinteresados no serán nunca culpables ni de peculado ni de burdas negligencias. Sin embargo, ¿podrán ellos tensar todos los resortes de la economía y del trabajo con la misma fuerza que un hombre personalmente interesado en el éxito de su empresa? Bueno y malo son términos de comparación. Y aunque usted vea su administración floreciente y productiva, no puede saber qué epíteto se merece, mientras no la haya visto en manos interesadas: este es su verdadero criterium. Puede ser buena comparada con lo que fue, aunque sea mala comparada con lo que puede ser.
Eso no es todo. Los administradores desinteresados, es decir, los que tienen, como el contratista, los beneficios de la casa, gozan sin embargo de un salario, cumplan o no con su deber. Ahora bien, un salario es un gran motivo para colocarse, pero no es un motivo para desempeñar asiduamente las funciones; por el contrario, debilita el lazo que debe existir entre el interés y el deber. Cuanto más considerable es el salario, tanto más pone al hombre por encima de su puesto, más, lo proyecta en medio de los placeres mundanos y mas lo hastía de una atención que le parece servil v meticulosa; y si el salario es bastante elevado, el funcionario público busca primero a un empleado, a un representante que haga todo el trabajo, de modo que ya no se trata de lo que usted da al jefe, sino de lo que el jefe da a su subdelegado, aquel que hace andar el trabajo. El propio salario, en proporción a su cuantía, tiene una funesta tendencia a sólo dejar la elección de los puestos entre los hombres más incapaces. Los puestos ricamente dotados son presa de intrigantes acreditados: los hijos mimados de la fortuna, que son, no los cortesanos sino los pajes de los ministros y dc cada ministro, cuyo mérito está en su opulencia, mientras que su título está en sus necesidades, y cuyo orgullo se encuentra por encima de la aplicación de los negocios en tanto que sus capacidades están por debajo.
Sin duda se encontrarán administradores que quieran servir desinteresadamente por el honor y el bien común; pero, aunque lo puedan hacer mejor que los asalariados, lo harán menos bien que un empresario. Amar el poder y la autoridad de un puesto no siempre es amar el cansancio v las dificultades, e incluso amar las funciones mientras tengan el brillo de la novedad no es una garantía de que se las seguirá amando cuando la novedad esté desgastada. Por otra parte, donde el celo del interés no existe, suele carecer de actividad la industria.
Pero la gran objeción en contra de los administradores gratuitos es que cuanto más un hombre está seguro de obtener la confianza, menos se esfuerza por merecerla. La envidia en el alma del gobierno; la transparencia de la administración, por decirlo de algún modo, es la única seguridad duradera; mas, aun la transparencia no basta si no hay observadores curiosos para examinarlo todo con atención. Fijémonos en el empresario por contrato: cada cual le espía con celosa desconfianza; todos lo miran como a un agente sospechoso a quien hay que vigilar muy de cerca, por temor a que tiranice u oprima a los presos. Todas sus faltas serán exageradas; todos sus errores serán puestos a la luz del día; en cambio el administrador gratuito, encantado con su propia generosidad, espera de todo el mundo una estimación casi ciega, una deferencia casi ilimitada. Desde lo alto de sus virtudes, parece decir al público "que un hombre como él, que sirve desinteresadamente, que desprecia el dinero, tiene derecho a la confianza, a las consideraciones; que se le ofendería con sospechas; y que si se digna rendir sus cuentas, es una acción supererogatoria a la que nada le obliga más que su honor. El público piensa como él; y si alguien osa revelar los abusos, las negligencias, las vejaciones de esa generosa administración, no habrá sino un clamor de indignación contra él.
En cuanto a los inconvenientes de una administración confiada a varias personas, son conocidos por todos cuantos tienen alguna experiencia. La multiplicidad de gerentes destruye la unidad del plan, causa una perenne fluctuación en las medidas, conduce a la discordia y, tras una larga y penosa lucha entre los asociados, el más fuerte o el más obstinado queda dueño del campo de batalla. Si el poder tiene posibilidades de dividirse, los administradores se las arreglan para quedar cada uno soberano en su departamento. Así como la Naturaleza repara los errores de un médico, así un contrato tácito corrige el vicio de la ley en un Comité de administración.
Después de todo esto, el público, siempre apasionado por la virtud y la generosidad en teoría, que preferiría perder cincuenta mil libras por negligencia antes que ver a un hombre ganar mil por peculado, no tardaría en proclamar que el plan de poner a los presos entre las manos de un empresario es un plan inhumano, una usura bárbara; que a esos desdichados se les expone a todos los maltratos que pueden resultar de la codicia de un dirigente cuyo interés es darles mala comida e imponerles trabajos excesivos. Esto es lo que se dira sin examen.
Y con todo ese bello lenguaje humanitario, los presos han sido hasta ahora los más infelices de todos los seres: el caso es que se limitan a elaborar reglamentos, y que tales reglamentos serán siempre en vano hasta que se encuentre cl medio para identificar el interés de los presos con el de quien los gobierne, y solo se llegará al éxito con una administración por contrato.
Los seguros sobre la vida de los hombres son un bello invento que se puede aplicar a numerosos usos, pero sobre todo en caso de que se trate de unir el interés de un hombre con la conservación de muchos.
Supongamos trescientos presos; según el cálculo medio de las edades, tomando en cuenta las circunstancias particulares de los habitantes de una prisión, se deduce, por ejemplo, que morirá uno de cada veinte por año; luego, si al empresario se le dieran diez libras esterlinas por cada hombre que deba morir, es decir, en nuestra suposición actual, ascendería a 1 50 libras esterlinas, pero con la condición de que a fin de año él pague diez libras esterlinas por cada individuo que haya perdido, ya sea por muerte, ya sea por evasión. Puede usted duplicar esa suma a fin de aumentar la influencia de su interés; y si él se encuentra más rico a fin de año, si efectúa, de algún modo, una economía de la vida humana, ¿qué dinero podría usted deplorar menos que aquel por el cual podría adquirir la conservación y el bienestar de varios hombres?
"No me fío", dice el autor, "de ese único medio, cualquiera que sea su real energía apoyada en un interés fácil de calcular". La publicidad es la mejor de todas las garantías. Esta prisión construida sobre el principio panóptico es transparente, abierta a todo el mundo; basta una mirada para verla por entero. Cada uno puede juzgar por sí mismo si el empresario llena las condiciones de su puesto, y no tiene favores que esperar, porque el público, siempre más inclinado hacia la lástima que hacia el rigor, encontrará más dignos de atención los lamentos de los presos que las razones del empresario.
Para aumentar la fuerza de esa sanción deberá poner de manifiesto todas sus cuentas, todos los procedimientos, todos los pormenores de su administración; en una palabra, toda la historia de prisión. Dicho informe será rendido bajo juramento, y sometido a un examen contradictorio.
Pero, a fin de alejar de él todo interés pecuniario que podría inducirle a disimular, es necesario que su puesto le sea asegurado de manera vitalicia, a reserva normal de -su buena conducta, pues no sería prudente ni justo obligarlo a publicar todos sus medios de lucro, y utilizarlos en contra de él; ya sea para aumentar el precio de su contrato, ya sea para llamar a otros competidores.
Bien se ve que si los términos de esos contratos son al principio desventajosos, irán mejorándose para el gobierno a medida que el interés particular haya perfeccionado tales empresas. Un hombre industrioso sacará una ganancia legítima, y el Estado la utilizará en su provecho en todas las operaciones subsecuentes.
Después de haber demostrado cómo una administración por contrato promete más vigilancia y economía que cualquier otro tipo de administración, voy a entrar en el examen de diferentes propósitos del gobierno interior en esos asilos de penitencia.

Separación por sexo

El primer medio que se presenta para efectuar tal separación es contar con dos panópticos; pero la razón de economía se opone a eso, tanto más cuanto que en el número total de presos no hay un tercio de mujeres y que, al construir dos establecimientos, habrá comparativamente pocos sujetos en uno y demasiados en el otro, sin que se pueda acomodar el sobrante de modo que se establezca el nivel entre los dos.
Puede verse con detalle en la obra inglesa, de la cual esta memoria no es más que un análisis, cómo es posible resolver dicha dificultad en el panóptico, disponiendo de un lado las celdas para hombres y del otro las celdas para mujeres, y cómo se puede prevenir, con precauciones de estructura, de inspección y de disciplina, todo lo que pudiera poner en peligro la decencia.

Separación por clases y por afinidades

La mayor dificultad hasta ahora ha sido la distribución de los presos en el interior de las cárceles. La manera mas corriente y, sin embargo, la más viciosa por todos conceptos es la de mezclarlos todos juntos, jóvenes con ancianos, ladrones con asesinos, deudores con criminales, y arrojarlos a una prisión, como a una cloaca, donde lo que está sólo medio corrompido se ve atacado por una corrupción total y donde la fetidez del aire es para su salud menos nociva que la peligrosidad de la infección moral para su alma.
Es evidente que el ruido, la agitación, el tumulto y todos los espectáculos que incesantemente ofrece el interior de una prisión, donde los reos están amontonados, no deja ningún intervalo para la reflexión a fin de que el arrepentimiento pueda germinar y fructificar. Otro efecto no menos impresionante de tal aglomeración es el endurecimiento de los hombres contra la vergüenza. La vergüenza es el temor a la censura de aquellos con quienes vivimos; pero, ¿puede el crimen ser censurado por criminales?, ¿quién de ellos se condenaría a sí mismo?, ¿quién no buscará amigos antes que enemigos entre los presos con los cuales está obligado a vivir? El mundo que nos rodea es aquel cuya opinión nos sirve de norma y de principio. Hombres secuestrados de ese modo forman un público aparte; su lenguaje y sus costumbres se asemejan. Insensiblemente, por un tácito consentimiento, se elabora una ley local que tiene por autores a los hombres más abandonados: en una sociedad semejante, los más depravados son los más audaces, y los mas malos imponen su autoridad a todos los otros. Ese público así compuesto provoca la condena del público exterior y revoca su sentencia. Cuanto más numeroso es ese pueblo, encerrado entre esos muros, más ruidosos son sus clamores, y más fácil es ahogar en el tumulto el débil murmullo de la conciencia, el recuerdo de aquella opinión pública, que ya no se oye, y el deseo de recuperar la estima de hombres a quienes ya no se les ve.
La forma más opuesta a ésa es la de confinar a los presos en una soledad absoluta, para separarlos completamente del contagio moral y entregarlos a la reflexión y al arrepentimiento; pero el bueno y juicioso de Howard, que acumuló tantas observaciones acerca de los presos, pudo comprobar cómo la soledad absoluta, aunque al principio produce un efecto saludable, pierde rápidamente su eficacia y hace caer al infeliz cautivo en la desesperación, la locura o la insensibilidad. En efecto, ¿qué otro resultado se puede esperar cuando dejamos que un alma vacía se atormente sola durante meses y años? Es un castigo que puede ser útil durante algunos días para domar un espíritu rebelde, pero no hay que prolongarlo. El quino y el antimonio no deben emplearse como alimentos habituales.
La soledad absoluta, tan contraria a la justicia y a los derechos humanos cuando hacemos de ella un estado permanente, queda incluso dichosamente refutada por las más grandes razones económicas; exige un gasto considerable en edificios; dobla los gastos de alumbrado, limpieza y ventilación; restringe la selección de trabajos por el espacio limitado de las celdas y excluye profesiones que exigen la reunión de dos o tres obreros. También perjudica a la industria, porque no es posible dar aprendices a obreros experimentados, o bien porque el abatimiento de la soledad destruye el dinamismo y la emulación que se desarrollan en un trabajo realizado en compañía.
El tercer sistema consiste en emplear las celdas para dar cabida a dos, tres y aun cuatro presos, combinándolos, como lo diré en seguida, del modo más conveniente según los caracteres y las edades.
La misma construcción del panóptico ofrece tanta seguridad contra las revueltas y los complots entre los reclutas, que ya no hay que temer su reunión en pequeños grupos, pues no existe nada que favorezca su evasión y pueden combinarse muchos medios para hacerla imposible.
Podría alegarse que esa sociedad no será sino una escuela de crímenes, donde los menos perversos se perfeccionarán en el arte de la maldad con las lecciones de los que poseen una larga experiencia.
Pero se puede prevenir este inconveniente distribuyendo a los prisioneros en diferentes categorías según su edad, al grado de su crimen, la perversidad que manifiesten, su buena conducta y las señales de su arrepentimiento. El inspector ha de ser muy poco inteligente y muy desatento para no conocer en poco tiempo el carácter de sus internos, al menos lo bastante para unirlos de manera tal que cl hecho de estar juntos constituya un mutuo freno, un motivo de subordinación y de laboriosidad.
No hay que dejarse impresionar por las palabras. Todos los que están encerrados son culpables; pero no todos están pervertidos. El libertinaje, por ejemplo, no es lo mismo que la violencia: los culpables de actos de tímida iniquidad, como ladrones y estafadores, son más de temer como corruptores y malas compañías que como hombres peligrosos para la seguridad de la prisión y por la audacia de sus empresas. Aquellos que una vez se entregaron al crimen movidos por la pobreza y el ejemplo, son fáciles de distinguir de los malhechores endurecidos. El alcoholismo, fuente de gran cantidad de delitos, no puede ser activado en una penitenciaría donde no hay manera de embriagarse. Independientemente de estas diferencias esenciales, pronto se reconocerá a los que tienen una disposición más marcada para reformarse, adquirir nuevas costumbres, y tales observaciones servirán para formar los conjuntos en las celdas y los grupos de presos.
Después de esa precaución fundamental ¿qué se podrá temer?, ¿el libertinaje? Pero el principio de la inspección lo hace imposible. ¿Los arrebatos, las riñas? El ojo que todo lo ve percibe los primeros movimientos v separa inmediatamente a los caracteres inconciliables. ¿El corruptor dirá que no hay peligro en el crimen? La prueba de lo contrario está en la situación misma. ¿Hará un cuadro atrayente de sus placeres? Pero ese gusto se apagó; el castigo, como salido de sus cenizas, está presente en el pensamiento por el recuerdo del pasado, por el sufrimiento actual, por la perspectiva del porvenir. ¿Dirá que no hay vergüenza en el crimen? Pero están hundidos en la humillación, y cada uno de ellos sólo cuenta con el apoyo de dos o tres compañeros.
Un tema de conversación más natural y consolador se presenta ante ellos: el mejoramiento de su estado presente y futuro. ¿Qué harán para sacar un mejor partido de su trabajo? Qué harán con lo que ganan ahora, que no pueden más que trabajar, y que cualquier disipación es imposible? ¿Qué uso harán de su libertad cuando cl plazo llegue a su fin, y en qué podrán aplicar su laboriosidad? Los que hayan acumulado beneficios servirán de emulación a los demás. Igual que el interés del momento les hizo caer en el crimen del interés del momento los hará volver al buen camino. Una reforma mutua es por lo menos tan probable como una corrupción progresiva.
Las pequeñas asociaciones son favorables a la amistad, hermana de las virtudes. Un afecto duradero y honesto será a menudo fruto de una sociedad tan íntima y larga.
Cada celda es una isla: los habitantes son marineros sin fortuna; lanzados a esa tierra aislada, por un naufragio común, u nos a otros se deben dar los gustos que puede ofrecer la asociación humana; alivio necesario, sin el cual su condición, forzosamente triste, se volvería horrible.
Si entre ellos hay hombres violentos y coléricos, se les confina a una soledad absoluta hasta que se hayan amansado. Se les priva de la compañía hasta que hayan aprendido a valorarla.
He aquí, pues, un fondo de relaciones que les prepara para el momento en que serán devueltos al mundo. Así se previene uno de los mayores inconvenientes que acarrean los encierros en las penitenciarías, pues la desgracia de ya no contar con amigos en su estado de libertad los vuelve a hundir casi siempre en los excesos de su vida anterior. Mas, al abandonar la escuela de la adversidad, serán unos con otros como antiguos condiscípulos que cursaron juntos sus estudios.
Si se admite la distribución de los presos en pequeños grupos, constituidos según conveniencias morales, hay que tener mucho cuidado de no alejarse jamás de este principio y de no permitir, en ningun caso, una asociación general y confusa que podría destruir todo el bien que se hubiera hecho. El texto inglés encierra muchos detalles sobre un plano para que los presos se paseen sin romper las separaciones o grupos; pero este plano sólo es un accesorio del proyecto, ya que será necesario únicamente en cl caso de que sus trabajos no les proporcionen bastante ejercicio.

Los trabajos

Pasemos al empleo del tiempo: objeto de una enorme importancia, ya sea por razones de economía, ya sea por principios de justicia y de humanidad, para suavizar la suerte actual de los desdichados y para prepararles los medios que les permitan vivir honradamente del fruto de su trabajo.
No hay razón para prescribir al empresario el tipo de trabajos en los cuales debe ocupar a sus presos, porque su interés le indicará cuáles son los más lucrativos. Si cl legislador empieza a reglamentar, siempre se equivocará: si ordena trabajos de poco beneficio, sus reglamentos son perniciosos; si ordena los más ventajosos, sus reglamentos son superfluos; pero los trabajos ventajosos este año, ya no lo serán tal vez al año siguiente. Nada tan absurdo como normar mediante leyes a la industria que varía de continuo, y el interés que acecha esencialmente las necesidades.
Existe un error que, por ser común, debe corregirse: suponer que a los presos se les débe condenar a ciertos trabajos rudos y penosos, los cuales muchas veces no sirven para nada, sino sólo para fatigarlos. Howard menciona a un carcelero que después de haber amontonado piedras en un extremo del patio de la prisión, ordenaba a los presos que las transportaran al otro extremo; luego, había que traerlas a su lugar inicial, y así sucesivamente. Cuando se le preguntó el objeto de ese gran trabajo, su respuesta fue que así hacía rabiar a todos aquellos bribones.
Es una funesta imprudencia hacer odioso el trabajo, presentarlo como terrorífico a los criminales y otorgarle una especie de deshonra. El terror a la cárcel no debe relacionarse con la idea del trabajo, sino con la severidad de la disciplina, lo humillante del uniforme, la burda alimentación, la pérdida de las libertades. El dinamismo, en vez de ser el azote del preso debe serle concedido como consuelo y placer. Es suave en sí, comparándolo con un ocio forzado, y su producto le brindará doble gusto. El trabajo, padre de la riqueza; el trabajo, el más grande de los bienes: ¿por qué pintarlo como una maldición?
El trabajo forzado no está hecho para las prisiones: si usted tiene necesidad de producir grandes esfuerzos, lo conseguirá con recompensas y no con penas. La coacción y la esclavitud jamás conducirán tan lejos en la carrera, como la emulación y la libertad. Tratándose de un preso, ¿le haría usted llevar el bulto que un mozo de cuerda carga con gusto por veinte céntimos? Fingirá sucumbir bajo el peso. ¿Cómo descubrirá usted el fraude? Quizá, en efecto, sucumbirá, pues la fuerza del cuerpo está en razón de la buena voluntad. Ahora bien, cuando no hay energía los músculos no tienen fuerza.
El trabajo debe durar toda la jornada, exceptuando los intervalos de las comidas; pero es conveniente que se sucedan distintos trabajos, que los haya sedentarios y laboriosos, a los cuales los hombres se dediquen por turno, porque una ocupación siempre sedentaria o constantemente laboriosa, sobre todo en un estado de encarcelamiento, produciría una sorda melancolía, o arruinaría la salud; en cambio, alternativamente, uno tras otro, llena el doble objetivo del recreo y el ejercicio. La mezcla de ocupaciones es, pues, una feliz idea para la economía de las penitenciarías.

La alimentación

Hay que señalar dos errores principales acerca de la alimentación de los presos. Casi siempre se ha creído que debe limitarse la cantidad y dar porciones fijas; eso es un auténtico acto inhumano para quienes esa ración no satisface; es un castigo muy injusto que nada tiene que ver con el grado del delito, sino con la fuerza o la debilidad de un hombre; además, muy cruel; porque no es una injusticia de un día o de un mes sino de varios años. Si el hambre de un desdichado no queda satisfecha después de su comida, menos disminuirá en los intervalos. Experimentará, pues, un continuo malestar, un desfallecimiento que minará poco a poco sus fuerzas. Es una verdadera tortura, con la única diferencia de que, en ese caso, la tortura va infligida al interior del estómago en vez de a los brazos y a las piernas.
¿Por qué no se ha dicho nunca claramente que se debía alimentar a un preso según la medida de su apetito? ¿No es esa la idea más sencilla y el primer deseo de la justicia?
EI segundo error en el que se ha incurrido, por una benevolencia irreflexiva, es la de proponer variedad en los alimentos de los presos, al punto que algunos reformadores, entre ellos el bueno de Howard, más indulgente para los otros que para sí mismo, han pedido que se les diera carne por lo menos dos veces a la semana, sin pensar que la mayoría de los habitantes rurales y muchos también en las ciudades, no pueden procurarse este primer artículo de lujo. Para los que han perdido la libertad por sus crímenes, ¿será necesario realizar el deseo de Enrique IV, que hoy en día sigue siendo una remota esperanza para tantos virtuosos campesinos?
La alimentación de los presos debe ser la más común y la menos costosa que el país pueda proporcionar, porque no deben ser mejor tratados que la clase pobre y trabajadora: ninguna mezcla, pues no es necesario estimular su apetito. Como única bebida, agua; nunca licores fermentados. Pan, si el pan es el alimento más económico; pero es un producto manufacturado, y la tierra nos brinda alimentos muy abundantes v sanos que no necesitan ser manufacturados. La raza de los irlandeses que sólo comen patatas ¿acaso es débil y degenerada? El montañés de Escocia que no se ha alimentado más que de harina de avena ¿acaso es timorato en la guerra?
Además, hay que dejar a cada preso con entera libertad de comprar alimentos más variados y suculentos con el producto de su trabajo, pues la mejor especulación, aun para la economía, es la de incitar el trabajo por medio de una recompensa y otorgar a cada uno de los presos cierta proporción de los beneficios. Pero la recompensa, para conservar su fuerza, debe ofrecerse bajo la forma de gratificación inmediata, y no hay nada tan inocente ni tan propio para proporcionar una alegría de este tipo, en esta clase de gente, que un placer que halague, al mismo tiempo el gusto y la vanidad. Sin embargo, hay que exceptuar siempre los licores fermentados, porque es imposible tolerar un uso moderado sin correr el riesgo de los excesos, sabiendo que la bebida que no produce efecto sensible en un individuo es capaz de hacer que otro pierda la razón. Tal medida nunca es demasiado severa, pues existen gran número de pobres trabajadores y honestos que jamás pueden permitirse esa indulgencia.

El vestuario

Es necesario consultar a la economía en todo lo que no es contrario a la salud ni a la decencia. Para responder al gran objetivo del ejemplo, la indumentaria debe llevar alguna marca de humillación. Lo mas sencillo y útil sería hacer las mangas, del traje y de la camisa, de una longitud desigual para ambos brazos. Sería una seguridad más contra la evasión y una manera de reconocer a un hombre evadido, ya que, después de cierto tiempo, habría una diferencia apreciable de color entre el brazo cubierto y el brazo desnudo.

Limpieza y salud

Los detalles sobre este tema no son de por sí nobles; pero se ennoblecen con el fin que se propone.
La admisión de un preso en su celda debe ir precedida de una ablución total [nota: "ablución": acción de purificarse por medio del agua]. Sería también conveniente añadir a dicha admisión cierta ceremonia solemne, como un rezo, una música grave, una ceremonia que impresione a las almas burdas. ¡Cuán débiles son los discursos comparados con lo que causa impacto en la imaginación por medio de los sentidos!
El preso debe llevar un traje burdo, pero blanco y sin teñir, para que no pueda contraer ninguna suciedad que no se vea de inmediato; sus cabellos deben ser rasurados o cortados muy cortos. El uso del baño debe ser regular. No debe tolerarse ninguna especie de tabaco, ni costumbre alguna contraria a los usos de las casas más limpias. Se fijarán los días para el cambio de ropa.
Toda esa delicadeza es innecesaria para la salud, pero, como la prisión ha sido casi en todas partes una estancia de horror, es mejor tomar precauciones extraordinarias que desatender alguna. Para enderezar un arco, dice el proverbio, hay que atirantarlo en sentido contrario.
Esta parte del plan tiene un objetivo superior entre la delicadeza física y moral. Existe una correspondencia que es obra de la imaginación, pero no menos real. Howard y otros lo señalaron. Los cuidados del aseo son un estímulo contra la pereza: acostumbran a la precaución y enseñan a guardar, hasta en los mas mínimos detalles, respeto a la decencia. El mensaje, moral y de física tienen un lenguaje común; no se puede inculpar o enaltecer a una de esas virtudes sin que una parte del encomio deje de reflejarse en la otra. Ya sabemos cuántos fundadores de religión han dado importancia a este hecho; con qué cuidado han prescrito todo lo concerniente a las abluciones. Ni quienes no creen en la eficacia espiritual de estos ritos sagrados negarán su influencia corporal. La ablución es un ejemplo de ello: ¡ojalá fuese una profecía! ¡No es tan fácil purificar el alma de nuestros presos como sus cuerpos!
El ejercicio al aire libre preserva la salud; pero es necesario que ese ejercicio sea sometido, como todo lo demás, a la ley inolvidable de la inspección; que en nada sea incompatible con el grado de separación o de formación de pequeños grupos que se habrá juzgado conveniente, que sea favorable a la economía, o sea productivo, si es posible, y aplicado a algún trabajo útil. El texto inglés incluye muchos detalles, y allí se ve que el autor da preferencia al uso de grandes ruedas que son puestas en movimiento por el peso de uno o varios hombres y que producen una energía que se puede emplear, a voluntad, para mil objetos mecánicos. Ese ejercicio llena todas las condiciones deseadas y es posible proporcionarías según las fuerzas de cada individuo. Un preso perezoso no puede engañar al inspector. A un inspector no le es dado hacer de ese ejercicio un uso tiránico contra sus presos. No tiene nada de duro ni de inhumano, sólo es una manera distinta de subir una colina. El efecto está producido por el solo peso del cuerpo que se aplica sucesivamente a distintos puntos. Es, por otra parte, un trabajo compatible con el plan de separación y aun con el de una soledad absoluta. Se puede emplear en ello a las propias mujeres; y nada más sencillo que distribuir los turnos de los presos, para darles dos veces al día un ejercicio que, además de ser bueno para la salud' tendrá un fin económico y útil.
Tales precauciones, más que órdenes perentorias son ideas susceptibles de ser perfeccionadas.
Tampoco se pretende fijar la distribución del tiempo, que puede variar según las diversas circunstancias; pero debe mantenerse como principio el evitar todo ocio en un régimen cuyo objetivo es la reforma de las costumbres, y sería un grave error otorgar a los presos más de siete u ocho horas de sueño. La costumbre ociosa de quedarse en la cama una vez despierto es tan contraria a la constitución del cuerpo al que debilita, como a la del alma, en la cual la indolencia y la desidia fomentan todos los gérmenes de corrupción. Las largas veladas de invierno deben tener sus ocupaciones normadas, y aun cuando podría suponerse que su trabajo no compensara el gasto de luz, habría además razones humanitarias y prudentes más fuertes que las económicas, como para no condenar a todos esos infelices a doce o quince horas de decaimiento y de oscuridad. Nada tan fácil como colocar luces fuera de las celdas, de modo que se evite todo peligro de negligencia o de malicia, e incluso que se mantenga durante la noche la principal fuerza del principio de la inspección.

La instrucción y la ocupación dominical

Cada penitenciaría debe ser una escuela: primeramente, es una necesidad para los jóvenes que ella encierra, pues en esa tierna edad no se está exento de los crímenes que conducen a tales penas. Pero, ¿por qué negaríamos el beneficio de la instrucción a hombres ignorantes que podrían transformarse en miembros útiles de la sociedad, gracias a una nueva educación? La lectura, la escritura, la aritmética pueden convenir a todos. Si entre ellos los hubiera con las simientes de algún talento especial, se les podría cultivar y sacarles provecho. El dibujo es una rama lucrativa de la industria y sirve a varias artes. La música puede tener una especial utilidad, logrando atraer más gente a la capilla. Si el director de semejante establecimiento uniera a una idea justa de su interés cierto grado de entusiasmo e inteligencia, se beneficiaría desarrollando las distintas capacidades de los presos, y no podría alcanzar su bien particular sin lograr aún más el de ellos. No hay otro maestro que llegue a tener un interés tan grande en el progreso de sus discípulos, ya que son sus aprendices y obreros.
El domingo nos brinda un espacio vacante, que hay que llenar; la suspensión de los trabajos mecánicos conduce naturalmente a la enseñanza moral y religiosa, según el destino de ese día; pero como no es juicioso emplear todo el día en esas enseñanzas, que se volverían por su extensión en inútiles y monótonas, hay que alternarías con diferentes lecciones, a las cuales se les puede dar también un fin moral y religioso con la selección de obras para ejercitar al preso en la lectura, la copia, el dibujo. Y aun el cálculo puede brindar una doble instrucción, resolviendo cuestiones que desarrollen los productos del comercio, la agricultura, la industria y el trabajo.
Remito a la obra inglesa para ver la manera de colocar a los presos en un anfiteatro al aire libre durante esos ejercicios, sin abandonar el principio de la inspección y la separación, y sin comprometer la seguridad de los dirigentes.

Los castigos

Puesto que hay agravios cometidos en la prisión misma, deben existir castigos. Puede aumentarse su número sin aumentar la severidad; asimismo, diversificarlos con ventaja, dirigiéndolos hacia la naturaleza del caso.
Una forma de analogía es dirigir la pena contra la facultad de la cual se ha abusado. Otro modo es arreglar todo de manera que la pena surja, por decirlo así, de la propia falta. Por ejemplo, clamoreos ultrajantes pueden ser reprimidos y castigados con una mordaza; golpes, violencias, con la camisa de fuerza que suele ponerse a los locos; negación del trabajo, con la negación de la comida hasta que la tarea esté hecha. Se ve aquí la ventaja de no condenar por costumbre a los presos a una soledad absoluta: es un instrumento útil de disciplina que se habría perdido y un medio de coacción, tanto más precioso cuanto que no puede abusarse de él, y no contrario a la salud como los castigos corporales. Pero únicamente debe darse al director la potestad de condenar a los presos a la soledad: los demás castigos sólo se administrarán en presencia y bajo la autoridad de algunos magistrados.
Es aquí donde la ley de responsabilidad mutua puede mostrarse en su mejor aspecto. Encerrada en los límites de cada celda, no puede nunca sobrepasar los límites de la mas estricta justicia: denuncia el mal, o sufre como complice. ¿Qué artificio puede eludir una ley tan inexorable? ¿Qué conspiración puede mantenerse contra ella? El reproche que, en todas las prisiones, va unido con tanta virulencia al carácter del delator, no encontraría aquí ningún fundamento. Nadie tiene derecho a quejarse de lo que otro hace por su propia conservación. Usted reprocha mi maldad, respondería el acusador, pero, ¿qué debo pensar de la suya, pues usted bien sabe que seré castigado por su culpa y que quiere hacerme sufrir para su propio gusto? Así, en este plan, tantos camaradas, tantos inspectores, las mismas personas a quienes hay que vigilar se vigilan mutuamente y contribuyen a la seguridad general. Es preciso señalar también otra ventaja de las divisiones por pequeños grupos en todas las prisiones, la convivencia de los presos es una fuente continua de delitos: en las celdas panópticas la convivencia es una garantía más de su buena conducta.
Cubierta con el óxido de la antigüedad, la ley de responsabilidad mutua ha cautivado desde hace siglos la admiración de los ingleses. Los grupos estaban integrados por diez personas, y cada quien respondía por todos los demás. Con todo, ¿cuál es el resultado de esta célebre ley? Nueve inocentes castigados por un culpable. ¿Qué se necesitaría para dar a esta responsabilidad la equidad que la caracteriza en el panóptico? Dar transparencia a los muros y a los bosques y condensar toda una ciudad en un espacio de dos varas.

Provisiones para los presos liberados

Cabe pensar que después de algunos años, quizá sólo de unos meses, con una educación tan estricta, los presos acostumbrados al trabajo, instruidos en la moral y en la religión, habiendo perdido sus hábitos viciosos por la imposibilidad de entregarse a ellos, se habrán convertido en nuevos hombres. Sin embargo, sería una gran imprudencia lanzarlos al mundo sin guardianes y sin ayuda en la época de su emancipación, en que puede comparárseles con niños reprimidos durante mucho tiempo y que acaban de burlar la vigilancia de sus maestros.
No se debe poner en libertad a un preso, antes que pueda cumplir con una u otra de estas condiciones: primero, si los prejuicios no se oponen, puede entrar al servicio de tierra o de mar; está tan acostumbrado a la la obediencia, que llegará a ser sin esfuerzo un excelente soldado. Si se teme que esos reclutas sean una mancha para el servicio, hay que decir que los reclutadores no ponen ningún cuidado en la clase de hombres que llenan los ejércitos.
En el caso de que una nación establezca colonias, por su tipo de educación los presos estarán preparados para convertirse en sujetos más útiles para esas nacientes sociedades, que los malhechores a quienes allí se suele enviar. Pero al preso que ha purgado su pena no se le obligará a expatriarse, sólo se le dará la posibilidad de elegir y los medios de hacerlo.
Otro modo para ellos de reintegrarse a la libertad sería la de encontrar un hombre responsable, que quisiera servir de fiador por cierta suma, renovando dicha garantía cada año y comprometiéndose, en caso de no renovarla, a representar él mismo a la persona.
Los presos que contaran con parientes o amigos, o que se hubieran ganado una reputación de buena conducta, trabajo y honestidad en sus años de prueba, no tendrían necesidad de buscar una fianza, pues aunque para el servicio doméstico sólo se toman personas de índole intachable, existen sin embargo miles de trabajos para los cuales no se tienen los mismos escrúpulos, y además podrían procurarse fianzas de distintas maneras.
La más sencilla de todas sería la de dar a la persona que se aviniera a la fianza la prerrogativa de pactar un contrato a largo plazo con el preso liberado, semejante al de un trabajador especializado con su aprendiz, de manera que pudiera recuperarlo si él llegase a escapar, y obtener indemnizaciones por parte de quienes quisieron seducirlo o contratarlo a su servicio.
Esta condición, que a primera vista parece dura para el preso liberado, de hecho es una ventaja para él, pues le asegura la elección entre un mayor número de competidores que buscarán el privilegio de tener obreros en quienes poder confiar.
No vamos a entrar en los detalles de las precauciones necesarias para asegurarse la validez de las fianzas. La mejor de todas sería la de hacer responsable al director de la prisión por la mitad de la fianza, en caso de que hubiera fallado, porque entonces tendría interés en conocer bien a las personas con quienes haría esas transacciones jurídicas.
Mas, examinemos ahora el caso, que debe ocurrir con frecuencia, que un preso carezca de amigos y parientes, no encuentre fianza, no sea aceptado, ni se aliste ni vaya a una colonia. ¿Habrá que abandonarlo al azar y lanzarlo de nuevo a la sociedad? Sin duda, no: sería exponerlo a la desgracia o al crimen. ¿Habrá que retenerlo en las mismas redes de una disciplina severa? No: sería prolongar su castigo más al]á del término fijado por la ley.
Es necesario tener un establecimiento subsidiario, fundado sobre el mismo principio: un panóptico donde reinará mayor libertad; donde ya no habrá sello humillante; donde se admitirá el matrimonio; donde los habitantes serán tratados, en cuanto a su trabajo, más o menos como si fueran obreros comunes; donde, en una palabra, se pueda repartir tanto bienestar y libertad como sea compatible con los principios de seguridad, decencia y sobriedad. Será un convento sometido a reglas estrictas, con la sola diferencia de que no existirán los votos; las personas allí recluidas podrán salir en cuanto consigan un aval o llenen las condiciones para la liberación.
Alguien objetará: "El panóptico subsidiario es un receptáculo para cierto número de obreros que trabajan juntos bajo un techo común; y la experiencia ha probado que tales receptáculos son un semillero de vicios. Las únicas manufacturas que no echan a perder las costumbres son aquellas donde los obreros están dispersos, aquellos que, como la agricultura, cubren toda la superficie de un país, o aquellas que se concentran en el interior de las familias, donde cada hombre puede trabajar entre los suyos, en el seno de la inocencia y del recogimiento".
Esta observación está fundada, pero no afecta a nuestro plan: hay una gran diferencia entre una manufactura común y la que se establecería en un panóptico. ¿En que casa pública o privada puede encontrarse tal garantía para la castidad de los solteros, para la fidelidad del matrimonio y para la desaparición del alcoholismo, costumbre destructora que causa tanta miseria y trastornos?
Tales precauciones para con los presos en el periodo de su libertad son las que deben tenerse para quitarles la tentación y la facilidad de recaer en el crimen. Se ha considerado admirable la idea de dar a los presos liberados una provisión de dinero, a fin de que una necesidad inmediata no los arroje a la desesperación; pero tal recurso es sólo momentáneo: puede transformarse en trampa para hombres tampoco mesurados y previsores, y, tras un disfrute pasajero, tanto más irresistible cuanto que las privaciones han sido largas, el dinero está perdido, la pobreza permanece y las seducciones abundan.
Baste esta exposición, que sólo contiene las primordiales ideas del autor, para apíecia r lo que se anunció al principio de esta memoria.

Una simple idea nueva en arquitectura

Se obtiene como resultado una reforma verdaderamente esencial en las prisiones: la certeza de la buena conducta actual y de la reforma futura de los presos. Se aumenta la seguridad pública, haciendo una economía para el Estado. Se instituye un nuevo instrumento de gobierno por medio del cual un hombre solo se encuentra revestido de un poder muy grande para hacer el bien y de ninguno para hacer el mal.
El principio panóptico puede adaptarse con éxito a todos los establecimientos donde hay que reunir la inspección y la economía; no está necesariamente ligado con ideas dc rigor: se pueden suprimir las rejas de fierro; es posible establecer comunicaciones; la inspección puede volverse cómoda y no molesta. Una fábrica, una manufactura construida conforme a este plan, da a sólo un hombre la facilidad de dirigir los trabajos de muchos; y las diversas separaciones pueden estar abiertas o cerradas, permitiendo las distintas aplicaciones del principio. Un hospital panóptico no toleraría ningún abuso de negligencia ni en la limpieza, ni en la ventilación, ni en la administración de los medicamentos: una mayor división de aposentos serviría para mejor separar las enfermedades; los tubos de hojalata permitirían a los enfermos una comunicación continua con sus enfermeros: un ventanal interior, en lugar de rejas, les dejaría a su elección el grado de temperatura; una cortina podría ocultarlos de las miradas. Finalmente, este principio puede aplicarse con acierto a escuelas, cuarteles, a todos los empleos en los que un hombre solo está encargado del cuidado de varios. Por medio de un panóptico, la prudencia interesada de un solo individuo garantizaría el éxito mejor que la probidad de un gran número en cualquier otro sistema.

jueves, 3 de mayo de 2012

Marx y Engels - Manifiesto del partido comunista


Manifiesto del Partido
Comunista
Carlos Marx y Federico Engels


Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las
fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada paraacosar a
ese fantasma: el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales
franceses y los polizontes alemanes.
¿Qué partido de oposición no ha sido motejado de comunista por sus
adversarios en el poder? ¿Qué partido de oposición, a su vez, no ha
lanzado, tanto a los representantes de la oposición más avanzados,
como a sus enemigos reaccionarios, el epíteto zahiriente de
“comunista”?
De este hecho resulta una doble enseñanza:
Que el comunismo está ya reconocido como una fuerza por todas las
potencias de Europa.
Que ya es hora de que los comunistas expongan a la faz del mundo
entero sus conceptos, sus fines y sus tendencias; que opongan a la
leyenda del fantasma del comunismo un manifiesto del propio partido.
Con este fin, comunistas de las más diversas nacionalidades se han
reunido en Londres y han redactado el siguiente Manifiesto, que será
publicado en inglés, francés, alemán, italiano, flamenco y danés.
Capítulo 1º.— Burgueses y proletarios
La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de
las luchas de clases.
Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos,
maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se
enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas
veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la
transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de
las clases en pugna.
En las anteriores épocas históricas encontramos casi por todas partes
una completa diferenciación de la sociedad en diversos estamentos, una
múltiple escala gradual de condiciones sociales. En la antigua Roma
hallamos patricios, caballeros, plebeyos y esclavos; en la Edad Media,
señores feudales, vasallos, maestros, oficiales y siervos, y, además, en
casi todas estas clases todavía encontramos gradaciones especiales.
La moderna sociedad burguesa, que ha salido de entre las ruinas de la
sociedad feudal, no ha abolido las contradicciones de clase. Únicamente
ha sustituido las viejas clases, las viejas condiciones de opresión, las
viejas formas de lucha por otras nuevas.
Nuestra época, la época de la burguesía, se distingue, sin embargo, por
haber simplificado las contradicciones de clase. Toda la sociedad va
dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos
grandes clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el
proletariado.
De los siervos de la Edad Media surgieron los vecinos libres de las
primeras ciudades; de este estamento urbano salieron los primeros
elementos de la burguesía.
El descubrimiento de América y la circunnavegación de África
ofrecieron a la burguesía en ascenso un nuevo campo de actividad. Los
mercados de la India y de China, la colonización de América, el
intercambio con las colonias, la multiplicación de los medios de cambio
y de las mercancías en general imprimieron al comercio, a la navegación
y a la industria un impulso hasta entonces desconocido, y aceleraron
con ello el desarrollo del elemento revolucionario de la sociedad feudal
en descomposición.
La antigua organización feudal o gremial de la industria ya no podía
satisfacer la demanda, que crecía con la apertura de nuevos mercados.
Vino a ocupar su puesto la manufactura. El estamento medio industrial
suplantó a los maestros de los gremios; la división del trabajo entre las
diferentes corporaciones desapareció ante la división del trabajo en el
seno del mismo taller.
Pero los mercados crecían sin cesar; la demanda iba siempre en
aumento. Ya no bastaba tampoco la manufactura. El vapor y la
maquinaria revolucionaron entonces la producción industrial. La gran
industria moderna sustituyó a la manufactura; el lugar del estamento
medio industrial vinieron a ocuparlo los industriales millonarios —jefes
de verdaderos ejércitos industriales—, los burgueses modernos.
La gran industria ha creado el mercado mundial, ya preparado por el
descubrimiento de América. El mercado mundial aceleró
prodigiosamente el desarrollo del comercio, de la navegación y de los
medios de transporte por tierra. Este desarrollo influyó, a su vez, en el
auge de la industria, y a medida que se iban extendiendo la industria, el
comercio, la navegación y los ferrocarriles, desarrollábase la burguesía,
multiplicando sus capitales y relegando a segundo término a todas las
clases legadas por la Edad Media.
La burguesía moderna, como vemos, es ya de por sí fruto de un largo
proceso de desarrollo, de una serie de revoluciones en el modo de
producción y de cambio.
Cada etapa de la evolución recorrida por la burguesía ha ido
acompañada del correspondiente progreso político. Estamento bajo la
dominación de los señores feudales; asociación armada y autónoma en
la comuna; en unos sitios, República urbana independiente; en otros,
tercer estado tributario de la monarquía; después, durante el período de
la manufactura, contrapeso de la nobleza en las monarquías
estamentales, absolutas y, en general, piedra angular de las grandes
monarquías, la burguesía, después del establecimiento de la gran
industria y del mercado universal, conquistó finalmente la hegemonía
exclusiva del poder político en el Estado representativo moderno. El
gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra
los negocios comunes de toda la clase burguesa.
La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente
revolucionario.
Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las
relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Las abigarradas ligaduras
feudales que ataban al hombre a sus “superiores naturales” las ha
desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre los
hombres que el frío interés, el cruel “pago al contado”. Ha ahogado el
sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el
sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo
egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio.
Ha sustituido las numerosas libertades escrituradas y adquiridas por la
única y desalmada libertad de comercio. En una palabra, en lugar de la
explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una
explotación abierta, descarada, directa y brutal.
La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que
hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al
médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia,
los ha convertido en sus servidores asalariados.
La burguesía ha desgarrado el velo de emotivo sentimentalismo que
encubría las relaciones familiares, y las ha reducido a simples relaciones
de dinero.
La burguesía ha revelado que la brutal manifestación de fuerza en la
Edad Media, tan admirada por la reacción, tenía su complemento
natural en la más relajada holgazanería. Ha sido ella la primera en
demostrar qué puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas
muy distintas de las pirámides de Egipto, de los acueductos romanos y
de las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas de las
migraciones de los pueblos y de las Cruzadas.
La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar
incesantemente los instrumentos de producción, y con ello todas las
relaciones sociales. La conservación del antiguo modo de producción
era, por el contrario, la primera condición de existencia de todas las
clases industriales precedentes. Una revolución continua en la
producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales,
una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa
de todas las anteriores. Quedan rotas todas las relaciones estancadas y
enmohecidas —con su cortejo de creencias y de ideas veneradas
durante siglos—; hácense añejas las nuevas antes de llegar a osificarse.
Todo lo estamental y estancado de esfuma; todo lo sagrado es
profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar
serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas.
Espoleada por la necesidad de dar a sus productos una salida cada vez
mayor, la burguesía recorre el mundo entero. Necesita anidar en todas
partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes.
Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un
carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países.
Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su
base nacional. Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas y
están destruyéndose continuamente. Son suplantadas por nuevas
industrias, cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las
naciones civilizadas, por industrias que ya no emplean materias primas
indígenas, sino materias primas venidas de las más lejanas regiones del
mundo, y cuyos productos no sólo se consumen en el propio país, sino
en todas las partes del globo. En lugar de las antiguas necesidades,
satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas, que
reclaman para su satisfacción productos de los países más apartados y
de los climas más diversos. En lugar del antiguo aislamiento y la
autarquía de las regiones y naciones, se establece un intercambio
universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se
refiere tanto a la producción material, como a la intelectual. La
producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común
de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en
día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se
forma una literatura universal.
Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción
y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía
arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta las
más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías constituyen la
artillería pesada que derrumba todas las murallas chinas y hace capitular
a los bárbaros más fanáticamente hostiles a los extranjeros. Obliga a
todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués
de producción, las constriñe a introducir la llamada civilización, es decir,
a hacerse burgueses. En una palabra: se forja un mundo a su imagen y
semejanza.
La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado
urbes inmensas; ha aumentado enormemente la población de las
ciudades en comparación con las del campo, sustrayendo una gran
parte de la población al idiotismo de la vida rural. Del mismo modo que
ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los países
bárbaros o semibárbaros a los países civilizados, los pueblos
campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.
La burguesía suprime cada vez más el fraccionamiento de los medios de
producción, de la propiedad y de la población. Ha aglomerado la
población, centralizado los medios de producción y concentrado la
propiedad en manos de unos pocos. La consecuencia obligada de ello
ha sido la centralización política. Las provincias independientes, ligadas
entre sí casi únicamente por lazos federales, con intereses, leyes,
gobiernos y tarifas aduaneras diferentes, han sido consolidadas en una
sola nación, bajo un solo gobierno, una sola ley, un solo interés nacional
de clase y una sola línea aduanera.
La burguesía, a lo largo de su dominio de clase, que cuenta apenas con
un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y
más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El
sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas,
la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación
de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la asimilación para el
cultivo de continentes enteros, la apertura de los ríos a la navegación,
enteros núcleos de población que parece como si surgieran de la tierra
por ensalmo. ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que
semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?
Hemos visto, pues, que los medios de producción y de cambio, sobre
cuya base se ha formado la burguesía, fueron creados en la sociedad
feudal. Al alcanzar un cierto grado de desarrollo estos medios de
producción y de cambio, las condiciones en que la sociedad feudal
producía y cambiaba, la organización feudal de la agricultura y de la
industria manufacturera, en una palabra, las relaciones feudales de
propiedad, cesaron de corresponder a las fuerzas productivas ya
desarrolladas. Frenaban la producción en lugar de impulsarla.
Transformáronse en otras tantas trabas. Era preciso romper esas trabas,
y se rompieron.
En su lugar se estableció la libre concurrencia, con una constitución
social y política adecuada a ella y con la dominación económica y
política de la clase burguesa.
Ante nuestros ojos se está produciendo un movimiento análogo. Las
relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones
burguesas de propiedad, toda esa sociedad burguesa moderna, que ha
hecho surgir como por encanto tan potentes medios de producción y de
cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las
potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros. Desde
hace algunas décadas, las historia de la industria y del comercio no es
más que la historia de la rebelión de las fuerzas productivas modernas
contra las actuales relaciones de producción, contra las relaciones de
propiedad que condicionan la existencia de la burguesía y su
dominación. Basta mencionar las crisis comerciales que, con su retorno
periódico, plantean, en forma cada vez más amenazante, la cuestión de
la existencia de toda la sociedad burguesa. Durante cada crisis
comercial se destruye sistemáticamente, no sólo una parte considerable
de productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas
productivas ya creadas. Durante las crisis, una epidemia social, que en
cualquier época anterior hubiera parecido absurda, se extiende sobre la
sociedad: la epidemia de la superproducción. La sociedad se encuentra
súbitamente retrotraída a un estado de barbarie momentánea: diríase
que el hambre, que una guerra devastadora mundial la han privado de
todos sus medios de subsistencia; la industria y el comercio parecen
aniquilados. Y todo eso, ¿por qué? Porque la sociedad posee
demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada
industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone
no favorecen ya el régimen de la propiedad burguesa; por el contrario,
resultan ya demasiado poderosas para estas relaciones, que constituyen
un obstáculo para su desarrollo; y cada vez que las fuerzas productivas
salvan este obstáculo, precipitan en el desorden a toda la sociedad
burguesa y amenazan la existencia de la propiedad burguesa. Las
relaciones burguesas resultan demasiado estrechas para contener las
riquezas creadas en su seno. ¿Cómo vence esta crisis la burguesía? De
una parte, por la destrucción obligada de una masa de fuerzas
productivas; de la otra, por la conquista de nuevos mercados y la
explotación más intensa de los antiguos. ¿De qué modo lo hace, pues?
Preparando crisis más extensas y más violentas y disminuyendo los
medios de prevenirlas.
Las armas de que se sirvió la burguesía para derribar al feudalismo se
vuelven ahora contra la propia burguesía.
Pero la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle
muerte; ha producido también a los hombres que empuñarán esas
armas: los obreros modernos, los proletarios.
En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es decir, el
capital, desarróllase también el proletariado, la clase de los obreros
modernos, que no viven sino a condición de encontrar trabajo, y lo
encuentran únicamente mientras su trabajo acrecienta el capital. Estos
obreros, obligados a venderse al detalle, son una mercancía como
cualquier otro artículo de comercio, sujeta, por tanto, a todas las
vicisitudes de la competencia, a todas las fluctuaciones del mercado.
El creciente empleo de las máquinas y la división del trabajo quitan al
trabajo del proletariado todo carácter propio y le hacen perder con ello
todo atractivo para el obrero. Este se convierte en un simple apéndice
de la máquina, y sólo se le exigen las operaciones más sencillas, más
monótonas y de más fácil aprendizaje. Por tanto, lo que cuesta hoy día
el obrero se reduce poco más o menos a los medios de subsistencia
indispensables para vivir y para perpetuar su linaje. Pero el precio de
todo trabajo, como el de toda mercancía, es igual a los gastos de
producción. Por consiguiente, cuanto más fastidioso resulta el trabajo,
más bajan los salarios. Más aún, cuanto más se desarrollan la
maquinaria y la división del trabajo, más aumenta la cantidad de trabajo,
ya sea mediante la prolongación de la jornada, ya sea por el aumento
del trabajo exigido en un tiempo dado, la aceleración del movimiento de
las máquinas, etc.
La industria moderna ha transformado el pequeño taller del maestro
patriarcal en la gran fábrica del capitalista industrial. Masas de obreros,
hacinados en la fábrica, son organizados en forma militar. Como
soldados rasos de la industria, están colocados bajo la vigilancia de una
jerarquía de oficiales y suboficiales. No son solamente esclavos de la
clase burguesa, del Estado burgués, sino diariamente, a todas horas,
esclavos de la máquina, del capataz y, sobre todo, del burgués
individual, patrón de la fábrica. Y este despotismo es tanto más
mezquino, odioso y exasperante, cuanto mayor es la franqueza con que
proclama que no tiene otro fin que el lucro.
Cuanto menos habilidad y fuerza requiere el trabajo manual, es decir,
cuanto mayor es el desarrollo de la industria moderna, mayor es la
proporción en que el trabajo de los hombres es suplantado por el de las
mujeres y los niños. Por lo que respecta a la clase obrera, las
diferencias de edad y sexo pierden toda significación social. No hay
más que instrumentos de trabajo, cuyo coste varía según la edad y el
sexo.
Una vez que el obrero ha sufrido la explotación del fabricante y ha
recibido su salario en metálico, se convierte en víctima de otros
elementos de la burguesía: el casero, el tendero, el prestamista, etc.
Pequeños industriales, pequeños comerciantes y rentistas, artesanos y
campesinos, toda la escala inferior de las clases medias de otro tiempo,
caen en las filas del proletariado; unos, porque sus pequeños capitales
no les alcanzan para acometer grandes empresas industriales y
sucumben en la competencia con los capitalistas mas fuertes; otros,
porque su habilidad profesional se ve despreciada ante los nuevos
métodos de producción. De tal suerte, el proletariado se recluta entre
todas las clases de la población.
El proletariado pasa por diferentes etapas de desarrollo. Su lucha
contra la burguesía comienza con su surgimiento.
Al principio, la lucha es entablada por obreros aislados; después, por
los obreros de una misma fábrica; más tarde, por los obreros del mismo
oficio de la localidad contra el burgués individual que los explota
directamente. No se contentan con dirigir sus ataques contra las
relaciones burguesas de producción, y los dirigen contra los mismos
instrumentos de producción: destruyen las mercancías extranjeras que
les hacen competencia, rompen las máquinas, incendian las fábricas,
intentan reconquistar por la fuerza la posición perdida del artesano de la
Edad Media.
En esta etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo el país
y disgregada por la competencia. Si los obreros forman masas
compactas, esta acción no es todavía consecuencia de su propia unión,
sino de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus propios fines
políticos debe —y por ahora aún puede— poner en movimiento a todo
el proletariado. Durante esta etapa, los proletarios no combaten, por
tanto, contra sus propios enemigos, sino contra los enemigos de sus
enemigos, es decir, contra los restos de la monarquía absoluta, los
terratenientes, los burgueses no industriales y los pequeños burgueses.
Todo el movimiento histórico se concentra, así, en manos de la
burguesía; cada victoria alcanzada en estas condiciones es una victoria
de la burguesía.
Pero la industria, en su desarrollo, no sólo acrecienta el número de
proletarios, sino que les concentra en masas considerables; su fuerza
aumenta y adquieren mayor conciencia de la misma. Los intereses y las
condiciones de existencia de los proletarios se igualan cada vez más a
medida que la máquina va borrando las diferencias en el trabajo y
reduce el salario, casi en todas partes, a un nivel igualmente bajo. Como
resultado de la creciente competencia de los burgueses entre sí y de las
crisis comerciales que ella ocasiona, los salarios son cada vez más
fluctuantes; el constante y acelerado perfeccionamiento de la máquina
coloca al obrero en situación cada vez más precaria; las colisiones entre
el obrero individual y el burgués individual adquieren más y más el
carácter de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a formar
coaliciones contra los burgueses y actúan en común para la defensa de
sus salarios. Llegan hasta formar asociaciones permanentes para
asegurarse los medios necesarios, en previsión de estos choques
eventuales. Aquí y allá la lucha estalla en sublevación.
A veces los obreros triunfan; pero es un triunfo efímero. El verdadero
resultado de sus luchas no es el éxito inmediato, sino la unión cada vez
más extensa de los obreros. Esta unión es propiciada por el crecimiento
de los medios de comunicación creados por la gran industria y que
ponen en contacto a los obreros de diferentes localidades. Y basta ese
contacto para que las numerosas luchas locales, que en todas partes
revisten el mismo carácter, se centralicen en una lucha nacional, en una
lucha de clases. Mas toda lucha de clases es una lucha política. Y la
unión que los habitantes de las ciudades de la Edad Media, con sus
caminos vecinales, tardaron siglos en establecer, los proletarios
modernos, con los ferrocarriles, la llevan a cabo en unos pocos años.
Esta organización del proletariado en clase y, por tanto, en partido
político, vuelve sin cesar a ser socavada por la competencia entre los
propios obreros. pero resurge, y siempre más fuerte, más firme, más
potente. Aprovecha las disensiones intestinas de los burgueses para
obligarlos a reconocer por ley algunos intereses de la clase obrera; por
ejemplo, la ley de la jornada de diez horas en Inglaterra.
En general, las colisiones en la vieja sociedad favorecen de diversas
maneras el proceso de desarrollo del proletariado. La burguesía vive en
lucha permanente; al principio, contra la aristocracia; después, contra
aquellas facciones de la misma burguesía cuyos intereses entran en
contradicción con los progresos de la industria; y siempre, en fin, contra
la burguesía de todos los demás países. En todas estas luchas se ve
forzada a apelar al proletariado, a reclamar su ayuda y a arrastrarlo así
al movimiento político. De tal manera, la burguesía proporciona a los
proletarios los elementos de su propia educación, es decir, armas contra
ella misma.
Además, como acabamos de ver, el progreso de la industria precipita a
las filas del proletariado a capas enteras de la clase dominante, o, al
menos, las amenaza en sus condiciones de existencia. También ellas
aportan al proletariado numerosos elementos de educación.
Finalmente, en los períodos en que la lucha de clases se acerca a su
desenlace, el proceso de desintegración de la clase dominante, de toda
la vieja sociedad, adquiere un carácter tan violento y tan agudo que una
pequeña fracción de esa clase reniega de ella y se adhiere a la clase
revolucionaria, a la clase en cuyas manos está el porvenir. Y así como
antes una parte de la nobleza se pasó a la burguesía, en nuestros días un
sector de la burguesía se pasa al proletariado, particularmente ese
sector de los ideólogos burgueses que se han elevado hasta la
comprensión teórica del conjunto del movimiento histórico.
De todas las clases que hoy se enfrentan con la burguesía, sólo el
proletariado es una clase verdaderamente revolucionaria. Las demás
clases van degenerando y desaparecen con el desarrollo de la gran
industria; el proletariado, en cambio, es su producto más peculiar.
Los estamentos medios —el pequeño industrial, el pequeño
comerciante, el artesano, el campesino— luchan, todos ellos, contra la
burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales estamentos
medios. No son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más
todavía, son reaccionarios, ya que pretenden volver atrás la rueda de la
Historia. Son revolucionarios únicamente por cuanto tienen ante sí la
perspectiva de su tránsito inminente al proletariado, defendiendo así, no
sus intereses presentes, sino sus intereses futuros, por cuanto
abandonan sus propios puntos de vista para adoptar los del
proletariado.
El lumpenproletariado, ese producto pasivo de la putrefacción de las
capas más bajas de la vieja sociedad, puede a veces ser arrastrado al
movimiento por una revolución proletaria; sin embargo, en virtud de
todas sus condiciones de vida está más dispuesto a venderse a la
reacción para servir a sus maniobras.
Las condiciones de existencia de la vieja sociedad están ya abolidas en
las condiciones de existencia del proletariado. El proletariado no tiene
propiedad; sus relaciones con la mujer y con los hijos no tienen nada en
común con las relaciones familiares burguesas; el trabajo industrial
moderno, el moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra
que en Francia, en Norteamérica que en Alemania, despoja al
proletariado de todo carácter nacional. Las leyes, la moral, la religión
son para él meros prejuicios burgueses, detrás de los cuales se ocultan
otros tantos intereses de la burguesía.
Todas las clases que en el pasado lograron hacerse dominantes trataron
de consolidar la situación adquirida sometiendo a toda la sociedad a las
condiciones de su modo de apropiación. Los proletarios no pueden
conquistar las fuerzas productivas sociales, sino aboliendo su propio
modo de apropiación en vigor y, por tanto, todo modo de apropiación
existente hasta nuestros días. Los proletarios no tienen nada que
salvaguardar; tienen que destruir todo lo que hasta ahora ha venido
garantizando y asegurando la propiedad privada existente.
Todos los movimientos han sido hasta ahora realizados por minorías o
en provecho de minorías. El movimiento proletario es un movimiento
propio de la inmensa mayoría en provecho de la inmensa mayoría. El
proletariado, capa inferior de la sociedad actual, no puede levantarse,
no puede enderezarse, sin hacer saltar toda la superestructura formada
por las capas de la sociedad oficial.
Por su forma, aunque no por su contenido, la lucha del proletariado
contra la burguesía es primeramente una lucha nacional. Es natural que
el proletariado de cada país deba acabar en primer lugar con su propia
burguesía.
Al esbozar las fases más generales del desarrollo del proletariado,
hemos seguido el curso de la guerra civil más o menos oculta que se
desarrolla en el seno de la sociedad existente, hasta el momento en que
se transforma en una revolución abierta, y el proletariado, derrocando
por la violencia a la burguesía, implanta su dominación.
Todas las sociedades anteriores, como hemos visto, han descansado en
el antagonismo entre clases opresoras y oprimidas. Mas para poder
oprimir a una clase, es preciso asegurarle unas condiciones que le
permitan, por lo menos, arrastrar su existencia de esclavitud. El siervo,
en pleno régimen de servidumbre, llegó a miembro de la comuna, lo
mismo que el pequeño burgués llegó a elevarse a la categoría de
burgués bajo el yugo del absolutismo feudal. El obrero moderno, por el
contrario, lejos de elevarse con el progreso de la industria, desciende
cada vez más por debajo de las condiciones de vida de su propia clase.
El trabajador cae en la miseria; la pobreza crece más rápidamente
todavía que la población y que la riqueza. Es, pues, evidente que la
burguesía ya no es capaz de seguir desempeñando el papel de clase
dominante de la sociedad ni de imponer a ésta, como ley reguladora, las
condiciones de existencia de su clase. No es capaz de dominar, porque
no es capaz de asegurar a su esclavo la existencia ni siquiera dentro del
marco de la esclavitud, porque se ve obligada a dejarle decaer hasta el
punto de tener que mantenerlo, en lugar de ser mantenida por él. La
sociedad ya no puede vivir bajo su dominación; lo que equivale a decir
que la existencia de la burguesía es, en lo sucesivo, incompatible con la
de la sociedad.
La condición esencial de la existencia y de la dominación de la clase
burguesa es la acumulación de la riqueza en manos de particulares, la
formación y el acrecentamiento del capital. La condición de existencia
del capital es el trabajo asalariado. El trabajo asalariado descansa
exclusivamente sobre la competencia de los obreros entre sí. El
progreso de la industria, del que la burguesía, incapaz de oponérsele, es
agente involuntario, sustituye el aislamiento de los obreros, resultante de
la competencia, por su unión revolucionaria mediante la asociación. Así,
el desarrollo de la gran industria socava bajo los pies de la burguesía las
bases sobre las que ésta produce y se apropia lo producido. La
burguesía produce, ante todo, sus propios sepultureros. Su hundimiento
y la victoria del proletariado son igualmente inevitables.
Capítulo 2º.— Proletarios y comunistas
¿Cuál es la posición de los comunistas con respecto a los proletarios en
general?
Los comunistas no forman un partido aparte, opuesto a los otros
partidos obreros.
No tienen intereses que los separen del conjunto del proletariado.
No proclaman principios especiales a los cuales quisieran amoldar el
movimiento proletario.
Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en
que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios,
destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado,
independientemente de la nacionalidad; y por otra parte, en que, en las
diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado
y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su
conjunto.
Prácticamente, los comunistas son, pues, el sector más resuelto de los
partidos obreros de todos los países, el sector que siempre impulsa
adelante a los demás; teóricamente, tienen sobre el resto del
proletariado la ventaja de su clara visión de las condiciones, de la
marcha y de los resultados generales del movimiento proletario.
El objetivo inmediato de los comunistas es el mismo que el de todos los
demás partidos proletarios: constitución de los proletarios en clase,
derrocamiento de la dominación burguesa, conquista del poder político
por el proletariado.
Las tesis teóricas de los comunistas no se basan en modo alguno en
ideas y principios inventados o descubiertos por tal o cual reformador
del mundo.
No son sino la expresión de conjunto de las condiciones reales de una
lucha de clases existente, de un movimiento histórico que se está
desarrollando ante nuestros ojos. La abolición de las relaciones de
propiedad preexistentes no es una característica propia del comunismo.
Todas las relaciones de propiedad han sufrido constantes cambios
históricos, continuas transformaciones históricas.
La revolución francesa, por ejemplo, abolió la propiedad feudal en
provecho de la propiedad burguesa.
El rasgo distintivo del comunismo no es la abolición de la propiedad en
general, sino la abolición de la propiedad burguesa.
Pero la propiedad privada burguesa moderna es la última y más
acabada expresión del modo de producción y de apropiación de lo
producido basado en los antagonismos de clase, en la explotación de
los unos por los otros.
En este sentido los comunistas pueden resumir su teoría en esta fórmula
única: abolición de la propiedad privada.
Se nos ha reprochado a los comunistas el querer abolir la propiedad
personalmente adquirida, fruto del trabajo propio, esa propiedad que
forma la base de toda libertad, actividad e independencia individual.
¡La propiedad adquirida, fruto del trabajo, del esfuerzo personal! ¿Os
referís acaso a la propiedad del pequeño burgués, del pequeño
labrador, esa forma de propiedad que ha precedido a la propiedad
burguesa? No tenemos que abolirla: el progreso de la industria la ha
abolido y está aboliéndola a diario.
¿O tal vez os referís a la propiedad privada burguesa moderna?
¿Es que el trabajo asalariado, el trabajo del proletario, crea propiedad
para el proletario? De ninguna manera. Lo que crea es capital, es decir,
la propiedad que explota al trabajo asalariado y que no puede
acrecentarse sino a condición de producir nuevo trabajo asalariado,
para volver a explotarlo. En su forma actual, la propiedad se mueve en
el antagonismo entre el capital y el trabajo asalariado. Examinemos los
dos términos de este antagonismo.
Ser capitalista no sólo significa ocupar una posición personal en la
producción, sino también una posición social. El capital es un producto
colectivo; no puede ponerse en movimiento más que por la actividad
conjunta de muchos miembros de la sociedad y, en última instancia, sólo
por la actividad conjunta de todos los miembros de la sociedad.
El capital no es, pues, una fuerza personal; es una fuerza social.
En consecuencia, si se transforma el capital en propiedad colectiva,
perteneciente a todos los miembros de la sociedad, no es la propiedad
personal la que se transforma en propiedad social. Sólo cambia el
carácter social de la propiedad. Ésta pierde su carácter de clase.
Examinemos el trabajo asalariado.
El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del salario, es decir,
la suma de los medios de subsistencia indispensables al obrero para
conservar sus vida como tal obrero. Por consiguiente, lo que el obrero
asalariado se apropia por su actividad es estrictamente lo que necesita
para la mera reproducción de su vida. No queremos de ninguna manera
abolir esta apropiación personal de los productos del trabajo,
indispensables para la mera reproducción de la vida humana, esa
apropiación, que no deja ningún beneficio líquido que pueda dar un
poder sobre el trabajo de otro. Lo que queremos suprimir es el carácter
miserable de esa apropiación, que hace que el obrero no viva sino para
acrecentar el capital y tan sólo en la medida en que el interés de la clase
dominante exige que viva.
En la sociedad burguesa, el trabajo vivo no es más que un medio de
incrementar el trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo
acumulado no es más que un medio de ampliar, de enriquecer y hacer
más fácil la vida de los trabajadores.
De este modo, en la sociedad burguesa el pasado domina sobre el
presente; en la sociedad comunista es el presente el que domina sobre
el pasado. En la sociedad burguesa el capital es independiente y tiene
personalidad, mientras que el individuo que trabaja carece de
independencia y está despersonalizado.
¡Y la burguesía dice que la abolición de semejante estado de cosas es la
abolición de la personalidad y de la libertad! Y con razón. Pues se trata
efectivamente de abolir la personalidad burguesa, la independencia
burguesa y la libertad burguesa.
Por `libertad’, en las condiciones actuales de la producción burguesa, se
entiende la libertad de comercio, la libertad de comprar y vender.
Desaparecida la compraventa, desaparecerá también la libertad de
compraventa. Las declamaciones sobre la libertad de compraventa, lo
mismo que las demás bravatas liberales de nuestra burguesía, sólo
tienen sentido aplicadas a la compraventa encadenada y al burgués
sojuzgado de la Edad Media; pero no ante la abolición comunista de
compraventa de las relaciones de producción burguesas y de la propia
burguesía.
Os horrorizáis de que queramos abolir la propiedad privada. Pero, en
vuestra sociedad actual, la propiedad privada está abolida para las
nueve décimas partes de sus miembros; precisamente porque no existe
para esas nueve décimas partes. Nos reprocháis, pues, el querer abolir
una forma de propiedad que no puede existir sino a condición de que la
inmensa mayoría de la sociedad sea privada de propiedad.
En una palabra, nos acusáis de querer abolir vuestra propiedad.
Efectivamente, eso es lo que queremos.
Según vosotros, desde el momento en que el trabajo no puede ser
convertido en capital, en dinero, en renta de la tierra, en una palabra, en
poder social susceptible de ser monopolizado; es decir, desde el
instante en que la propiedad personal no puede transformarse en
propiedad burguesa, desde ese instante la personalidad queda
suprimida.
Reconocéis, pues, que por su personalidad no entendéis sino al
burgués, al propietario burgués. Y esta personalidad ciertamente debe
ser suprimida.
El comunismo no arrebata a nadie la facultad de apropiarse de los
productos sociales; no quita más que el poder de sojuzgar por medio de
esta apropiación el trabajo ajeno.
Se ha objetado que con la abolición de la propiedad privada cesaría
toda actividad y sobrevendría una indolencia general.
Si así fuese, hace ya mucho tiempo que la sociedad burguesa habría
sucumbido a manos de la holgazanería, puesto que en ella los que
trabajan no adquieren y los que adquieren no trabajan. Toda la objeción
se reduce a esta tautología: no hay trabajo asalariado donde no hay
capital.
Todas las objeciones dirigidas contra el modo comunista de apropiación
y de producción de bienes materiales se hacen extensivas igualmente
respecto a la apropiación y a la producción de los productos del trabajo
intelectual. Lo mismo que para el burgués la desaparición de la
propiedad de clase equivale a la desaparición de toda producción, la
desaparición de la cultura de clase significa para él la desaparición de
toda cultura.
La cultura cuya pérdida deplora no es para la inmensa mayoría de los
hombres más que el adiestramiento que los transforma en máquinas.
Mas no discutáis con nosotros mientras apliquéis a la abolición de la
propiedad burguesa el criterio de vuestras nociones burguesas de
libertad, cultura, derecho, etc. Vuestras ideas mismas son producto de
las relaciones de producción y de propiedad burguesas, como vuestro
derecho no es más que la voluntad de vuestra clase erigida en ley;
voluntad cuyo contenido está determinado por las condiciones
materiales de existencia de vuestra clase.
La concepción interesada que os ha hecho erigir en leyes eternas de la
Naturaleza y la razón las relaciones sociales dimanadas de vuestro
modo de producción y de propiedad —relaciones históricas que surgen
y desaparecen en el curso de la producción—, la compartís con todas
las clases dominantes hoy desaparecidas. Lo que concebís para la
propiedad antigua, lo que concebís para la propiedad feudal, no os
atrevéis a admitirlo para la propiedad burguesa.
¡Querer abolir la familia! Hasta los más radicales se indignan ante este
infame designio de los comunistas.
¿En qué bases descansa la familia actual, la familia burguesa? En el
capital, en el lucro privado. La familia plenamente desarrollada no existe
más que para la burguesía; pero encuentra su complemento en la
supresión forzosa de toda familia para el proletariado y en la
prostitución pública.
La familia burguesa desaparece naturalmente al dejar de existir ese
complemento suyo, y ambos desaparecen con la desaparición del
capital.
¿Nos reprocháis el querer abolir la explotación de los hijos por sus
padres? Confesamos este crimen.
Pero decís que destruimos los vínculos más íntimos, sustituyendo la
educación doméstica por la educación social.
Y vuestra educación, ¿no está también determinada por la sociedad,
por las condiciones sociales en que educáis a vuestros hijos, por la
intervención directa o indirecta de la sociedad a través de la escuela,
etc? Los comunistas no han inventado esta ingerencia de la sociedad en
la educación, no hacen más que cambiar su carácter y arrancar la
educación a la influencia de la clase dominante.
Las declamaciones burguesas sobre la familia y la educación, sobre los
dulces lazos que unen a los padres con sus hijos, resultan más
repugnantes a medida que la gran industria destruye todo vínculo de
familia para el proletario y transforma a los niños en simples artículos de
comercio, en simples instrumentos de trabajo.
¡Pero es que vosotros, los comunistas, queréis establecer la comunidad
de las mujeres! —nos grita a coro toda la burguesía.
Para el burgués, su mujer no es otra cosa que un instrumento de
producción. Oye decir que los instrumentos de producción deben ser
de utilización común, y, naturalmente, no puede por menos de pensar
que las mujeres correrán la misma suerte.
No sospecha que se trata precisamente de acabar con esa situación de
la mujer como simple instrumento de producción.
Nada más grotesco, por otra parte, que el horror ultramoral que inspira
a nuestros burgueses la pretendida comunidad oficial de las mujeres que
atribuyen a los comunistas. Los comunistas no tienen necesidad de
introducir la comunidad de las mujeres: casi siempre ha existido.
Nuestros burgueses, no satisfechos con tener a su disposición las
mujeres y las hijas de sus obreros, sin hablar de la prostitución oficial,
encuentran un placer singular en seducir unos a las esposas de otros.
El matrimonio burgués es, en realidad, la comunidad de las esposas. A
lo sumo, se podría acusar a los comunistas de querer sustituir una
comunidad de las mujeres hipócritamente disimulada, por una
comunidad franca y oficial. Es evidente, por otra parte, que con la
abolición de las relaciones de producción actuales desaparecerá la
comunidad de las mujeres que de ellas se deriva, es decir, la
prostitución oficial y no oficial.
Se acusa también a los comunistas de querer abolir la patria, la
nacionalidad.
Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no
poseen. Mas, por cuanto el proletariado debe en primer lugar
conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional,
constituirse en nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera
en el sentido burgués.
El aislamiento nacional y los antagonismos entre los pueblos
desaparecen de día en día con el desarrollo de la burguesía, la libertad
de comercio y el mercado mundial, con la uniformidad de la producción
industrial y las condiciones de existencia que le corresponden.
El dominio del proletariado los hará desaparecer más de prisa todavía.
La acción común, al menos de los países civilizados, es una de las
primeras condiciones de su emancipación.
En la misma medida en que sea abolida la explotación de un individuo
por otro, será abolida la explotación de una nación por otra.
Al mismo tiempo que el antagonismo de las clases en el interior de las
naciones, desaparecerá la hostilidad de las naciones entre sí.
En cuanto a las acusaciones lanzadas contra el comunismo, partiendo
del punto de vista de la religión, de la filosofía y de la ideología en
general, no merecen un examen detallado.
¿Acaso se necesita una gran perspicacia para comprender que con
cualquier cambio en las condiciones de vida, en las relaciones sociales,
en la existencia social, cambian también las ideas, las nociones y las
concepciones, en una palabra, la conciencia del hombre?
¿Qué demuestra la historia de las ideas sino que la producción
intelectual se transforma con la producción material? Las ideas
dominantes en cualquier época no han sido nunca más que las ideas de
la clase dominante.
Cuando se habla de ideas que revolucionan toda una sociedad, se
expresa solamente el hecho de que en el seno de la vieja sociedad se
han formado los elementos de una nueva, y la disolución de las viejas
ideas marcha a la par con la disolución de las antiguas condiciones de
vida.
En el ocaso del mundo antiguo, las viejas religiones fueron vencidas por
la religión cristiana. Cuando, en el siglo XVIII, las ideas cristianas fueron
vencidas por las ideas de la ilustración, la sociedad feudal libraba una
lucha a muerte contra la burguesía, entonces revolucionaria. Las ideas
de libertad religiosa y de libertad de conciencia no hicieron más que
reflejar el reinado de la libre concurrencia en el dominio del saber.
«Sin duda —se nos dirá—, las ideas religiosas, morales, filosóficas,
políticas, jurídicas, etc, se han ido modificando en el curso del
desarrollo histórico. Pero la religión, la moral, la filosofía, la política, el
derecho se han mantenido siempre a través de estas transformaciones.
Existen, además, verdades eternas, tales como la libertad, la justicia,
etc, que son comunes a todo estado de la sociedad. Pero el comunismo
quiere abolir estas verdades eternas, quiere abolir la religión y la moral,
en lugar de darles una forma nueva, y por eso contradice a todo el
desarrollo histórico anterior».
¿A qué se reduce esta acusación? La historia de todas las sociedades
que han existido hasta hoy se desenvuelve en medio de contradicciones
de clase, de contradicciones que revisten formas diversas en las
diferentes épocas.
Pero cualquiera que haya sido la forma de estas contradicciones, la
explotación de una parte de la sociedad por la otra es un hecho común
a todas las épocas anteriores. Por consiguiente, no tiene nada de
asombroso que la conciencia social de todos los tiempos —cualquiera
que haya sido su diversidad— se haya movido siempre dentro de
ciertas formas comunes, dentro de unas formas de conciencia que no
desaparecerán completamente más que con la desaparición definitiva de
los antagonismos de clase.
La revolución comunista es la ruptura más radical con las relaciones de
propiedad tradicionales, nada tiene de extraño que el curso de su
desarrollo rompa de la manera más radical con las ideas tradicionales.
Mas, dejemos aquí las objeciones hechas por la burguesía al
comunismo.
Como ya hemos visto más arriba, el primer paso de la revolución
obrera es la elevación del proletariado a clase dominante, la conquista
de la democracia.
El proletariado se valdrá de su dominación política para ir arrancando
gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los
instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del
proletariado organizado como clase dominante, y para aumentar con la
mayor rapidez posible la suma de las fuerzas productivas.
Esto, naturalmente, no podrá cumplirse al principio más que por una
violación despótica del derecho de propiedad y de las relaciones
burguesas de producción, es decir, por la adopción de medidas que
desde el punto de vista económico parecerán insuficientes e
insostenibles, pero que en el curso del movimiento se sobrepasarán a sí
mismas y serán indispensables como medio para transformar
radicalmente todo el modo de producción.
Estas medidas, naturalmente, serán diferentes en los diversos países.
Sin embargo, en los países más avanzados podrán ponerse en práctica
casi por doquier las siguientes medidas:
1ª. Expropiación de la propiedad del suelo y empleo de la renta de la
tierra para los gastos del Estado.
2ª. Fuerte impuesto progresivo.
3ª. Abolición de los derechos de herencia.
4ª. Confiscación de la propiedad de todos los emigrados y sediciosos.
5ª. Centralización del crédito en manos del Estado por medio de un
Banco nacional con capital del Estado y monopolio exclusivo.
6ª. Centralización en manos del Estado de todos los medios de
transporte.
7ª. Multiplicación de las empresas fabriles pertenecientes al Estado y de
los instrumentos de producción, roturación de las tierras incultas y
mejora de las cultivadas, según un plan general.
8ª. Obligación de trabajar para todos; organización de ejércitos
industriales, particularmente para la agricultura.
9ª. Combinación de la agricultura y la industria; medidas encaminadas a
hacer desaparecer gradualmente la diferencia entre la ciudad y el
campo.
10ª. Educación pública y gratuita de todos los niños; abolición del
trabajo de éstos en las fábricas tal como se practica hoy; régimen de
educación combinado con la producción material, etc, etc.
Una vez que en el curso del desarrollo hayan desaparecido las
diferencias de clase y se haya concentrado toda la producción en manos
de los individuos asociados, el poder público perderá su carácter
político. El poder político, hablando propiamente, es la violencia
organizada de una clase para la opresión de otra. Si en la lucha contra la
burguesía el proletariado se constituye indefectiblemente en clase; si
mediante la revolución se convierte en clase dominante y, en cuanto
clase dominante, suprime por la fuerza las viejas relaciones de
producción, suprime, al mismo tiempo que estas relaciones de
producción, las condiciones para la existencia del antagonismo de clase
y de las clases en general, y, por tanto, su propia dominación como
clase.
En sustitución de la antigua sociedad burguesa con sus clases y sus
antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre
desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre
desenvolvimiento de todos.
Capítulo 3º.— Literatura socialista y comunista.

1. EL SOCIALISMO REACCIONARIO.
a) El socialismo feudal.
Por su posición histórica, la aristocracia francesa e inglesa estaba
llamada a escribir libelos contra la moderna sociedad burguesa. En la
revolución francesa de julio de 1880 y en el movimiento inglés por la
reforma parlamentaria, había sucumbido una vez más bajo los golpes
del odiado advenedizo. En adelante no podía hablarse siquiera de una
lucha política seria. No le quedaba más que la lucha literaria. Pero,
también en el terreno literario, la vieja fraseología de la época de la
Restauración había llegado a ser inaceptable. Para crearse simpatías era
menester que la aristocracia aparentase no tener en cuenta sus propios
intereses y que formulara su acta de acusación contra la burguesía sólo
en interés de la clase obrera explotada. Dióse de esta suerte la
satisfacción de componer canciones satíricas contra su nuevo amo y de
musitarle al oído profecías más o menos siniestras.
Así es como nació el socialismo feudal, mezcla de jeremiadas y
pasquines, de ecos del pasado y de amenazas sobre el porvenir. Si
alguna vez su crítica amarga, mordaz e ingeniosa hirió a la burguesía en
el corazón, su incapacidad absoluta para comprender la marcha de la
historia moderna concluyó siempre por cubrirlo de ridículo.
A guisa de bandera, estos señores enarbolaban el saco de mendigo del
proletariado, a fin de atraer al pueblo. Pero cada vez que el pueblo
acudía, advertía que sus posaderas estaban adornadas con el viejo
blasón feudal y se dispersaba en medio de grandes e irreverentes
carcajadas.
Una parte de los legitimistas franceses y la «Joven Inglaterra» han dado
al mundo este espectáculo cómico.
Cuando los campeones del feudalismo aseveran que su modo de
explotación era distinto del de la burguesía, olvidan una cosa, y es que
ellos explotaban en condiciones y circunstancias por completo
diferentes y hoy anticuadas. Cuando advierten que bajo su dominación
no existía el proletariado moderno, olvidan que la burguesía moderna es
precisamente un retoño necesario del régimen social suyo.
Disfrazan tan poco, por otra parte, el carácter reaccionario de su crítica,
que la principal acusación que presentan contra la burguesía es
precisamente haber creado bajo su régimen una clase que hará saltar
por los aires todo el antiguo orden social.
Lo que imputan a la burguesía no es tanto el haber hecho surgir un
proletariado en general, sino el haber hecho surgir un proletariado
revolucionario.
Por eso, en la práctica política, toman parte en todas las medidas de
represión contra la clase obrera. Y en la vida diaria, a pesar de su
fraseología ampulosa, se las ingenian para recoger los frutos de oro y
trocar el honor, el amor y la fidelidad por el comercio en lanas,
remolacha azucarera y aguardiente.
Del mismo modo que el cura y el señor feudal han marchado siempre de
la mano, el socialismo clerical marcha unido con el socialismo feudal.
Nada más fácil que recubrir con un barniz socialista el ascetismo
cristiano. ¿Acaso el cristianismo no se levantó también contra la
propiedad privada, el matrimonio y el Estado? ¿No predicó en su lugar
la caridad y la pobreza, el celibato y la mortificación de la carne, la vida
monástica y la Iglesia? El socialismo cristiano no es más que el agua
bendita con que el clérigo consagra el despecho de la aristocracia.
b) El socialismo pequeño-burgués.
La aristocracia feudal no es la única clase hundida por la burguesía y no
es la única clase cuyas condiciones de existencia empeoran y van
extinguiéndose en la sociedad burguesa moderna. Los habitantes de las
ciudades medievales y el estamento de los pequeños agricultores de la
Edad Media fueron los precursores de la burguesía moderna. En los
países de una industria y un comercio menos desarrollado, esta clase
continúa vegetando al lado de la burguesía en auge.
En los países donde se ha desarrollado la civilización moderna, se ha
formado —y, como parte complementaria de la sociedad burguesa,
sigue formándose sin cesar— una nueva clase de pequeños burgueses
que oscila entre el proletariado y la burguesía. Pero los individuos que la
componen se ven continuamente precipitados a las filas del proletariado
a causa de la competencia y, con el desarrollo de la gran industria, ven
aproximarse el momento en que desaparecerán por completo como
fracción independiente de la sociedad moderna y en que serán
reemplazados en el comercio, en la manufactura y en la agricultura por
capataces y empleados.
En países como Francia, donde los campesinos constituyen bastante
más de la mitad de la población, era natural que los escritores que
defienden la causa del proletariado contra la burguesía, aplicasen a su
crítica del régimen burgués el rasero del pequeño burgués y del pequeño
campesino, y defendiesen la causa obrera desde el punto de vista de la
pequeña burguesía. Así se formó el socialismo pequeñoburgués.
Sismondi es el más alto exponente de esa literatura, no sólo en Francia,
sino también en Inglaterra.
Este socialismo analizó con mucha sagacidad las contradicciones
inherentes a las modernas relaciones de producción. Puso al desnudo
las hipócritas apologías de los economistas. Demostró de una manera
irrefutable los efectos destructores de la maquinaria y de la división del
trabajo, la concentración de los capitales y de la propiedad del suelo, la
superproducción, la crisis, la inevitable ruina de los pequeños burgueses
y de los campesinos, la miseria del proletariado, la anarquía en la
producción, la escandalosa desigualdad en la distribución de las
riquezas, la exterminadora guerra industrial de las naciones entre sí, la
disolución de las viejas costumbres, de las antiguas relaciones familiares,
de las viejas nacionalidades.
Sin embargo, el contenido positivo de ese socialismo consiste, bien en
su anhelo de restablecer los antiguos medios de producción y de
cambio, y con ellos las antiguas relaciones de propiedad y toda la
sociedad antigua, bien en querer encajar por la fuerza los medios
modernos de producción y de cambio en el marco de las antiguas
relaciones de propiedad, que ya fueron rotas, que fatalmente debían ser
rotas por ellos. En uno y otro caso, este socialismo es a la vez
reaccionario y utópico.
Para la manufactura, el sistema gremial; para la agricultura, el régimen
patriarcal; he aquí su última palabra.
En su ulterior desarrollo esta tendencia ha caído en un marasmo
cobarde.
c) El socialismo alemán o socialismo «verdadero».
La literatura socialista y comunista de Francia, que nació bajo el yugo
de una burguesía dominante, como expresión literaria de una lucha
contra dicha dominación, fue introducida en Alemania en el momento en
que la burguesía acababa de comenzar su lucha contra el absolutismo
feudal.
Filósofos, semifilósofos e ingenios de salón alemanes se lanzaron
ávidamente sobre esta literatura; pero olvidaron que con la importación
de la literatura francesa no habían sido importadas a Alemania, al mismo
tiempo, las condiciones sociales de Francia. En las condiciones
alemanas, la literatura francesa perdió toda significación práctica
inmediata y tomó un carácter puramente literario. Debía parecer más
bien una especulación ociosa sobre la realización de la esencia humana.
De este modo, para los filósofos alemanes del siglo XVIII, las
reivindicaciones de la primera revolución francesa no eran más que
reivindicaciones de la «razón práctica» en general, y las manifestaciones
de la voluntad de la burguesía revolucionaria de Francia no expresaban
a sus ojos más que las leyes de la voluntad pura, de la voluntad tal
como debía ser, de la voluntad verdaderamente humana. Toda la labor
de los literatos alemanes se redujo exclusivamente a poner de acuerdo
las nuevas ideas francesas con su vieja conciencia filosófica, o, más
exactamente, a asimilarse las ideas francesas partiendo de sus propias
opiniones filosóficas.
Y se asimilaron como se asimila en general una lengua extranjera: por la
traducción.
Se sabe cómo los frailes superpusieron sobre los manuscritos de las
obras clásicas del antiguo paganismo las absurdas descripciones de la
vida de los santos católicos. Los literatos alemanes procedieron
inversamente con respecto a la literatura profana francesa. Deslizaron
sus absurdos filosóficos bajo el original francés. Por ejemplo: bajo la
crítica francesa de las funciones del dinero, escribían: «enajenación de la
esencia humana»; bajo la crítica francesa del Estado burgués, decían:
«eliminación del poder de lo universal abstracto», y así sucesivamente.
A esta interpolación de su fraseología filosófica en la crítica francesa le
dieron el nombre de «filosofía de la acción», «socialismo verdadero»,
«ciencia alemana del socialismo», «fundamentación filosófica del
socialismo», etc.
De esta manera fue completamente castrada la literatura socialistacomunista
francesa. Y como en manos de los alemanes dejó de ser la
expresión de la lucha de una clase contra otra, los alemanes se
imaginaron estar muy por encima de la «estrechez francesa» y haber
defendido, en lugar de las verdaderas necesidades, la necesidad de la
verdad, en lugar de los intereses del proletariado, los intereses de la
esencia humana, del hombre en general, del hombre que no pertenece a
ninguna clase ni a ninguna realidad y que no existe más que en el cielo
brumoso de la fantasía filosófica.
Este socialismo alemán, que tomaba tan solemnemente en serio sus
torpes ejercicios de escolar y que con tanto estrépito charlatanesco los
lanzaba a los cuatro vientos, fue perdiendo poco a poco su inocencia
pedantesca.
La lucha de la burguesía alemana, y principalmente de la burguesía
prusiana, contra los feudales y la monarquía absoluta, en una palabra, el
movimiento liberal, adquiría un carácter más serio.
De esta suerte, ofreciósele al «verdadero» socialismo la ocasión tan
deseada de contraponer al movimiento político las reivindicaciones
socialistas, de fulminar los anatemas tradicionales contra el liberalismo,
contra el Estado representativo, contra la concurrencia burguesa, contra
la libertad burguesa de prensa, contra el derecho burgués, contra la
libertad y la igualdad burguesas y de predicar a las masas populares que
ellas no tenían nada que ganar, y que más bien perderían todo en este
movimiento burgués. El socialismo alemán olvidó muy a propósito que
la crítica francesa, de la cual era un simple eco insípido, presuponía la
sociedad burguesa moderna, con las correspondientes condiciones
materiales de vida y una constitución política adecuada, es decir,
precisamente las premisas que todavía se trataba de conquistar en
Alemania.
Para los gobiernos absolutos de Alemania, con su séquito de clérigos,
de mentores, de hidalgos rústicos y de burócratas, este socialismo se
convirtió en un espantajo propicio contra la burguesía que se levantaba
amenazadora.
Formó el complemento dulzarrón de los amargos latigazos y tiros con
que esos mismos gobiernos respondían a los alzamientos de los obreros
alemanes.
Si el socialismo «verdadero» se hizo así un arma en manos de los
gobiernos contra la burguesía alemana, representaba además,
directamente, un interés reaccionario, el interés del pequeño burgués
alemán. La pequeña burguesía, legada por el siglo XVI, y desde
entonces renacida sin cesar bajo diversas formas, constituye para
Alemania la verdadera base social del orden establecido.
Mantenerla es conservar en Alemania el orden establecido. La
supremacía industrial y política de la burguesía la amenaza con una
muerte cierta: de una parte, por la concentración de los capitales, y de
otra, por el desarrollo de un proletariado revolucionario. A la pequeña
burguesía le pareció que el «verdadero» socialismo podía matar los dos
pájaros de un tiro. Y éste se propagó como una epidemia.
Tejido con los hilos de araña de la especulación, bordado de flores
retóricas y bañado por un rocío sentimental, ese ropaje fantástico en
que los socialistas alemanes envolvieron sus tres o cuatro descarnadas
«verdades eternas», no hizo sino aumentar la demanda de su mercancía
entre semejante público.
Por su parte, el socialismo alemán comprendió cada vez mejor que
estaba llamado a ser el representante pomposo de esta pequeña
burguesía.
Proclamó que la nación alemana era la nación modelo y el mesócrata
alemán el hombre modelo. A todas las infamias de este hombre modelo
les dio un sentido oculto, un sentido superior y socialista, contrario a la
realidad. Fue consecuente hasta el fin, manifestándose de un modo
abierto contra la tendencia «brutalmente destructiva» del comunismo y
declarando su imparcial elevación por encima de todas las luchas de
clases. Salvo muy raras excepciones, todas las obras llamadas
socialistas que circulan en Alemania pertenecen a esta inmunda y
enervante literatura.

2. EL SOCIALISMO CONSERVADOR O BURGUÉS.
Una parte de la burguesía desea remediar los males sociales con el fin
de consolidar la sociedad burguesa.
A esta categoría pertenecen los economistas, los filántropos, los
humanitarios, los que pretenden mejorar la suerte de las clases
trabajadoras, los organizadores de la beneficencia, los protectores de
animales, los fundadores de las sociedades de templanza, los
reformadores domésticos de toda laya. Y hasta se ha llegado a elaborar
este socialismo burgués en sistemas completos.
Citemos como ejemplo la Filosofía de la Miseria, de Proudhon.
Los burgueses socialistas quieren perpetuar las condiciones de vida de
la sociedad moderna sin las luchas y los peligros que surgen fatalmente
de ellas. Quieren la sociedad actual sin los elementos que la
revolucionan y descomponen. Quieren la burguesía sin el proletariado.
La burguesía, como es natural, se representa el mundo en que ella
domina como el mejor de los mundos. El socialismo burgués hace de
esta representación consoladora un sistema más o menos completo.
Cuando invita al proletariado a llevar a la práctica su sistema y a entrar
en la nueva Jerusalén, no hace otra cosa, en el fondo, que inducirlo a
continuar en la sociedad actual, pero despojándose de la concepción
odiosa que se ha formado de ella.
Otra forma de este socialismo, menos sistemática, pero más práctica,
intenta apartar a los obreros de todo movimiento revolucionario,
demostrándoles que no es tal o cual cambio político el que podrá
bonificarlos, sino solamente una transformación de las condiciones
materiales de vida, de las relaciones económicas. Pero, por
transformación de las condiciones materiales de vida, este socialismo no
entiende, en modo alguno, la abolición de las relaciones de producción
burguesas —lo cual no es posible más que por vía revolucionaria—,
sino únicamente reformas administrativas realizadas sobre la base de las
mismas relaciones de producción burguesas, y que, por tanto, no
afectan a las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, sirviendo
únicamente, en el mejor de los casos, para reducirle a la burguesía los
gastos que requiere su dominio y para simplificarle la administración de
su Estado.
El socialismo burgués no alcanza su expresión adecuada sino cuando se
convierte en simple figura retórica.
¡Libre cambio, en interés de la clase obrera! ¡Aranceles protectores, en
interés de la clase obrera! ¡Prisiones celulares, en interés de la clase
obrera! He aquí la última palabra del socialismo burgués, la única que ha
dicho seriamente.
El socialismo burgués se resume precisamente en esta afirmación: los
burgueses son burgueses en interés de la clase obrera.

3. EL SOCIALISMO Y EL COMUNISMO CRÍTICO-UTÓPICOS.
No se trata aquí de la literatura que en todas las grandes revoluciones
modernas ha formulado las reivindicaciones del proletariado (los
escritos de Babeuf, etc).
Tanto por el débil desarrollo del mismo proletariado como por la
ausencia de las condiciones materiales de su emancipación —
condiciones que surgen sólo como producto de la época burguesa—
fracasaron necesariamente las primeras tentativas directas del
proletariado para hacer prevalecer sus propios intereses de clase,
realizadas en tiempos de efervescencia general, en el período del
derrumbamiento de la sociedad feudal. La literatura revolucionaria que
acompaña a estos primeros movimientos del proletariado, es
forzosamente, por su contenido, reaccionaria. Preconiza un ascetismo
general y burdo igualitarismo.
Los sistemas socialistas y comunistas propiamente dichos, los sistemas
de Saint-Simon, de Fourier, de Owen, etc, hacen su aparición en el
período inicial y rudimentario de la lucha entre el proletariado y la
burguesía, período descrito anteriormente. (Véase «Burgueses y
proletarios».)
Los inventores de estos sistemas, por cierto, se dan cuenta del
antagonismo de las clases, así como de la acción de los elementos
destructores dentro de la misma sociedad dominante. Pero no advierten
del lado del proletariado ninguna iniciativa histórica, ningún movimiento
político propio.
Como el desarrollo del antagonismo de clases corre parejo con el
desarrollo de la industria, ellos tampoco pueden encontrar las
condiciones materiales de la emancipación del proletariado, y se lanzan
en busca de una ciencia social, de unas leyes sociales que permitan
crear esas condiciones.
En lugar de la acción social tienen que poner la acción de su propio
ingenio; en lugar de las condiciones históricas de la emancipación,
condiciones fantásticas; en lugar de la organización gradual del
proletariado en clase, una organización de la sociedad inventada por
ellos. La futura historia del mundo se reduce para ellos a la propaganda
y ejecución práctica de sus planes sociales.
En la confección de sus planes tienen conciencia, por cierto, de
defender ante todo los intereses de la clase obrera, por ser la clase que
más sufre. El proletariado no existe para ellos sino bajo el aspecto de la
clase que más padece.
Pero la forma rudimentaria de la lucha de clases, así como su propia
posición social, los lleva a considerarse muy por encima de todo
antagonismo de clase. Desean mejorar las condiciones de vida de todos
los miembros de la sociedad, incluso de los más privilegiados. Por eso,
no cesan de apelar a toda la sociedad sin distinción, e incluso se dirigen
con preferencia a la clase dominante. Porque basta con comprender su
sistema, para reconocer que es el mejor de todos los planes posibles de
la mejor de todas las sociedades posibles.
Repudian, por eso, toda acción política, y en particular, toda acción
revolucionaria; propónense alcanzar su objetivo por medios pacíficos,
intentando abrir camino al nuevo evangelio social valiéndose de la fuerza
del ejemplo, por medio de pequeños experimentos, que, naturalmente,
fracasan siempre.
Estas fantásticas descripciones de la sociedad futura, que surgen en una
época en que el proletariado, todavía muy poco desarrollado, considera
aún su propia situación de una manera también fantástica, provienen de
las primeras aspiraciones de los obreros, llenas de profundo
presentimiento, hacia una completa transformación de la sociedad.
Mas estas obras socialistas y comunistas encierran también elementos
críticos. Atacan todas las bases de la sociedad existente. Y de este
modo han proporcionado materiales de un gran valor para instruir a los
obreros. Sus tesis positivas referentes a la sociedad futura, tales como la
supresión del contraste entre la ciudad y el campo, la abolición de la
familia, de la ganancia privada y del trabajo asalariado, la proclamación
de la armonía social y la transformación del Estado en una simple
administración de la producción; todas estas tesis no hacen sino
enunciar la eliminación del antagonismo de las clases, antagonismo que
comienza solamente a perfilarse y del que los inventores de sistemas no
conocen sino las primeras formas indistintas y confusas. Así estas tesis
tampoco tienen más que un sentido puramente utópico.
La importancia del socialismo y del comunismo crítico-utópicos está en
razón inversa al desarrollo histórico. A medida que la lucha de clases se
acentúa y toma formas más definidas, el fantástico afán de ponerse por
encima de ella, esa fantástica oposición que se le hace, pierde todo
valor práctico, toda justificación teórica. He ahí por qué, si en muchos
aspectos los autores de esos sistemas eran revolucionarios, las sectas
formadas por sus discípulos son siempre reaccionarias, pues se aferran
a las viejas concepciones de sus maestros, a pesar del ulterior
desarrollo histórico del proletariado. Buscan, pues —y en eso son
consecuentes— embotar la lucha de clases y conciliar los antagonismos.
Continúan soñando con la experimentación de sus utopías sociales; con
establecer falansterios aislados, crear colonias interiores en sus países o
fundar una pequeña Icaria, edición en dozavo de la nueva Jerusalén. Y
para la construcción de todos esos castillos en el aire se ven forzados a
apelar a la filantropía de los corazones y de los bolsillos burgueses.
Poco a poco van cayendo en la categoría de los socialistas
reaccionarios o conservadores descritos más arriba y sólo se distinguen
de ellos por una pedantería más sistemática y una fe supersticiosa y
fanática en la eficacia milagrosa de su ciencia social.
Por eso se oponen con encarnizamiento a todo movimiento político de
la clase obrera, pues no ven en él sino el resultado de una ciega falta de
fe en el nuevo evangelio.
Los owenistas, en Inglaterra, reaccionan contra los cartistas, y los
fourieristas, en Francia, contra los reformistas.
Capítulo 4º.— Actitud de los comunistas respecto a los diferentes
partidos de oposición
Después de lo dicho en el capítulo 2º, la actitud de los comunistas
respecto de los partidos obreros ya constituidos se explica por sí
misma, y por tanto su actitud respecto de los cartistas de Inglaterra y los
partidarios de la reforma agraria en América del Norte.
Los comunistas luchan por alcanzar los objetivos e intereses inmediatos
de la clase obrera; pero, al mismo tiempo, defienden también, dentro
del movimiento actual, el porvenir de ese movimiento. En Francia, los
comunistas se suman al Partido Socialista Democrático contra la
burguesía conservadora y radical, sin renunciar, sin embargo, al derecho
de criticar las ilusiones y los tópicos legados por la tradición
revolucionaria.
En Suiza apoyan a los radicales, sin desconocer que este partido se
compone de elementos contradictorios, en parte de socialistas
democráticos, al estilo francés, y en parte de burgueses radicales.
Entre los polacos, los comunistas apoyan al partido que ve en una
revolución agraria la condición de la liberación nacional; es decir, al
partido que provocó en 1846 la insurrección de Cracovia.
En Alemania, el Partido Comunista lucha al lado de la burguesía, en
tanto que ésta actúa revolucionariamente contra la monarquía absoluta,
los terratenientes feudales y la pequeña burguesía reaccionaria.
Pero jamás, en ningún momento, se olvida este partido de inculcar a los
obreros la más clara conciencia del antagonismo hostil que existe entre
la burguesía y el proletariado, a fin de que los obreros alemanes sepan
convertir de inmediato las condiciones sociales y políticas que
forzosamente ha de traer consigo la dominación burguesa en otras
tantas armas contra la burguesía, a fin de que, tan pronto sean
derrocadas las clases reaccionarias en Alemania, comience
inmediatamente la lucha contra la misma burguesía.
Los comunistas fijan su principal atención en Alemania, porque
Alemania se halla en vísperas de una revolución burguesa y porque
llevará a cabo esta revolución bajo condiciones más progresivas de la
civilización europea en general, y con un proletariado mucho más
desarrollado que el de Inglaterra en el siglo XVII y el de Francia en el
siglo XVIII, y, por lo tanto, la revolución burguesa alemana no podrá
ser sino el preludio inmediato de una revolución proletaria.
En resumen, los comunistas apoyan por doquier todo movimiento
revolucionario contra el régimen social y político existente.
En todos estos movimientos ponen en primer término, como cuestión
fundamental del movimiento, la cuestión de la propiedad, cualquiera que
sea la forma más o menos desarrollada que ésta revista.
En fin, los comunistas trabajan en todas partes por la unión y el acuerdo
entre los partidos democráticos de todos los países.
Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos.
Proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados
derrocando por la violencia todo el orden social existente. Las clases
dominantes pueden temblar ante una Revolución Comunista. Los
proletarios no tienen con ella nada que perder más que sus cadenas.
Tienen, en cambio, un mundo que ganar.
¡PROLETARIOS DE TODOS LOS PAÍSES, UNÍOS!

FIN