FENOMENOLOGÍA DEL
ESPÍRITU
PRÓLOGO
[I. LAS TAREAS
CIENTÍFICAS DEL PRESENTE]
[1. La verdad como
sistema científico]
PARECE
que, en una obra filosófica, no sólo resulta superfluo, sino que es, incluso,
en razón a la naturaleza misma de la cosa, inadecuado y contraproducente el
anteponer, a manera de prólogo y siguiendo la costumbre establecida una
explicación acerca de la finalidad que el autor se propone en ella y
acerca de
sus motivos y de las relaciones que entiende que su estudio guarda con otros
anteriores o coetáneos en torno al mismo tema. En efecto, lo que sería oportuno
decir en un prólogo acerca de la filosofía -algo así como una indicación
histórica con respecto a la tendencia y al punto de vista, al contenido general
y a los resultados, un conjunto de afirmaciones y aseveraciones sueltas y
dispersas acerca de la verdad- no puede ser valedero en cuanto al modo y la
manera en que la verdad filosófica debe exponerse.
Además,
por existir la filosofía, esencialmente, en el elemento de lo universal, que
lleva dentro de sí lo particular, suscita más que otra ciencia cualquiera la
apariencia de que en el fin o en los resultados últimos se expresa la cosa
misma, e incluso se expresa en su esencia perfecta, frente a lo cual el
desarrollo parece
representar,
propiamente, lo no esencial. Por el contrario, en la noción general de la
anatomía, por ejemplo, considerada algo así como el conocimiento de las partes
del cuerpo en su existencia inerte, se tiene el convencimiento de no hallarse
aun en posesión de la cosa misma, del contenido de esta ciencia, y de que es
necesario esforzarse todavía por llegar a lo particular. Tratándose, además, de
uno de esos conglomerados de conocimientos que no tienen derecho a ostentar el
nombre de ciencia, vemos que una plática acerca del fin perseguido y de otras
generalidades por el estilo no suele diferenciarse de la manera histórica y
conceptual en que se habla también del contenido mismo, de los nervios, los
músculos, etc. La filosofía, por el contrario, se encontraría en situación
desigual sí empleara este modo de proceder, que ella misma muestra que no sirve
para captar la verdad. Del mismo modo, la determinación de las relaciones que
una obra filosófica cree guardar con otros intentos en torno al mismo tema
suscita un interés extraño y oscurece aquello que importa en el conocimiento de
la
verdad.
Cuando arraiga la opinión del antagonismo
entre lo verdadero y lo falso, dicha opinión suele esperar también, ante un
sistema filosófico dado, o el asentimiento o la contradicción, viendo en
cualquier declaración ante dicho sistema solamente lo uno o lo otro. No concibe
la diversidad de los sistemas filosóficos como el desarrollo progresivo de la
verdad, sino que sólo ve en la diversidad la contradicción. El capullo desaparece
al abrirse la flor, y podría decirse que aquél es refutado por ésta; del mismo
modo que el fruto hace aparecer la flor como un falso ser allí de la planta,
mostrándose como la verdad de ésta en vez de aquélla. Estas formas no sólo se
distinguen entre sí, sino que se eliminan las unas a las otras como
incompatibles. Pero, en su fluir, constituyen al mismo tiempo
otros
tantos momentos de una unidad orgánica, en la que, lejos de contradecirse, son
todos igualmente necesarios, y esta igual necesidad es cabalmente la que
constituye la vida del todo. Pero la contradicción ante un sistema filosófico o
bien, en parte, no suele concebirse a sí misma de este modo, o bien, en parte,
la conciencia del que la aprehende no sabe, generalmente, liberarla o
mantenerla libre de su unilateralidad, para ver bajo la figura de lo polémico y
de lo aparentemente contradictorio momentos mutuamente necesarios.
La
exigencia de tales explicaciones y su satisfacción pasan fácilmente por ser
algo que versa sobre lo esencial. Acaso puede el sentido interno de una obra
filosófica manifestarse de algún modo mejor que en sus fines y resultados, y
cómo podrían éstos conocerse de un modo más preciso que en aquello que los
diferencia de lo que una época produce en esa misma esfera? Ahora bien, cuando
semejante modo de proceder pretende ser algo más que el inicio del
conocimiento, cuando trata de hacerse valer como el conocimiento real, se le
debe incluir, de hecho, entre las invenciones a que se recurre para eludir la
cosa misma y para combinar la apariencia de la seriedad y del esfuerzo con la
renuncia efectiva a ellos. En efecto, la cosa no se reduce a su fin, sino que
se halla en su desarrollo, ni el resultado es el todo real, sino que lo es en
unión con su devenir; el fin para sí es lo universal carente de vida, del mismo
modo que la tendencia es el simple impulso privado todavía de su realidad, y el
resultado escueto simplemente el cadáver que la tendencia deja tras sí.
Asimismo, la diversidad es más bien el límite de la cosa; aparece allí donde la
cosa termina o es lo que ésta no es. Esos esfuerzos en torno al fin o a los
resultados o acerca de la diversidad y los modos de enjuiciar lo uno y lo otro
representan, por tanto, una tarea más fácil de lo que podía tal vez parecer. En
vez de ocuparse de la cosa misma, estas operaciones van siempre más allá; en
vez de permanecer en ella
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CIENTIFICAS DEL PRESENTE 9
y de
olvidarse en ella, este tipo de saber pasa siempre a otra cosa y permanece en
sí mismo, en lugar de permanecer en la cosa y entregarse a ella. Lo más fácil
es enjuiciar lo que tiene contenido y consistencia; es más difícil captarlo, y
lo más difícil de todo la combinación de lo uno y lo otro: el lograr su
exposición.
El
comienzo de la formación y del remontarse desde la inmediatez de la vida
sustancial tiene que proceder siempre mediante la adquisición de conocimientos
de principios y puntos de vista universales, en elevarse trabajosamente hasta
el pensamiento de la cosa en general, apoyándola o refutándola por medio de fundamentos,
aprehendiendo la rica y concreta plenitud con arreglo a sus determinabilidades,
sabiendo bien a qué atenerse y formándose un juicio serio acerca de ella. Pero
este inicio de la formación tendrá que dejar paso, en seguida, a la seriedad de
la vida pletórica, la cual se adentra en la experiencia de la cosa
misma; y cuando a lo
anterior se añada el hecho de que la seriedad del concepto penetre en la
profundidad de la cosa, tendremos que ese tipo de conocimiento y de juicio
ocupará en la conversación el lugar que le corresponde.
La
verdadera figura en que existe la verdad no puede ser sino el sistema
científico de ella. Contribuir a que la filosofía se aproxime a la forma de la
ciencia -a la meta en que pueda dejar de llamarse amor por el saber
para llegar
a ser saber real: he ahí lo que yo me propongo. La necesidad interna de que el
saber sea ciencia radica en su naturaleza, y la explicación satisfactoria
acerca de esto sólo puede ser la exposición de la filosofía misma. En cuanto a
la necesidad externa, concebida de un modo universal, prescindiendo de lo que
haya de contingente en la persona y en las motivaciones individuales, es lo
mismo que la necesidad interna, pero bajo la figura en que el tiempo presenta
el ser allí de sus momentos. El demostrar que ha llegado la hora de que la
filosofía se eleve al plano de la ciencia constituiría, por tanto, la única
verdadera justificación de los intentos encaminados a este fin, ya que,
poniendo de manifiesto su necesidad, al mismo tiempo la desarrollarían.
[2. La formación del
presente]
Se que el
poner la verdadera figura de la verdad en esta cientificidad -lo que vale tanto
como afirmar que laverdad sólo tiene en el concepto el elemento de su existencia-,
parece hallarse en contradicción con un cierto modo de representarse la cosa y
sus consecuencias, representación tan pretenciosa como difundida
en la
convicción de nuestro tiempo. No creemos que resulte ocioso detenerse a
explicar esta contradicción, aunque la explicación no pueda ser, aquí, otra
cosa que una aseveración, ni más ni menos que aquella contra la que va
dirigida. En efecto, sí lo verdadero sólo existe en aquello o, mejor dicho,
como aquello que se llama unas veces intuición y otras veces saber inmediato de
la absoluto, religión, el ser -no en el centro del amor divino, sino el ser
mismo de él-, ello equivale a exigir para la exposición de la filosofía más
bien lo contrario a la forma del concepto. Se pretende que lo absoluto sea, no concebido,
sino sentido e intuido, que lleven la voz cantante y sean expresados, no su
concepto, sino su sentimiento y su intuición.
Si se toma
la manifestación de una exigencia así en su contexto más general y se la
considera en el nivel en que se halla presente el espíritu autoconsciente,
vemos que éste va más allá de la vida sustancial que llevaba en el elemento del
pensamiento, más allá de esta inmediatez de su fe, de la satisfacción y la seguridad
de la certeza que la conciencia abrigaba acerca de su reconciliación con la
esencia y con la presencia universal de ésta, tanto la interna como la externa.
Y no sólo va más allá, pasando al otro extremo de la reflexión carente de
sustancia sobre sí mismo, sino que se remonta, además, por encima de esto. No
sólo se pierde para él su vida esencial; además, el espíritu es consciente de
esta pérdida y de la finitud que es su contenido. El espíritu, volviéndose
contra quienes lo degradan y prorrumpiendo en De nuestros contra su
rebajamiento, no reclama de la filosofía tanto el saber lo que él es como el
recobrar por medio de ella aquella sustancialidad y aquella consistencia del
ser. Por tanto, para hacer frente a esta
necesidad,
la filosofía no debe proponerse tanto el poner al descubierto la sustancia
encerrada y elevarla a la conciencia de sí misma, no tanto el retrotraer la conciencia
caótica a la ordenación pensada y a la sencillez del concepto, como el
ensamblar las diferenciaciones del pensamiento, reprimir el concepto que diferencia
e implantar el sentimiento de la esencia, buscando más bien un fin edificante
que un fin intelectivo. Lo bello, lo sagrado, lo eterno, la religión y el amor
son el cebo que se ofrece para morder en el anzuelo; la actitud y el progresivo
despliegue de la riqueza de la sustancia no deben buscarse en el concepto, sino
en el éxtasis, no en la fría necesidad progresiva de la cosa, sino en la llama
del entusiasmo.
A esta
exigencia responde el esfuerzo acucioso y casi ardoroso y fanático por arrancar
al hombre de su hundimiento en lo sensible, en lo vulgar y lo singular, para
hacer que su mirada se eleve hacía las estrellas, como sí el hombre,
olvidándose totalmente de lo divino, se dispusiera a alimentarse solamente de
cieno y
agua, como el gusano. Hubo un tiempo en que el hombre tenía un cielo dotado de
una riqueza pletórica de pensamientos y de imágenes. El sentido de cuanto es
radicaba en el hilo de luz que lo unía al cielo; entonces, en vez de
permanecer en este
presente, la mirada se deslizaba hacía un más allá, hacía la esencia divina,
hacía una presencia situada en lo ultraterrenal, sí así vale decirlo. Para
dirigirse sobre lo terrenal y mantenerse en ello, el ojo del espíritu tenía que
ser coaccionado; y hubo de pasar mucho tiempo para que aquella claridad que
sólo
poseía lo supraterrenal acabara por penetrar en la oscuridad y el extravío en
que se escondía el sentido del más acá, tornando interesante y valiosa la
atención al presente como tal, a la que se daba el nombre de experiencia.
Actualmente, parece que hace falta lo contrario; que el sentido se halla tan
fuertemente enraizado en lo terrenal, que se necesita la misma violencia para
elevarlo de nuevo. El espíritu se revela tan pobre, que, como el peregrino en
el desierto, parece suspirar tan sólo por una gota de agua, por el tenue
sentimiento de lo divino en general, que necesita para confortarse. Por esto,
por lo poco que el
espíritu
necesita para contentarse, puede medirse la extensión de lo que ha perdido.
Pero a la
ciencia no le cuadra esta sobriedad del recibir o esta parquedad en el dar.
Quien busque solamente edificación, quien
quiera ver envuelto en lo nebuloso la terrenal diversidad de su ser allí y del pensamiento
y anhele el indeterminado goce de esta determinada divinidad, que vea dónde
encuentra eso;
no le será
difícil descubrir los medios para exaltarse y gloriarse de ello. Pero la filosofía
debe guardarse de pretender ser edificante
Y esta
sobriedad que renuncia a la ciencia menos aun puede tener la pretensión de que
semejante entusiasta nebulosidad se halle por encima de la ciencia. Estas
profecías creen permanecer en el centro mismo y en lo más profundo, miran con
desprecio a la determinabilidad (el horos) y se mantienen deliberadamente
alejadas del concepto y de la necesidad así como de la reflexión, que sólo mora
en la finitud. Pero, así como hay una anchura vacía, hay también una profundidad
vacía; hay como una extensión de la sustancia que se derrama en una variedad
finita, sin fuerza para mantenerla en cohesión, y hay también una intensidad
carente de contenido que, como mera fuerza sin extensión, es lo mismo que la
superficialidad. La
fuerza del espíritu es siempre tan grande como su exteriorización, su
profundidad solamente tan profunda como la medida en que el espíritu, en su
interpretación, se atreve a desplegarse y a perderse. Al mismo tiempo, cuando
este saber sustancial carente de concepto pretexta haber sumergido lo peculiar
de sí en la esencia y entregarse a una filosofía verdadera y santa, no ve que,
en vez de consagrarse a Dios, con su desprecio de la medida
y la
determinación, lo que hace es dejar, unas veces, que campe por sus respetos en
sí mismo el carácter fortuito del contenido y, otras veces, que se imponga la
propia arbitrariedad. Al confiarse a las emanaciones desenfrenadas de la sustancia,
creen que, ahogando la conciencia de sí y renunciando al entendimiento, son los
elegidos, a quienes Dios infunde en sueños la sabiduría; pero lo que en
realidad reciben y dan a luz en su sueño no son, por tanto, más que sueños.
[3. Lo verdadero como
principio, y su despliegue]
No es
difícil darse cuenta, por lo demás, de que vivimos en tiempos de gestación y de
transición hacía una nueva época. El espíritu ha roto con el mundo anterior de
su ser allí y de su representación y se dispone a hundir eso en el pasado, entregándose
a la tarea de su propia transformación. El espíritu, ciertamente, no
permanece
nunca quieto, sino que se halla siempre en movimiento incesantemente
progresivo. Pero, así como en el niño, tras un largo periodo de silenciosa
nutrición, el primer aliento rompe bruscamente la gradualidad del proceso
puramente acumulativo en un salto cualitativo, y el niño nace, así también el espíritu
que se forma va madurando lenta y silenciosamente hacía la nueva figura, va
desprendiéndose de una partícula tras otra de la estructura de su mundo
anterior y los estremecimientos de este mundo se anuncian solamente por medio
de síntomas aislados; la frivolidad y el tedio que se apoderan de lo existente
y el vago
presentimiento de lo desconocido son los signos premonitorios de que algo otro
se avecina. Estos paulatinos desprendimientos, que no alteran la fisonomía del
todo, se ven bruscamente interrumpidos por la aurora que de pronto ilumina como
un rayo la imagen del mundo nuevo.
Sin
embargo, este mundo nuevo no presenta una realidad perfecta, como no la
presenta tampoco el niño recién nacido; y es esencialmente importante no perder
de vista esto. La primera aparición es tan sólo su inmediatez o su concepto.
Del mismo modo que no se construye un edificio cuando se ponen sus cimientos,
el concepto del todo a que se llega no es el todo mismo. No nos contentamos con
que se nos enseñe una bellota cuando lo que queremos ver ante nosotros es un
roble, con todo el vigor de su tronco, la expansión de sus ramas y la masa de
su follaje. Del mismo modo, la ciencia, coronación de un mundo del espíritu, no
encuentra su acabamiento en sus inicios. El comienzo del nuevo espíritu es el
producto de una larga transformación de múltiples y variadas formas de cultura,
la recompensa de un camino muy sinuoso y de esfuerzos y desvelos no menos
arduos y diversos. Es el todo que retorna a sí mismo saliendo de la sucesión y
de su extensión, convertido en el concepto simple de este todo. Pero la
realidad de este todo simple consiste en que aquellas configuraciones
convertidas en momentos vuelven a desarrollarse y se dan una nueva
configuración, pero ya en su nuevo elemento y con el sentido que de este modo
adquieren.
Mientras
que, de una parte, la primera manifestación del mundo nuevo no es más que el
todo velado en su simplicidad o su fundamento universal, tenemos que, por el
contrario, la conciencia conserva todavía en el recuerdo la riqueza de su
existencia anterior. La conciencia echa de menos en la nueva figura que se manifiesta
la expansión y la especificación del contenido; y aun echa más de menos el
desarrollo completo de la forma que permite determinar con seguridad las
diferencias y ordenarlas en sus relaciones fijas. Sin este desarrollo completo,
la ciencia carece de inteligibilidad universal y presenta la apariencia de ser
solamente
patrimonio esotérico de unos cuantos; patrimonio esotérico, porque por el
momento existe solamente en su concepto o en su interior; y de unos cuantos,
porque su manifestación no desplegada hace de su ser allí algo singular. Sólo
lo que se determina de un modo perfecto es a un tiempo exotérico, concebible y
susceptible de ser aprendido y de llegar a convertirse en patrimonio de todos.
La forma inteligible de la ciencia es el camino hacía ella asequible a todos e
igual para todos, y el llegar al saber racional a través del entendimiento es
la justa exigencia de la conciencia que accede a la ciencia, pues el entendimiento
es el pensamiento, el puro yo en general, y lo inteligible es lo ya conocido y
lo común a la ciencia y a la conciencia no científica, por medio de lo cual
puede ésta pasar de un modo inmediato a aquélla.
La ciencia
que, hallándose en sus comienzos, no ha llegado todavía a la plenitud del
detalle ni a la perfección de la forma, se expone a verse censurada por ello.
Pero sí esta censura tratara de afectar a su esencia sería tan injusta como
inadmisible sería el no querer reconocer la exigencia de aquel desarrollo completo.
Esta contraposición parece ser el nudo fundamental en que se afana actualmente
la formación científica, sin que hasta ahora exista la unidad de criterio
necesaria acerca de ello. Unos insisten en la riqueza del material y en la
inteligibilidad; otros desdeñan, por lo menos, esto y hacen hincapié en la inmediata
racionalidad y divinidad. Y sí aquéllos son reducidos al silencio, ya sea por
la sola fuerza de la verdad o también por la acometividad de los otros, y se
sienten vencidos en cuanto al fundamento de la cosa, ello no quiere decir que
se den por satisfechos en lo tocante a aquellas exigencias, que, siendo justas,
no han sido satisfechas. Su silencio sólo se debe por una parte a la victoria de
los otros, y por otra al hastío y a la indiferencia que suele traer consigo una
espera constantementeexcitada y no el cumplimiento de lo prometido.
En lo que
respecta al contenido, los otros recurren a veces a medios demasiado fáciles
para lograr una gran extensión. Despliegan en su terreno gran cantidad de
materiales, todo lo que ya se conoce y se ha ordenado y, al ocuparse preferentemente
de cosas extrañas y curiosas, aparentan tanto más poseer el resto, aquello que
ya domina el saber a su manera, y con ello lo que aun no se halla ordenado, y
someterlo así todo a la idea absoluta, que de este modo parece reconocerse en
todo y prosperar en forma de ciencia desplegada. Pero, sí nos paramos a examinar
de cerca este despliegue, se ve que no se produce por el
hecho de
que uno y lo mismo se configura por sí mismo de diferentes modos, sino que es
la informe repetición de lo uno y lo mismo, que no hace más que aplicarse
exteriormente a diferentes materiales, adquiriendo la tediosa apariencia de la
diversidad. Cuando el desarrollo consiste simplemente en esta repetición de la
misma formula, la idea de por sí indudablemente verdadera sigue manteniéndose
realmente en su comienzo. Si el sujeto del saber se limita a hacer que dé
vueltas en torno a lo dado una forma inmóvil, haciendo que el material se
sumerja desde fuera en este elemento quieto, esto, ni más ni menos que cualesquiera
ocurrencias arbitrarias en torno al contenido, no puede considerarse como el
cumplimiento de lo que se había exigido, a saber: la riqueza que brota de sí
misma y la diferencia de figuras que por sí misma se determina. Se trata más
bien de un monótono formalismo, que sí logra establecer diferencias en cuanto
al material es, sencillamente, porque éste estaba ya presto y era conocido.
Y trata de
hacer pasar esta monotonía y esta universalidad abstracta como lo absoluto;
asegura que quienes no se dan por satisfechos con ese modo de ver revelan con
ello su incapacidad para adueñarse del punto de vista de lo absoluto y
mantenerse firmemente en él. Así como, en otros casos, la vacua posibilidad de
representarse algo de otro modo bastaba para refutar una representación, y la
misma mera posibilidad, el pensamiento universal, encerraba todo el valor
positivo del conocimiento real, aquí vemos cómo se atribuye también todo valor
a la idea universal bajo esta forma de irrealidad y cómo se disuelve lo diferenciado
y lo determinado; o, mejor dicho, vemos hacerse valer como método especulativo
lo no
desarrollado
o el hecho, no justificado por sí mismo, de arrojarlo al abismo del vacío.
Considerar un ser allí cualquiera tal como es en lo absoluto, equivale a decir
que se habla de él como de un algo; pero que en lo absoluto, donde A = A, no se
dan, ciertamente, tales cosas, pues allí todo es uno. Contraponer este saber
uno de que en lo absoluto todo es igual al conocimiento, diferenciado y pleno o
que busca y exige plenitud, o hacer pasar su absoluto por la noche en la que,
como suele decirse, todos los gatos son pardos, es la ingenuidad del vacío en
el conocimiento. El formalismo que la filosofía de los tiempos modernos
denuncia y vitupera y que constantemente se engendra de nuevo en ella no
desaparecerá de la ciencia, aunque se lo conozca y se lo sienta como
insuficiente, hasta que el conocimiento de la realidad absoluta llegue a ser
totalmente claro en cuanto a su naturaleza. Ahora bien, teniendo en cuenta que
la representación universal anterior al intento de su desarrollo puede
facilitar la aprehensión de éste, será conveniente esbozar aquí
aproximativamente esa representación, con el propósito, al mismo tiempo, de
alejar con este motivo algunas formas cuyo
empleo usual es un
obstáculo para el conocimiento filosófico.
[II. EL DESARROLLO DE
LA CONCIENCIA HACIA LA CIENCIA]
[1. El concepto de lo
absoluto como el concepto del sujeto]
Según mi
modo de ver, que deberá justificarse solamente mediante la exposición del
sistema mismo, todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese
como sustancia, sino también y en la misma medida como sujeto. Hay que hacer
notar, al mismo tiempo, que la sustancialidad implica tanto lo universal
o la
inmediatez del saber mismo como aquello que es para el saber ser o inmediatez.
Si el concebir a Dios como la sustancia una indignó a la época en que esta
determinación fue expresada, la razón de ello estribaba, en parte, en el
instinto de que en dicha concepción la conciencia de sí desaparecía en vez de
mantenerse;
pero, de otra parte, lo contrario de esto, lo que mantiene al pensamiento como
pensamiento, la universalidad en cuanto tal, es la misma simplicidad o la
sustancialidad indistinta, inmóvil; y sí, en tercer lugar, el pensamiento
unifica el ser de la sustancia consigo mismo y capta la inmediatez o la intuición
como pensamiento, se trata de saber, además, sí esta intuición intelectual no recae
de nuevo en la simplicidad inerte y presenta la realidad misma de un modo
irreal.
La
sustancia viva es, además, el ser que es en verdad sujeto o, lo que tanto vale,
que es en verdad real,pero sólo en cuanto es el movimiento del ponerse a sí misma
o la mediación de su devenir otro consigo misma. Es, en cuanto sujeto, la
pura y
simple negatividad y es, cabalmente por ello, el desdoblamiento de lo simple o
la duplicación que contrapone, que es de nuevo la negación de esta indiferente
diversidad y de su contraposición: lo verdadero es solamente esta igualdad que
se restaura o la reflexión en el ser otro en sí mismo, y no una unidad
originaria en cuanto tal o una unidad inmediata en cuanto tal. Es el devenir de
sí mismo, el círculo que presupone y tiene por comienzo su término como su fin
y que sólo es real por medio de su desarrollo y de su fin.
La vida de Dios y el
conocimiento divino pueden, pues, expresarse tal vez como un juego del amor
consigo mismo; y esta idea desciende al plano de lo edificante e incluso de lo
insulso sí faltan en ella la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de
lo negativo. En sí aquella vida es, indudablemente, la igualdad no empañada y la
unidad consigo misma que no se ve seriamente impulsada hacía un ser otro y la
enajenación
ni tampoco hacía la superación de ésta. Pero este en sí es la universalidad
abstracta, en la que se prescinde de su naturaleza de ser para sí y, con ello,
del automovimiento de la forma en general. Precisamente por expresarse la forma
como igual a la esencia constituye una equivocación creer que el
conocimiento puede
contentarse con el en sí o la esencia y prescindir de la forma, que el
principio absoluto o la intuición absoluta hacen que resulten superfluos la
ejecución de aquél o el desarrollo de ésta. Cabalmente porque la forma es tan
esencial para la esencia como ésta lo es para sí misma, no se la puede concebir
y expresar simplemente como esencia, es decir, como sustancia inmediata o como
la pura autointuición de lo divino, sino también y en la misma medida en cuanto
forma y en toda la riqueza de la forma desarrollada; es así y solamente así
como se la concibe y expresa en cuanto algo real.
Lo
verdadero es el todo. Pero el todo es solamente la esencia que se completa
mediante su desarrollo. De lo absoluto hay que decir que es esencialmente resultado,
que sólo al final es lo que es en verdad, y en ello precisamente estriba su
naturaleza, que es la de ser real, sujeto o devenir de sí mismo. Aunque parezca
contradictorio
el afirmar que lo absoluto debe concebirse esencialmente como resultado, basta
pararse a reflexionar un poco para descartar esta apariencia de contradicción.
El comienzo, el principio o lo absoluto, tal como se lo enuncia primeramente y
de un modo inmediato, es solamente lo universal. Del mismo modo que cuando
digo: todos los animales, no puedo pretender que este enunciado sea la
zoología, resulta fácil comprender que los términos de lo divino, lo absoluto, lo
eterno, etc., no expresan lo que en ellos se contiene y que palabras como éstas
sólo expresan realmente la intuición, como lo inmediato. Lo que es algo más que
una palabra así y marca aunque sólo sea el tránsito hacía una proposición
contiene ya un devenir otro que necesita ser reabsorbido, es ya una mediación.
Pero es precisamente ésta la que inspira un santo horror, como sí se renunciara
al conocimiento absoluto por el hecho de ver en ella algo que no es absoluto ni
es en lo absoluto.
Ahora
bien, este santo horror nace, en realidad, del desconocimiento que se tiene de
la naturaleza de la mediación y del conocimiento absoluto mismo. En efecto, la
mediación no es sino la igualdad consigo misma en movimiento o la reflexión en
sí misma, el momento del yo que es para sí, la pura negatividad o, reducida a
su abstracción pura, el simple devenir. El yo o el devenir en general, este
mediar, es
cabalmente,
por su misma simplicidad, la inmediatez que deviene y lo inmediato mismo. Es,
por tanto, desconocer la razón el excluir la reflexión de lo verdadero, en vez
de concebirla como un momento positivo de lo absoluto. Es ella la que hace de
lo verdadero un resultado, a la vez que supera esta contraposición entre lo
verdadero y su devenir, pues este devenir es igualmente simple y, por tanto, no
se distingue de la forma de lo verdadero, consistente en mostrarse como simple
en el resultado; es, mejor dicho, cabalmente este haber retornado a la
simplicidad. Si es cierto que el embrión es en sí un ser humano, no lo es, sin embargo,
para sí; para sí el ser humano sólo lo es en cuanto razón cultivada que se ha
hecho a sí misma lo que es en sí. En esto y solamente en esto reside su
realidad. Pero este resultado es de por sí simple inmediatez, pues es la
libertad autoconsciente y basada en sí misma y que, en vez de dejar a un lado y
abandonar la contraposición, se ha reconciliado con ella.
Lo que se
ha dicho podría expresarse también diciendo que la razón es el obrar con
arreglo a un fin. La elevación de una supuesta naturaleza sobre el pensamiento
tergiversado y, ante todo, la prescripción de la finalidad externa han hecho
caer en el descrédito la forma del fin en general. Sin embargo, del modo como el
mismo Aristóteles determina la naturaleza como el obrar con arreglo a un fin,
el fin es lo inmediato, lo quieto, lo inmóvil que es por sí mismo motor y, por
tanto, sujeto. Su fuerza motriz, vista en abstracto, es el ser para sí o la
pura negatividad. El resultado es lo mismo que el comienzo simplemente porque
el
comienzo
es fin; o, en otras palabras, lo real es lo mismo que su concepto simplemente
porque lo inmediato, en cuanto fin, lleva en sí el sí mismo o la realidad pura.
El fin ejecutado o lo real existente es movimiento y devenir desplegado; ahora
bien, esta inquietud es precisamente el sí mismo, y es igual a aquella
inmediatez y simplicidad del comienzo, porque es el resultado, lo que ha
retornado a sí, pero lo que ha retornado a sí es cabalmente el sí mismo y el sí
mismo es la igualdad y la simplicidad referida a sí misma.
La
necesidad de representarse lo absoluto como sujeto se traduce en proposiciones
como éstas: Dios es lo eterno, a el orden moral del universo, a el amor, etc.
En tales proposiciones, lo verdadero sólo se pone directamente como sujeto,
pero no es presentado como el movimiento del reflejarse en sí mismo. Esta
clase de
proposiciones comienzan por la palabra Dios. De por sí, esta palabra no es más
que una locución carente de sentido, un simple nombre; es solamente el
predicado el que nos dice lo que Dios es, lo que llena y da sentido a la
palabra; el comienzo vacío sólo se convierte en un real saber en este final.
Hasta aquí, no se ve todavía por qué no se habla solamente de lo eterno, del
orden moral del mundo, etc. o, como hacían los antiguos, de los conceptos
puros, del ser, de lo uno, etc., de aquello que da sentido a la proposición,
sin necesidad de añadir la locución carente de sentido. Pero con esta palabra
se indica cabalmente que lo que se pone no es un ser, una esencia o un
universal en general, sino un algo reflejado en sí mismo, un sujeto. Sin
embargo, al mismo tiempo, esto no es más que una anticipación. El sujeto se adopta
como un punto fijo, al que se adhieren como a su base de sustentación los
predicados; por medio de él, podría el contenido presentarse como sujeto. Tal y
como este movimiento se halla constituido, no puede pertenecer al sujeto, pero,
partiendo de la premisa de aquel punto fijo, el movimiento no puede estar constituido
de otro modo, sólo puede ser un movimiento externo. Por tanto, aquella
anticipación de que lo absoluto es sujeto no sólo no es la realidad de este
concepto, sino que incluso hace imposible esta
realidad;
en efecto, dicha anticipación pone el sujeto como un punto quieto y, en cambio,
esta realidad es el automovimiento.
Entre las
muchas consecuencias que se desprenden de lo que queda dicho puede destacarse
la de que el saber sólo es real y sólo puede exponerse como ciencia o como
sistema; y esta otra: la de que un llamado fundamento o principio de la filosofía,
aun siendo verdadero, es ya falso en cuanto es solamente fundamento o
principio. Por eso resulta fácil refutarlo. La refutación consiste en poner de
relieve su deficiencia, la cual reside en que es solamente lo universal o el
principio, el comienzo. Cuando la refutación es a fondo se deriva del mismo
principio y se desarrolla a base de él, y no se monta desde fuera, mediante
aseveraciones y ocurrencias contrapuestas. La refutación deberá ser, pues, en
rigor, el desarrollo del mismo principio refutado, complementando sus deficiencias,
pues de otro modo la refutación se equivocará acerca de sí misma y tendrá en
cuenta solamente su acción negativa, sin cobrar conciencia del progreso que
ella representa y de su resultado, atendiendo también al aspecto positivo. Y, a
la inversa, el desarrollo propiamente positivo del comienzo es, al mismo
tiempo, una actitud igualmente negativa con respecto a él, es decir, con
respecto a su forma unilateral, que consiste en ser sólo de un modo inmediato o
en ser solamente fin. Se la puede, por tanto, considerar asimismo como la
refutación de aquello que sirve de fundamento al sistema, aunque más
exactamente debe verse en ella un indicio de queel fundamento o el principio
del sistema sólo es, en realidad, su comienzo.
El que lo
verdadero sólo es real como sistema o el que la sustancia es esencialmente
sujeto se expresa enla representación que enuncia, lo absoluto como espíritu,
el concepto más elevado de todos y que pertenece a la época moderna y a su
religión. Sólo lo espiritual es lo real; es la esencia o el ser en sí, lo que se
mantiene y lo determinado -el ser otro y el ser para sí- y lo que permanece en
sí mismo en esta determinabilidad o en su ser fuera de sí o es en y para sí.
Pero este ser en y para sí es primeramente para nosotros o en sí, es la
sustancia espiritual. Y tiene que ser esto también para sí mismo, tiene que ser
elsaber de lo espiritual y el saber de sí mismo como espíritu, es decir, tiene que
ser como objeto y tiene que serlo, asimismo, de modo inmediato, en cuanto
objeto superado, reflejado en sí. Es para sí solamente paranosotros, en cuanto
que su contenido espiritual es engendrado por él mismo; pero en cuanto que es
para sí también para sí mismo, este autoengendrarse, el concepto puro, es para
él, al mismo tiempo, el elemento objetivo en el que tiene su existencia; y, de
este modo, en su existencia, es para sí mismo objeto reflejado en sí. El
espíritu que se sabe desarrollado así como espíritu es la ciencia. Esta es la
realidad de ese espíritu
y el reino que el
espíritu se construye en su propio elemento.
[2. El devenir del
saber]
El puro
conocerse a sí mismo en el absoluto ser otro, este éter en cuanto tal, es el
fundamento y la base de la ciencia o el saber en general. El comienzo de la
filosofía sienta como supuesto o exigencia el que la conciencia se halle en
este elemento. Pero este elemento sólo obtiene su perfección y su transparencia
a
través del
movimiento de su devenir. Es la pura espiritualidad, como lo universal, la que
tiene el modo de la simple inmediatez; esta simplicidad, tal y como existe
[Existenz hat] en cuanto tal, es el terreno, el pensamiento que es solamente en
el espíritu. Y por ser este elemento, esta inmediatez del espíritu, lo
sustancial del espíritu en general, es la esencialidad transfigurada, la
reflexión que, siendo ella misma simple, es la inmediatez en cuanto tal y para
sí, el ser que es la reflexión dentro de sí mismo. La ciencia, por su parte,
exige de la autoconciencia que se remonte a este éter, para que pueda vivir y
viva en ella y con ella. Y, a la inversa, el individuo tiene derecho a exigir
que la ciencia le facilite la escala para ascender, por lo menos, hasta este punto
de vista, y se la indique en él mismo. Su derecho se basa en su absoluta
independencia, en la independencia que sabe que posee en cada una de las
figuras de su saber, pues en cada una de ellas, sea reconocida o no por la
ciencia y cualquiera que su contenido sea, el individuo es la forma absoluta,
es decir, la certeza inmediata de sí mismo; y, si se prefiere esta expresión,
es de este modo ser incondicionado. Si el punto de vista de la conciencia, el
saber de cosas objetivas por oposición a sí misma y de sí misma por oposición a
ellas, vale para la ciencia como lo otro -y aquello en que se sabe cercana a sí
misma más bien como la pérdida del espíritu-, el elemento de la ciencia es para
la conciencia, por el contrario, el lejano más allá en que ésta ya no se posee
a sí misma. Cada una de estas dos partes parece ser para la otra lo
inverso a
la verdad. El que la conciencia natural se confíe de un modo inmediato a la
ciencia es un nuevointento que hace, impulsada no se sabe por qué, de andar de
cabeza; la coacción que sobre ella se ejerce para que adopte esta posición
anormal y se mueva en ella es una violencia que se le quiere imponer y que
parece tan
sin base como innecesaria. Sea en sí misma lo que quiera, la ciencia se
presenta en sus relaciones con la autoconciencia inmediata como lo inverso a
ésta, o bien, teniendo la autoconciencia en la certeza de sí misma el principio
de su realidad, la ciencia, cuando dicho principio para sí se halla fuera de ella,
es la forma de la irrealidad. Así, pues, la ciencia tiene que encargarse de
unificar ese elemento con ella misma o tiene más bien que hacer ver que le
pertenece y de qué modo le pertenece. Carente de talrealidad, la ciencia es
solamente el contenido, como el en sí, el fin que no es todavía, de momento,
más que algo interno; no es en cuanto espíritu, sino solamente en cuanto
sustancia espiritual. Este en sí tiene que exteriorizarse y convertirse en para
sí mismo, lo que quiere decir, pura y simplemente, que él mismo tiene que poner
la autoconciencia como una con él. Este devenir de la ciencia en general o del
saber es lo que expone esta Fenomenología del espíritu. El saber en su
comienzo, o el espíritu inmediato, es lo carente de espíritu, la conciencia
sensible. Para convertirse en auténtico saber o engendrar el elemento de la
ciencia, que es su mismo concepto puro, tiene que seguir un largo y trabajoso
camino. Este devenir, como habrá de revelarse en su contenido y en las figuras
que en él se manifiestan, no será lo que a primera vista suele considerarse
como una introducción de la conciencia acientífica a la ciencia, y será también
algo distinto de la fundamentación de la ciencia –y nada tendrá que ver, desde
luego, con el entusiasmo que arranca inmediatamente del saber absoluto como un
pistoletazo y se desembaraza de los otros puntos de vista, sin más que declarar
que no quiere saber nada de ellos.
[3. La formación del
individuo]
La tarea
de conducir al individuo desde su punto de vista informe hasta el saber, había
que tomarla en su sentido general, considerando en su formación cultural al
individuo universal, al espíritu autoconsciente mismo. Si nos fijamos en la
relación entre ambos, vemos que en el individuo universal se muestra cada momento
en que adquiere su forma concreta y propia configuración. El individuo
singular, en cambio, es el espíritu inacabado, una figura concreta, en cuyo
total ser allí domina una determinabilidad, mostrándose las otras solamente en
rasgos borrosos. En el espíritu, que ocupa un plano más elevado que otro la
existencia concreta más baja desciende hasta convertirse en un momento
insignificante; lo que antes era la cosa misma, no es más que un rastro; su
figura aparece ahora velada y se convierte en una simple sombra difusa. Este
pasado es recorrido por el individuo cuya sustancia es el espíritu en una fase
superior, a la manera como el que estudia una ciencia más alta recapitula los
conocimientos preparatorios de largo
tiempo
atrás adquiridos, para actualizar su contenido; evoca su recuerdo, pero sin
interesarse por ellos ni detenerse en ellos. También el individuo singular
tiene que recorrer, en cuanto a su contenido, las fases de formación del
espíritu universal, pero como figuras ya dominadas por el espíritu, como etapas
de un camino ya trillado y allanado; vemos así cómo, en lo que se refiere a los
conocimientos, lo que en épocas pasadas
preocupaba
al espíritu maduro de los hombres desciende ahora al plano de los
conocimientos, ejercicios e incluso juegos propios de la infancia, y en las
etapas progresivas pedagógicas reconoceremos la historia de la cultura
proyectada como en contornos de sombras. Esta existencia pasada es ya
patrimonio adquirido del espíritu universal, que forma la sustancia del
individuo y que, manifestándose ante él en su exterior, constituye su
naturaleza inorgánica. La formación, considerada
bajo este
aspecto y desde el punto de vista del individuo, consiste en que adquiere lo
dado y consuma y se apropia su naturaleza inorgánica. Pero esto, visto bajo el
ángulo del espíritu universal como la sustancia, significa sencillamente que
ésta se da su autoconciencia y hace brotar dentro de sí misma su devenir y su
reflexión. La ciencia expone en su configuración este movimiento formativo, así
en su detalle cuanto en su necesidad, como lo que ha descendido al plano de
momento y patrimonio del espíritu. La meta es la penetración del espíritu en lo
que es el saber. La impaciencia se afana en lo que es imposible: en llegar al
fin sin los medios. De una parte, no hay más remedio que resignarse a la
largura de este camino, en el que cada momento es necesario -de otra parte, hay
que detenerse en cada momento, ya que cada uno de ellos constituye de por sí
una figura total individual y sólo es considerada de un modo absoluto en cuanto
que su determinabilidad, se considera como un todo o algo concreto o cuando se
considera el todo en lo que esta determinación tiene de peculiar. Puesto que la
sustancia del individuo e incluso el espíritu del mundo han tenido la paciencia
necesaria para ir recorriendo estas formas en la larga extensión del tiempo y
asumir la inmensa labor de la historia del mundo, en la que el espíritu del
mundo ha ido desentrañando y poniendo de manifiesto en cada una de dichas
formas el contenido total de sí mismo de que era capaz, y puesto que no le era
posible adquirir con menos esfuerzo la conciencia de sí mismo, el individuo,
por exigencia de la propia cosa, no puede llegar a captar su sustancia por un
camino más corto; y, sin embargo, el esfuerzo es, al mismo tiempo, menor, ya
que en sí todo esto ha sido logrado: el contenido es ya la realidad cancelada
en la posibilidad o la inmediatez sojuzgada,
la configuración ya reducida a su abreviatura, a la simple
determinación
del pensamiento. Como algo ya pensado, el contenido es ya patrimonio de la
sustancia; ya no es el ser allí en la forma del ser en sí, sino que es
solamente el en sí -no ya simplemente originario ni hundido en la existencia-,
sino más bien en sí recordado y que hay que revertir a la forma del ser para
sí.
Veamos más de cerca
cómo se lleva a cabo esto.
Lo que se
nos ahorra en cuanto al todo, desde el punto de vista en que aquí
aprehendemos este movimiento,
es la superación del ser allí; lo que resta y requiere una superior
transformación es la representación y el conocimiento de las formas. El ser
allí replegado sobre la sustancia sólo es inmediatamente transferido por esta primera
negación al elemento del sí mismo; por tanto, este patrimonio que el sí mismo
adquiere presenta el mismo carácter de inmediatez no conceptual, de
indiferencia inmóvil, que presenta el ser allí mismo, por donde éste no ha
hecho más que pasar a la representación. Con ello, dicho ser allí se convierte
al mismo tiempo en algo conocido, en algo con que ha terminado ya el espíritu
que es allí y sobre lo que, por consiguiente, no recaen ya su actividad ni, por
ende, su interés. Si la actividad que ya no tiene nada que ver con el ser allí es
solamente, a su vez, el movimiento del espíritu particular que no se concibe,
tenemos que el saber, por
el
contrario, se vuelve contra la representación que así se produce, contra este
ser conocido, es la acción del sí mismo universal y el interés del pensamiento.
Lo
conocido en términos generales, precisamente por ser conocido, no es reconocido.
Es la ilusión más corriente en que uno incurre y el engaño que se hace a otros
al dar por supuesto en el conocimiento algo que es como conocido y conformarse
con ello; pese a todo lo que se diga y se hable, esta clase de saber,
sin que
nos demos cuenta de por qué, no se mueve del sitio. El sujeto y el objeto,
etc., Dios, la naturaleza, el entendimiento, la sensibilidad, etc., son tomados
sin examen como base, dándolos por conocidos y valederos, como puntos fijos de
partida y de retorno. El movimiento se desarrolla, en un sentido y en otro, entre
estos puntos que permanecen inmóviles y se mantiene, por tanto, en la
superficie. De este modo, el aprehender y el examinar se reducen a ver sí cada
cual encuentra también en su propia representación lo que se dice de ello, sí
le parece así y es o no conocido para él.
El
análisis de una representación, tal y como solía hacerse, no era otra cosa que
la superación de la forma de su ser conocido. Descomponer una representación en
sus elementos originarios equivale a retrotraerla a sus momentos, que, por lo
menos, no poseen la forma de la representación ya encontrada, sino que constituyen
el patrimonio inmediato del sí mismo. Es indudable que este análisis sólo lleva
a pensamientos de suyo conocidos y que son determinaciones fijas y quietas.
Pero este algo separado, lo irreal mismo, es un momento esencial, pues sí lo
concreto es lo que se mueve es, solamente, porque se separa y se convierte en
algo irreal. La actividad del separar es la fuerza y la labor del entendimiento,
de la más grande y maravillosa de las potencias o, mejor dicho, de la potencia
absoluta. El círculo que descansa cerrado en sí y que, como sustancia, mantiene
sus momentos es la relación inmediata, que, por tanto, no puede causar asombro.
La potencia portentosa de lo negativo reside, por el contrario, en que alcance
un ser allí propio y una libertad particularizada en cuanto tal, separado de su
ámbito, lo vinculado, y que sólo tiene realidad en su conexión con lo otro; es la
energía del pensamiento, del yo puro. La muerte, sí así queremos llamar a esa
irrealidad, es lo más espantoso, y el retener lo muerto lo que requiere una
mayor fuerza. La belleza carente de fuerza odia al entendimiento porque éste
exige de ella lo que no está en condiciones de dar. Pero la vida del espíritu
no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación,
sino la que sabe afrontarla y
mantenerse
en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a
sí mismo en el absoluto desgarramiento. El espíritu no es esta potencia como lo
positivo que se aparta de lo negativo, como cuando decimos de algo que no es
nada o que es falso y, hecho esto, pasamos sin más a otra cosa,
sino que
sólo es esta potencia cuando mira cara a cara a lo negativo y permanece cerca
de ello. Esta permanencia es la fuerza mágica que hace que lo negativo vuelva
al ser. Es lo mismo que más arriba se llamaba el sujeto, el cual, al dar un ser
allí a la determinabilidad en su elemento, supera la inmediatez abstracta, es
decir, la que sólo es en general; y ese sujeto es, por tanto, la sustancia
verdadera, el ser o la inmediatez que no tiene la mediación fuera de sí, sino
que es esta mediación misma.
El que lo
representado se convierta en patrimonio de la pura autoconciencia, esta
elevación a launiversalidad en general, es solamente uno de los aspectos, pero
no es aun la formación cultural completa. El tipo de estudio de los tiempos
antiguos se distingue del de los tiempos modernos en que aquél era, en rigor,
el proceso de formación plena de la conciencia natural. Esta se remontaba hasta
una universalidad corroborada por los hechos, al experimentarse especialmente
en cada parte de su ser allí y al filosofar sobre todo el acaecer. Por el
contrario, en la época moderna el individuo se encuentra con la forma abstracta
ya preparada; el esfuerzo de captarla y apropiársela es más bien el brote no
mediado de lo interior y la abreviatura de lo universal más bien que su
emanación de lo concreto y de la múltiple variedad de la existencia. He ahí por
qué ahora no se trata tanto de purificar al individuo de lo sensible inmediato
y de convertirlo en sustancia pensada y pensante, sino más bien de lo
contrario, es decir, de realizar y animar
espiritualmente
lo universal mediante la superación de los pensamientos fijos y determinados.
Pero es mucho más difícil hacer que los pensamientos fijos cobren fluidez que
hacer fluida la existencia sensible. La razón de ello es lo que se ha dicho
anteriormente: aquellas determinaciones tienen como sustancia y elemento de su
ser allí el yo, la potencia de lo negativo o la pura realidad; en cambio, las determinaciones
sensibles solamente la inmediatez abstracta impotente o el ser en cuanto tal.
Los pensamientos se hacen fluidos en tanto que el pensamiento puro, esta
inmediatez interior, se conoce como momento o en cuanto que la pura certeza de
sí misma hace abstracción de sí -no se descarta o se pone a un lado, sino que abandona
lo que hay de fijo en su ponerse a sí misma, tanto lo fijo de lo puro concreto
que es el yo mismo por oposición al contenido diferenciado, como lo fijo de lo
diferenciado, que, puesto en el elemento del pensamiento puro, participa de
aquella incondicionalidad del yo. A través de este movimiento, los pensamientos
puros devienen conceptos y sólo entonces son lo que son en verdad,
automovimientos, círculos; son lo que su sustancia es, esencialidades
espirituales.
Este
movimiento de las esencialidades puras constituye la naturaleza de la
cientificidad en general. Considerado como la cohesión de su contenido, este
movimiento es la necesidad y el despliegue de dicho contenido en un todo
orgánico. El camino por el que se llega al concepto del saber se convierte
también, a su vez, en un devenir necesario y total, de tal modo que esta preparación
deja de ser un filosofar contingente que versa sobre estos o los otros objetos,
relaciones y pensamientos de la conciencia imperfecta, tal como lo determina la
contingencia, o que trata de fundamentar lo verdadero por medio de razonamientos,
deducciones y conclusiones extraídas al azar de determinados pensamientos; este
camino abarcará más bien, mediante el movimiento del concepto, el mundo entero
de la conciencia en su necesidad.
Semejante
exposición constituye, además, la primera parte de la ciencia, porque el ser
allí del espíritu, en cuanto lo primero, no es otra cosa que lo inmediato o el
comienzo, pero el comienzo no es aun su retorno a sí mismo. El elemento del ser
allí inmediato es, por tanto, la determinabilidad por la que esta parte de la ciencia
se distingue de las otras. La indicación de esta diferencia nos lleva a
examinar algunos pensamientos establecidos que suelen presentarse a este
propósito.
[III. EL CONOCIMIENTO
FILOSÓFICO]
[1. Lo verdadero y lo
falso]
El ser allí inmediato
del espíritu, la conciencia, encierra los dos momentos, el del saber y el de la
objetividad negativa con respecto al saber. Cuando el espíritu se desarrolla en
este elemento y despliega en él sus momentos, a ellos corresponde esta
oposición y aparecen todos como figuras de la conciencia. La ciencia de este
camino es la ciencia de la experiencia que hace la
conciencia; la sustancia
con su movimiento es considerada como objeto de la conciencia. La conciencia
sólo sabe y concibe
lo que se halla en su experiencia, pues lo que se halla en ésta es sólo la
sustancia
espiritual, y
cabalmente en cuanto objeto de su sí mismo. En cambio, el espíritu se convierte
en objeto,
porque es este
movimiento que consiste en devenir él mismo un otro, es decir, objeto de su sí
mismo y
superar este ser
otro. Y lo que se llama experiencia es cabalmente este movimiento en el que lo
inmediato,
lo no experimentado,
es decir, lo abstracto, ya pertenezca al ser sensible o a lo simple solamente
pensado,
se extraña, para
luego retornar a sí desde este extrañamiento, y es solamente así como es
expuesto en su
realidad y en su
verdad, en cuanto patrimonio de la conciencia.
La desigualdad que se
produce en la conciencia entre el yo y la sustancia, que es su objeto, es su
diferencia, lo
negativo en general. Puede considerarse como el defecto de ambos, pero es su
alma o lo que
los mueve a los dos;
he ahí por qué algunos antiguos concebían el vacío, como el motor, ciertamente,
como
lo negativo, pero sin
captar todavía lo negativo como el sí mismo. Ahora bien, si este algo negativo
aparece
ante todo como la
desigualdad del yo con respecto al objeto, es también y en la misma medida la
desigualdad de la
sustancia con respecto a sí misma. Lo que parece acaecer fuera de ella y ser
una
actividad dirigida en
contra suya es su propia acción, y ella muestra ser esencialmente sujeto. Al
mostrar la
sustancia
perfectamente esto, el espíritu hace que su ser allí se iguale a su esencia; es
objeto de sí mismo
tal y como es, y se
sobrepasa con ello el elemento abstracto de la inmediatez y la separación entre
el saber
y la verdad. El ser
es absolutamente mediado -es contenido sustancial, que de un modo no menos
inmediato es
patrimonio del yo, es sí mismo o el concepto. Al llegar aquí, termina la
Fenomenología del
Espíritu. Lo que el
espíritu se prepara en ella es el elemento del saber. En este elemento se
despliegan
ahora los momentos
del espíritu en la forma de la simplicidad, que sabe su objeto como sí mismo.
Dichos
momentos ya no se
desdoblan en la contraposición del ser y el saber, sino que permanecen en la
simplicidad del
saber, son lo verdadero bajo la forma de lo verdadero, y su diversidad es ya
solamente una
diversidad en cuanto
al contenido. Su movimiento, que se organiza en este elemento como un todo, es
la
Lógica o Filosofía
especulativa.
Ahora bien, como
aquel sistema de la experiencia del espíritu capta solamente la manifestación
de éste,
parece como sí el
progreso
EL CONOCIMIENTO
FILOSÓFICO 27
que va desde él hasta
la ciencia de lo verdadero y que es en la figura de lo verdadero, fuese algo
puramente negativo, y
cabría pedir que se eximiera de lo negativo como de lo falso, exigiendo ser
conducidos
directamente y sin más a la verdad, pues para qué ocuparse de lo falso? Ya más
arriba se ha
hablado de que
debiera comenzarse directamente por la ciencia, y a esto hay que contestar aquí
diciendo
cómo está constituido
en general lo negativo en tanto que lo falso. Las representaciones en torno a
esto
entorpecen muy
especialmente el acceso a la verdad. Esto nos dará que para hablar del
conocimiento
matemático, que el
saber afilosófico se representa como el ideal que debiera proponerse alcanzar
la
filosofía, pero que
hasta ahora ha sido una vana aspiración.
Lo verdadero y lo
falso figuran entre esos pensamientos determinados, que, inmóviles, se
consideran como
esencias propias,
situadas una de cada lado, sin relación alguna entre sí, fijas y aisladas la
una de la otra.
Por el contrario,
debe afirmarse que la verdad no es una moneda acuñada, que pueda entregarse y
recibirse sin más,
tal y como es. No hay lo falso como no hay lo malo. Lo malo y lo falso no son,
indudablemente, tan
malignos como el diablo, y hasta se les llega a convertir en sujetos
particulares como a
éste; como lo falso y
lo malo, son solamente universales, pero tienen su propia esencialidad el uno
con
respecto al otro. Lo
falso (pues aquí se trata solamente de esto) sería lo otro, lo negativo de la
sustancia,
que en cuanto
contenido del saber es lo verdadero. Pero la sustancia es ella misma
esencialmente lo
negativo, en parte
como diferenciación y determinación del contenido y en parte como una simple
diferenciación, es
decir, como sí mismo y saber en general. No cabe duda de que se puede saber
algo de
una manera falsa.
Decir que se sabe algo falsamente equivale a decir que el saber está en
desigualdad con
su sustancia. Y esta
desigualdad constituye precisamente la diferenciación en general, es el momento
esencial. De esta
diferenciación llegará a surgir, sin duda alguna, su igualdad, y esta igualdad
que llega a
ser es la verdad.
Pero no es verdad así como sí se eliminara la desigualdad, a la manera como se
elimina
la escoria del metal
puro, ni tampoco a la manera como se deja a un lado la herramienta después de
modelar la vasija ya
terminada, sino que la desigualdad sigue presente de un modo inmediato en lo
verdadero como tal,
como lo negativo, como el sí mismo. Sin embargo, no puede afirmarse, por ello,
que lo
falso sea un momento
o incluso parte integrante de lo verdadero. Cuando se dice que en lo falso hay
algo
verdadero, en este
enunciado son ambos como el aceite y el agua, que no pueden mezclarse y que se
unen de un modo
puramente externo. Y precisamente atendiendo
al significado y para
designar el momento del perfecto ser otro, no debieran ya emplearse aquellos
términos
allí donde se ha
superado su ser otro. Así como la expresión de la unidad del sujeto y el
objeto, de lo finito y
lo infinito, del ser
y el pensamiento, etc., tiene el inconveniente de que objeto y sujeto, etc.
significan lo que
son fuera de su
unidad y en la unidad no encierran ya, por tanto, el sentido que denota su
expresión, así
también, exactamente
lo mismo, lo falso no es ya en cuanto falso un momento de la verdad.
El dogmatismo, como
modo de pensar en el saber y en el estudio de la filosofía, no es otra cosa que
el
creer que lo
verdadero consiste en una proposición que es un resultado fijo o que es sabida
de un modo
inmediato. A
preguntas tales como cuándo nació Julio César, cuántas toesas tiene un estadio,
etc., hay que
dar una respuesta
neta, del mismo modo que es una verdad determinada el que el cuadrado de la
hipotenusa es igual a
la suma de los cuadrados de los otros dos lados del triángulo rectángulo. Pero
la
naturaleza de esta
llamada verdad difiere de la naturaleza de las verdades filosóficas.
[2. El conocimiento
histórico y el matemático]
En lo que concierne a
las verdades históricas, para referirse brevemente a ellas, en lo tocante a su
lado
puramente histórico,
se concederá fácilmente que versan sobre la existencia singular, sobre un
contenido
visto bajo el ángulo
de lo contingente y lo arbitrario, es decir, sobre determinaciones no
necesarias de él.
Pero incluso verdades
escuetas como las citadas a título de ejemplo no son sin el movimiento de la
autoconciencia. Para
llegar a conocer una de estas verdades, hay que comparar muchas cosas, manejar
libros, entregarse a
investigaciones, cualesquiera que éstas sean; incluso cuando se trata de una
intuición
inmediata, sólo el
conocimiento de ella unido a sus fundamentos podrá considerarse como algo
dotado de
verdadero valor,
aunque en puridad lo que interesa sea solamente el resultado escueto.
En cuanto a las
verdades matemáticas, aun menos podríamos considerar como geómetra a quien,
sabiendo de memoria
el teorema de Euclides, lo supiese sin sus demostraciones, no lo supiese en su
interior, como cabría
decir en contraste con aquello. Y del mismo modo habría que considerar no
satisfactorio el
conocimiento que alguien, midiendo muchos triángulos rectángulos, pudiera
adquirir acerca
del hecho de que sus
lados presentan la conocida proporción. Sin embargo, la esencialidad de la
demostración no tiene
tampoco en el conocimiento matemático el significado ni la naturaleza de ser
un momento del
resultado mismo, sino que es un momento que se abandona y desaparece en este
resultado. Como
resultado, indudablemente, el teorema, es un teorema considerado como
verdadero. Pero
esta circunstancia
sobreañadida no afecta a su contenido, sino solamente a su relación con el
sujeto; el
movimiento de la
demostración matemática no forma parte de lo que es el objeto, sino que es una
operación exterior a
la cosa. Así, vemos que la naturaleza del triángulo rectángulo no se desdobla
de por sí
tal y como se expone
en la construcción necesaria para probar la proposición que se expresa en sus
proporciones; toda la
operación de la que brota el resultado es un proceso y un medio del
conocimiento.
También en el
conocimiento filosófico tenemos que el devenir del ser allí como ser allí
difiere del devenir de
la esencia o de la
naturaleza interna de la cosa. Pero, en primer lugar, el conocimiento
filosófico contiene lo
uno y lo otro,
mientras que el conocimiento matemático sólo representa el devenir del ser
allí, es decir, del
ser de la naturaleza
de la cosa en el conocimiento en cuanto tal. Y, en segundo lugar, el
conocimiento
filosófico unifica
también estos dos movimientos particulares. El nacimiento interno o el devenir
de la
sustancia es un
tránsito sin interrupción a lo externo o al ser allí, es ser para otro y, a la
inversa, el devenir
del ser allí el
retrotraerse a la esencia. El movimiento es, de este modo, el doble proceso y
devenir del todo,
consistente en que
cada uno pone al mismo tiempo lo otro, por lo que cada uno tiene en sí los dos
como
dos aspectos; juntos,
los dos forman el todo, al disolverse ellos mismos, para convertirse en sus
momentos.
En el conocimiento
matemático la intelección es exterior a la cosa, de donde se sigue que con ello
se altera
la cosa verdadera. De
ahí que, aun conteniendo sin duda proposiciones verdaderas el medio, la
construcción y la
demostración, haya que decir también que el contenido es falso. Para seguir con
el
ejemplo anterior, el
triángulo resulta desmembrado y sus partes pasan a ser elementos de otras
figuras que
la construcción hace
nacer de él. Solamente al final se restablece de nuevo el triángulo, del que
propiamente se trata,
que en el transcurso del procedimiento se había perdido de vista y que
solamente se
manifestaba a través
de fragmentos pertenecientes a otro todo. Vemos, pues, cómo entra aquí en
acción la
negatividad del
contenido, a la que deberíamos llamar la falsedad de éste, ni más ni menos que
en el
movimiento del
concepto la desaparición de los pensamientos considerados fijos.
Ahora bien, la
defectuosidad de este conocimiento en sentido propio afecta tanto al
conocimiento mismo
como a su materia en
general. Por lo que al conocimiento se refiere, al principio no se da
uno cuenta de la
necesidad de la construcción. Esta necesidad no se deriva del concepto del
teorema, sino
que viene impuesta y
hay que obedecer ciegamente al precepto de trazar precisamente estas líneas,
cuando podrían
trazarse infinidad de líneas distintas, sin saber nada más del asunto, aunque
procediendo
con la buena fe de
creer que ello será adecuado a la ejecución de la demostración. La adecuación
al fin
perseguido se pondrá
de manifiesto con posterioridad, lo que quiere decir que es puramente externa,
porque sólo se revela
más tarde en la demostración. Esta sigue, por tanto, un camino que arranca de
un
punto cualquiera, sin
que sepamos qué relación guarda con el resultado que se ha de obtener. La
marcha
de la demostración
asume estas determinaciones y relaciones y descarta otras, sin que sea posible
darse
cuenta de un modo
inmediato de cuál es la necesidad a que responde esto, pues lo que rige este
movimiento es un fin
externo.
La evidencia de este
defectuoso conocimiento de que tanto se enorgullece la matemática y del que se
jacta
también en contra de
la filosofía, se basa exclusivamente en la pobreza de su fin y en el carácter
defectuoso de su
materia, siendo por tanto de un tipo que la filosofía debe desdeñar. Su fin o
concepto es la
magnitud. Es
precisamente la relación inesencial, aconceptual. Aquí, el movimiento del saber
opera en la
superficie, no afecta
a la cosa misma, no afecta a la esencia o al concepto y no es, por ello mismo,
un
concebir. La materia
acerca de la cual ofrece la matemática un tesoro grato de verdades es el
espacio y lo
uno. El espacio es el
ser allí en lo que el concepto inscribe sus diferencias como en un elemento
vacío y
muerto y en el que dichas
diferencias son, por tanto, igualmente inmóviles e inertes. Lo real no es algo
espacial, a la manera
como lo considera la matemática; ni la intuición sensible concreta ni la
filosofía se
ocupan de esa
irrealidad propia de las cosas matemáticas. Y en ese elemento irreal no se da
tampoco más
que lo verdadero
irreal, es decir, proposiciones fijas, muertas; se puede poner fin en
cualquiera de ellas y la
siguiente comienza de
nuevo de por sí sin que la primera se desarrolle hasta la otra y sin que, de
este
modo, se establezca
una conexión necesaria a través de la naturaleza de la cosa misma. Además, por
razón de aquel
principio y elemento -y en ello estriba lo formal de la evidencia matemática-,
el saber se
desarrolla por la
línea de la igualdad. En efecto, lo muerto, al no moverse por sí mismo, no
logra llegar a la
diferenciación de la
esencia ni a la contraposición esencial o desigualdad; no llega, por tanto, al
tránsito de
uno de los términos
contrapuestos al otro, a lo cualitativo, a lo inmanente, al automovimiento. La
matemática sólo
considera la
magnitud, la diferencia no esencial. Hace abstracción del hecho de que es el
concepto el que
escinde el espacio en
sus dimensiones y el que determina las conexiones entre éstas y en ellas; no se
para
a considerar, por
ejemplo, la relación que existe entre la línea y la superficie, y cuando
compara el diámetro
con la
circunferencia, choca contra su inconmensurabilidad, es decir, contra una
relación conceptual, contra
un infinito, que
escapa a su determinación.
La matemática
inmanente, la llamada matemática pura, no establece tampoco el tiempo como
tiempo frente
al espacio, como el
segundo tema de su consideración. Es cierto que la matemática aplicada trata de
él,
como trata del
movimiento y de otras cosas reales, pero toma de la experiencia los principios
sintéticos, es
decir, los principios
de sus relaciones, determinadas por el concepto de éstas, y se limita a aplicar
sus
fórmulas a estos
supuestos. El hecho de que las llamadas demostraciones de estos principios,
tales como
la del equilibrio de
la palanca, la de la proporción entre espacio y tiempo en el movimiento de la
caída, etc.,
demostraciones que
tanto abundan en la matemática aplicada, sean ofrecidas y aceptadas como tales
demostraciones, no
es, a su vez, más que una demostración de cuán necesitado de demostración se
halla
el conocimiento, ya
que cuando carece de ella acepta la simple apariencia vacua de la misma y se da
por
satisfecho. Una
crítica de semejantes demostraciones resultaría a la vez notable e instructiva,
ya que, por
un lado, depuraría a
la matemática de estos falsos adornos y, por otro, pondría de manifiesto sus
límites,
demostrando con ello
la necesidad de otro tipo de saber. En cuanto al tiempo, del que podría
pensarse que
debiera ser, frente
al espacio, el tema de la otra parte de la matemática pura, no es otra cosa que
el
concepto mismo en su
existencia. El principio de la magnitud, de la diferencia conceptual, y el
principio de
la igualdad, de la
unidad abstracta e inerte, no pueden ocuparse de aquella pura inquietud de la
vida y de la
absoluta
diferenciación. Por tanto, esta negatividad sólo como paralizada, a saber: como
lo uno, se
convierte en la
segunda materia de este conocimiento, el cual, como algo puramente externo,
rebaja lo que
se mueve a sí mismo a
materia, para poder tener en ella un contenido indiferente, externo y carente
de
vida.
[3. El conocimiento
conceptual]
La filosofía, por el
contrario, no considera la determinación no esencial, sino en cuanto es
esencial; su
elemento y su
contenido no son
lo abstracto o
irreal, sino lo real, lo que se pone a sí mismo y vive en sí, el ser allí en su
concepto. Es el
proceso que engendra
y recorre sus momentos, y este movimiento en su conjunto constituye lo positivo
y
su verdad. Por tanto,
ésta entraña también en la misma medida lo negativo en sí, lo que se llamaría
lo falso,
sí se lo pudiera
considerar como algo de lo que hay que abstraerse. Lo que se halla en proceso
de
desaparecer debe
considerarse también, a su vez, como esencial, y no en la determinación de algo
fijo
aislado de lo
verdadero, que hay que dejar afuera de ella, no se sabe dónde, así como tampoco
hay que
ver en lo verdadero
lo que yace del otro lado, lo positivo muerto. La manifestación es el nacer y
el perecer,
que por sí mismo no
nace ni perece, sino que es en sí y constituye la realidad y el movimiento de
la vida de
la verdad. Lo
verdadero es, de este modo, el delirio báquico, en el que ningún miembro escapa
a la
embriaguez, y como
cada miembro, al disociarse, se disuelve inmediatamente por ello mismo, este
delirio
es, al mismo tiempo,
la quietud translúcida y simple. Ante el foro de este movimiento no prevalecen
las
formas singulares del
espíritu ni los pensamientos determinados pero son tanto momentos positivos y
necesarios como
momentos negativos y llamados a desaparecer. Dentro del todo del movimiento,
aprehendido como
quietud, lo que en él se diferencia y se da un ser allí particular se preserva
como algo
que se recuerda y
cuyo ser allí es el saber de sí mismo, lo mismo que éste es ser allí inmediato.
Tal vez podría
considerarse necesario decir de antemano algo más acerca de los diversos
aspectos del
método de este
movimiento o de la ciencia. Pero su concepto va ya implícito en lo que hemos
dicho y su
exposición
corresponde propiamente a la Lógica a es más bien la Lógica misma. El método no
es, en
efecto, sino la
estructura del todo, presentada en su esencialidad pura. Y en cuanto a lo que
usualmente ha
venido opinándose
acerca de esto, debemos tener la conciencia de que también el sistema de las
representaciones que
se relacionan con lo que es el método filosófico corresponden ya a una cultura
desaparecida. Si
alguien piensa que esto tiene un tono jactancioso o revolucionario, tono del
que yo sé, sin
embargo, que estoy
muy alejado, debe tenerse en cuenta que el aparato científico que nos
suministra la
matemática -su
aparato de explicaciones, divisiones, axiomas, series de teoremas y sus
demostraciones,
principios y
consecuencias y conclusiones derivados de ellos- ha quedado ya, por lo menos,
anticuado en la
opinión. Aun cuando
su ineficacia no se aprecie claramente, es lo cierto que se hace poco o ningún
uso de
ella, y si no se lo
reprueba, por lo menos no se lo ve con agrado. Y
no cabe duda de que
podemos prejuzgar lo excelente como lo que se abre paso en el uso y se hace
querer.
Ahora bien, no es
difícil darse cuenta de que la manera de exponer un principio, aducir
fundamentos en pro
de él y refutar
también por medio de fundamentos el principio contrario no es la forma en que
puede
aparecer la verdad.
La verdad es el movimiento de ella en ella misma, y aquel método, por el
contrario, el
conocimiento exterior
a la materia. Por eso es peculiar a la matemática y se le debe dejar a ella, ya
que la
matemática, como hemos
observado, tiene por principio la relación aconceptual de la magnitud y por
materia el espacio
muerto, y lo uno igualmente muerto. Dicho método, de un modo más libre, es
decir,
mezclado con una
actitud más arbitraria y contingente, puede emplearse también en la vida
corriente, en
una conversación o
una enseñanza histórica dirigidas a satisfacer más la curiosidad que el
conocimiento,
como ocurre sobre
poco más o menos con un prólogo. En la vida corriente, la conciencia tiene por
contenido
conocimientos, experiencias, concreciones sensibles y también pensamientos y
principios, en
general todo lo que
se considera como algo presente o como un ser o una esencia fijos y estables.
La
conciencia, en parte,
discurre sobre todo esto y, en parte, interrumpe las conexiones actuando
arbitrariamente sobre
ese contenido, y se comporta como si lo determinara y manejara desde fuera.
Conduce dicho
contenido a algo cierto, aunque sólo se trate de la impresión del momento, y la
convicción
queda satisfecha
cuando la conciencia llega a un punto de quietud conocido de ella.
Pero, sí la necesidad
del concepto excluye la marcha indecisa de la conversación razonadora y la
actitud
solemne de la pompa
científica, ya hemos dicho más arriba que no debe pasar a ocupar su puesto la
ausencia de método
del presentimiento y el entusiasmo y la arbitrariedad de los discursos
proféticos que no
desprecian solamente
aquella cientificidad, sino la cientificidad en general.
Y tampoco es posible
considerar como algo científico la triplicidad kantiana, redescubierta
solamente por el
instinto, todavía
muerta, todavía aconceptual, elevada a su significación absoluta, para que al
mismo tiempo
se estableciera la
verdadera forma en su verdadero contenido y brotara el concepto de la ciencia;
el empleo
de esta forma la
reduce a su esquema inerte, a un esquema propiamente dicho, haciendo descender
la
organización
científica a un simple diagrama. Este formalismo, del que ya hemos hablado más
arriba en
términos generales y
cuya manera queremos precisar aquí, cree haber concebido e indicado la
naturaleza y
la vida de una figura
al decir de ella una determinación del esquema como predicado –ya
sea la subjetividad o
la objetividad, el magnetismo, la electricidad, etc., la contracción o la
expansión, el
Este o el Oeste, y
así sucesivamente, lo que podría multiplicarse hasta el infinito, ya que, con
arreglo a esta
manera de proceder,
cada determinación o cada figura pueden volver a emplearse por los otros como
forma o momento del
esquema y cada uno puede, por agradecimiento, prestar el mismo servicio al
otro, y
tenemos así un
círculo de reciprocidad por medio del cual no se experimenta lo que es la cosa
misma, ni lo
que es la una ni lo
que es la otra. Por este camino, se reciben de la intuición vulgar determinaciones
sensibles que,
evidentemente, deben significar algo distinto de lo que dicen, mientras que,
por otra parte, lo
que tiene en sí una
significación, las puras determinaciones del pensamiento, tales como sujeto,
objeto,
sustancia, causa, lo
universal, etc., se emplean tan superficialmente y con tanta ausencia de
crítica como
en la vida corriente,
ni más ni menos que los términos de lo fuerte y lo débil, la expansión y la
contracción,
por donde aquella
metafísica tiene tan poco de científico como estas representaciones sensibles.
En vez de la vida
interior y del automovimiento de su ser allí, semejante determinabilidad simple
de la
intuición, que aquí
quiere decir del saber sensible, se expresa siguiendo una analogía superficial,
y a esta
aplicación externa y
vacía de la fórmula se le da el nombre de construcción. Ocurre con este
formalismo lo
que con todo
formalismo, cualquiera que él sea. Muy dura tendría que ser la cabeza de aquel
a quien no
pudiera hacerse
comprender en un cuarto de hora la teoría de que existen enfermedades
asténicas,
esténicas e
indirectamente asténicas y otros tantos tratamientos y que, cuando tal
enseñanza bastaba
hasta hace poco para
alcanzar esta finalidad, esperara convertirse en tan poco tiempo de un
rutinario en un
médico teórico. Si el
formalismo de la filosofía de la naturaleza quiere enseñar, digamos, que el
entendimiento es la
electricidad o que el animal es el nitrógeno o es igual al Sur o al Norte, etc.
o los
representa, puede
enseñarlo de un modo escueto, como aquí se expresa, o adornado con otra
terminología: la
inexperiencia podrá caer en el pasmo admirativo ante esta capacidad para rimar
cosas que
parecen tan dispares
y ante la violencia que mediante esta combinación se impone a lo sensible
inmóvil,
dándole la apariencia
de un concepto, pero sin hacer lo más importante de todo, que es el expresar el
concepto mismo o la
significación de la representación sensible; puede la inexperiencia reverenciar
esto
como una profunda
genialidad o alegrarse y regocijarse del optimismo de tales determinaciones,
que suplen
el concepto abstracto
con lo intuitivo, haciéndolo así más agradab1e, felicitarse de la afinidad
presentida de
su espíritu con esta
gloriosa
manera de proceder.
El ardid de semejante sabiduría se aprende tan rápidamente como fácilmente se
aplica; su
repetición, cuando ya se le conoce, resulta tan insoportable como la repetición
de las artes del
prestidigitador, una
vez conocidas. El instrumento de este monótono formalismo es tan fácil de
manejar
como la paleta de un pintor
que tuviese solamente dos colores, digamos el rojo y el verde, destinados el
primero a las escenas
históricas y el segundo a los paisajes. Resultaría difícil decidir qué es lo
más grande,
si la soltura con que
se embadurna con estos colores cuanto hay en el cielo, en la tierra y bajo ésta
o la
fantasía en cuanto a
la excelencia de este recurso universal; lo uno se apoya en lo otro. Lo que se
consigue
con este método,
consistente en imponer a todo lo celestial y terrenal, a todas las figuras
naturales y
espirituales las dos
o tres determinaciones tomadas del esquema universal, es nada menos que un
informe
claro como la luz del
sol acerca del organismo del universo; es, concretamente, un diagrama parecido
a un
esqueleto con
etiquetas pegadas encima o a esas filas de tarros rotulados que se alinean en
las tiendas de
los herbolarios; tan
claro es lo uno como lo otro, y si allí faltan la carne y la sangre y no hay
más que
huesos y aquí se
hallan ocultas en los tarros las cosas vivas que contienen, en el método a que
nos
referimos se
prescinde de la esencia viva de la cosa o se la mantiene escondida. Ya hemos
visto cómo este
método se convierte,
al mismo tiempo, en una pintura absoluta de un sólo color cuando,
avergonzándose
de las diferencias
del esquema, las hunde en la vacuidad de lo absoluto, como algo perteneciente a
la
reflexión, para
lograr así la identidad pura, el blanco carente de forma. Aquella uniformidad
de color del
esquema y de sus
determinaciones inertes y aquella identidad absoluta, y el paso de lo uno a lo
otro, todo
es igualmente
entendimiento muerto y conocimiento externo.
Pero lo excelente no
puede sustraerse al destino de verse así privado de cuerpo y de espíritu, de
ver cómo
se le quita la piel
para revestir con ella a un saber inerte e infatuado. Más bien debe ver en este
destino la
potencia que ejerce
sobre los ánimos, ya que no sobre los espíritus, y también el perfeccionamiento
hacia
la universalidad y la
determinabilidad de la forma en que consiste su acabamiento y que es lo único
que
hace posible el que
esta universalidad se utilice de un modo superficial.
La ciencia sólo
puede, lícitamente, organizarse a través de la vida propia del concepto; la
determinabilidad
que desde fuera,
desde el esquema, se impone a la existencia es en ella, por el contrario, el
alma del
contenido pleno que
se mueve a sí misma. El movimiento de lo que es consiste, de una parte, en
devenir él
mismo otro,
convirtién-
dose así en su
contenido inmanente; de otra parte, lo que es vuelve a recoger en sí mismo este
despliegue
o este ser allí, es
decir, se convierte a sí mismo en un momento y se simplifica como
determinabilidad. En
aquel movimiento, la
negatividad es la diferenciación y el poner la existencia; en este recogerse en
sí, es el
devenir de la
simplicidad determinada. De este modo, el contenido hace ver que no ha recibido
su
determinabilidad como
impuesta por otro, sino que se la ha dado él mismo y se erige, de por sí en
momento
y en un lugar del
todo. El entendimiento esquemático retiene para sí la necesidad y el concepto
del
contenido, lo que
constituye lo concreto, la realidad y el movimiento vivo de la cosa que
clasifica; o, más
exactamente, no lo
retiene para sí, sino que no lo conoce, pues sí fuese capaz de penetrar en
ello, no cabe
duda de que lo mostraría.
Pero ni siquiera siente la necesidad de ello; si la sintiera, se abstendría de
su
esquematización o,
por lo menos, no sabría con ello más que lo que es una simple indicación del
contenido;
sólo aporta, en
efecto, la indicación del contenido, pero no el contenido mismo. Si se trata de
una
determinabilidad que
es en sí concreta o real (como, por ejemplo, la del magnetismo), se la degrada,
sin
embargo, a algo
muerto, al convertirla en predicado de otro ser allí, en vez de presentarla
como la vida
inmanente de este ser
allí o de conocer cómo tiene en ésta su autocreación intrínseca y peculiar. El
entendimiento formal
deja al cuidado de otros el añadir esto, que es lo fundamental. En vez de
penetrar en
el contenido
inmanente de la cosa pasa siempre por alto el todo y se halla por encima del
ser allí singular
del que habla, es
decir, ni siquiera llega a verla. El conocimiento científico, en cambio, exige
entregarse a la
vida del objeto o, lo
que es lo mismo, tener ante sí y expresar la necesidad interna de él. Al
sumergirse así
en su objeto, este
conocimiento se olvida de aquella visión general que no es más que la reflexión
de saber
en sí mismo, fuera de
contenido. Pero sumergido en la materia y en su movimiento, dicho conocimiento
retorna a sí mismo,
aunque no antes de que el cumplimiento o el contenido, replegándose en sí mismo
y
simplificándose en la
determinabilidad, descienda por sí mismo para convertirse en un lado de su ser
allí y
trascienda a su
verdad superior. De este modo, el todo simple, que se había perdido de vista a
sí mismo,
emerge desde la
riqueza en que parecía haberse perdido su reflexión.
Siendo así que, en
general, como hemos dicho más arriba, la sustancia es en ella misma sujeto,
todo
contenido es su
propia reflexión en sí. La persistencia o la sustancia de su ser allí es la
igualdad consigo
mismo, pues su
desigualdad consigo mismo sería su disolución. Pero la igualdad consigo mismo
es la
abstracción pura, y
ésta es el
pensamiento. Cuando
digo cualidad, digo la determinabilidad simple; mediante la cualidad se
distingue un
ser allí de otro o es
un ser allí; este ser allí es para sí mismo o subsiste por esta simplicidad
consigo mismo.
Pero es por ello por
lo que es esencialmente el pensamiento. Es aquí donde se concibe que el ser es
pensamiento; aquí es
donde encaja el modo de ver que trata de rehuir la manera corriente y
aconceptual de
expresarse acerca de
la identidad del pensamiento y el ser. Al ser la subsistencia del ser allí la
igualdad
consigo mismo o la
abstracción pura, es la abstracción de sí de sí mismo o es ella misma su
desigualdad
consigo y su
disolución, su propia interioridad y su repliegue sobre sí mismo, su devenir.
Dada esta
naturaleza de lo que
es y en tanto que lo que es posee esta naturaleza para el saber, éste no es la
actividad que maneja
el contenido como algo extraño, no es la reflexión en sí fuera del contenido;
la ciencia
no es aquel idealismo
que, en vez del dogmatismo de la afirmación, se presenta como un dogmatismo de
la
seguridad o el
dogmatismo de la certeza de sí mismo, sino que, por cuanto que el saber ve el
contenido
retornar a su propia
interioridad, su actividad se sumerge más bien en este contenido, ya que es el
sí
mismo inmanente del
contenido como lo que al mismo tiempo ha retornado a sí, y es la pura igualdad
consigo mismo en el
ser otro; esta actividad del saber es, de este modo, la astucia que, pareciendo
abstenerse de actuar,
ve cómo la determinabilidad y su vida concreta, precisamente cuando parecen
ocuparse de su propia
conservación y de su interés particular, hacen todo lo contrario, es decir, se
disuelven a sí mismas
y se convierten en momento del todo.
Habiendo señalado más
arriba lo que significa el entendimiento visto por el lado de la autoconciencia
de la
sustancia, de lo que
aquí decimos se desprende su significación con arreglo a la determinación de la
misma
sustancia como lo que
es. El ser allí es cualidad, determinabilidad igual a sí misma o simplicidad
determinada,
pensamiento determinado; esto es, el entendimiento del ser allí. Es, de este
modo, el nus, que
era, como Anaxágoras
comenzó reconociendo, la esencia. Posteriormente, se concibió la naturaleza del
ser
allí, de un modo más
determinado, como eidos o idea, es decir, como universalidad
determinada, como
especie. La palabra
especie parecerá tal vez demasiado vulgar y pobre para referirse a las ideas, a
lo bello,
lo sagrado y lo
eterno, que tantos estragos causan en nuestra época. Pero, en realidad la idea
no expresa
ni más ni menos que
la especie. Pero, en la actualidad, solemos encontrarnos con que se desprecia y
rechaza una expresión
que designa un concepto de un modo determinado en favor de otra que, sin duda
por estar tomada de
una len-
gua extranjera,
envuelve el concepto en cendales nebulosos y le da con ello una resonancia más
edificante.
Precisamente por
determinarse como especie, es el ser allí un pensamiento simple; el nus,
la simplicidad,
es la sustancia. Y su
simplicidad o igualdad consigo mismo lo hace aparecer como algo fijo y
permanente.
Pero esta igualdad
consigo mismo es también precisamente por ello, negatividad, y de este modo
pasa
aquel ser allí fijo a
su disolución. Al principio, la determinabilidad sólo parece serlo por
referirse a un otro, y
su movimiento parece
comunicarse a ella de una fuerza extraña; pero el que tenga en sí misma su ser
otro
y sea automovimiento
es lo que va precisamente implícito en aquella simplicidad del pensamiento,
pues
ésta es el
pensamiento que se mueve y se diferencia a sí mismo, la propia interioridad, el
concepto puro.
Así, pues, la
inteligibilidad es un devenir y es, en cuanto este devenir, la racionalidad.
En esta naturaleza de
lo que es que consiste en ser en su ser su concepto, reside en general la
necesidad
lógica; sólo ella es
lo racional y el ritmo del todo orgánico, y es precisamente saber del contenido
en la
misma medida en que
el contenido es concepto y esencia o, dicho en otros términos, solamente ella
es lo
especulativo. La
figura concreta, moviéndose a sí misma, se convierte en determinabilidad
simple; con ello,
se eleva a forma
lógica y es en su esencialidad; su ser allí concreto es solamente este
movimiento y es un
ser allí
inmediatamente lógico. De ahí que sea innecesario revestir de formalismo al
contenido concreto
desde el exterior;
aquel, el contenido, es en sí mismo el paso a éste, al formalismo, el cual
deja, sin
embargo, de ser un
formalismo externo, porque la forma es ella misma el devenir intrínseco del
contenido
concreto.
Esta naturaleza del
método científico, consistente de una parte en no hallarse separada del
contenido y, de
otra, en determinar
su ritmo por sí misma encuentra su verdadera exposición, como ya hemos dicho,
en la
filosofía
especulativa. Lo que aquí decimos, aunque exprese el concepto, no puede
considerarse más que
como una aseveración
anticipada. Su verdad no reside en esta exposición en parte puramente
narrativa; y
tampoco se la refuta
porque se diga, en contra de esto, que no es así, sino que ocurre de tal o cual
modo,
porque se traigan a
colación y se expresen estas o las otras representaciones usuales como verdades
establecidas y
conocidas, o porque se sirva y asegure algo nuevo, extraído del santuario de la
divina
intuición interior.
Suele ser ésta la primera reacción del saber ante lo para él desconocido,
reacción adversa
que adopta para salvar
su libertad y su propia manera de ver, su propia autoridad contra otra extraña
-ya
que bajo esta figura
se manifiesta lo que se asimila por vez primera-,
y también para
descartar la apariencia y especie de vergüenza que representaría el tener que
aprender
algo; así como en el
caso contrario en la acogida plausible de lo desconocido la reacción del mismo
tipo
consiste en algo
parecido a lo que son, en otra esfera, los discursos y los actos
ultrarrevolucionarios.
[IV. LO QUE SE
REQUIERE PARA EL ESTUDIO FILOSÓFICO]
[1. El pensamiento
especulativo]
Lo que importa, pues,
en el estudio de la ciencia es el asumir el esfuerzo del concepto. Este estudio
requiere la
concentración de la atención en el concepto en cuanto tal, en sus
determinaciones simples, por
ejemplo en el ser en
sí, en el ser para sí, en la igualdad consigo mismo, etc., pues éstas son
automovimientos puros
a los que podría darse el nombre de almas, sí su concepto no designase algo
superior a esto. A la
costumbre de seguir el curso de las representaciones le resulta tan perturbador
la
interrupción de
dichas representaciones por medio del concepto como al pensamiento formal que
razona en
uno y otro sentido
por medio de pensamientos irreales. Habría que calificar aquel hábito como un
pensamiento material,
una conciencia contingente, que se limita a sumergirse en el contenido y a la
que,
por tanto, se le hace
duro desentrañar al mismo tiempo de la materia su propio sí mismo puro y
mantenerse
en él. Por el
contrario, lo otro, el razonar, es la libertad acerca del contenido, la vanidad
en torno a él; se
pide de ella que se
esfuerce por abandonar esta libertad y que, en vez de ser el principio
arbitrariamente
motor del contenido,
hunda en él esta libertad, deje que el contenido se mueva con arreglo a su
propia
naturaleza, es decir,
con arreglo al sí mismo, como lo suyo del contenido, limitándose a considerar
este
movimiento.
Abstenerse de inmiscuirse en el ritmo inmanente de los conceptos, no intervenir
en él de un
modo arbitrario y por
medio de una sabiduría adquirida de otro modo, esta abstención, constituye de
por sí
un momento esencial
de la concentración de la atención en el concepto.
En el comportamiento
razonador hay que señalar con mayor fuerza los dos aspectos en que se
contrapone
a él el pensamiento
conceptual. De una parte, aquél se comporta negativamente con respecto al
contenido
aprehendido, sabe
refutarlo y reducirlo a la nada. Este ver que el contenido no es así es lo
simplemente
negativo; es el
límite final, que no puede ir más allá de sí mismo hacía un nuevo contenido,
sino que para
que pueda encontrar
de nuevo un contenido, no
hay más remedio que
tomar de donde sea algo otro. Esto es la reflexión en el yo vacío, la vanidad
de su
saber. Esta vanidad
no expresa solamente esto, el que este contenido es vano, sino que expresa
también
la vanidad de este
mismo modo de ver, puesto que es lo negativo, que no ve en sí lo positivo. Y,
como esta
reflexión no obtiene
como contenido su misma negatividad, no se halla en general en la cosa misma,
sino
siempre más allá de
ésta, por lo cual cree que la afirmación de lo vacío le permite ir más allá de
una
manera de ver rica en
contenido. Por el contrario, como ya se ha hecho ver más arriba, en el
pensamiento
conceptual lo
negativo pertenece al contenido mismo y es lo positivo, tanto en cuanto su
movimiento
inmanente y su
determinación como en cuanto la totalidad de ambos. Aprehendido como resultado,
es lo
que se deriva de este
movimiento, lo negativo determinado y, con ello, al mismo tiempo, un contenido
positivo.
Ahora bien, si
tenemos en cuenta que tal pensamiento tiene un contenido, ya se trate de
representaciones,
de pensamientos o de
una mezcla de ambos, encontraremos en él otro aspecto que le entorpece la
concepción. La
naturaleza peculiar de este aspecto aparece estrechamente unida a la esencia de
la idea
misma a que nos
referíamos más arriba o, mejor dicho, la expresa tal y como se manifiesta en
cuanto
movimiento, que es
aprehensión pensante. En efecto, así como en su comportamiento negativo, del
que
acabamos de hablar,
el pensamiento razonador es por sí mismo el sí al que retorna el contenido,
ahora, en
su conocimiento
positivo, el sí mismo es, por el contrario, un sujeto representado, con el cual
el contenido
se relaciona como
accidente y predicado. Este sujeto constituye la base a la que se enlaza el
contenido y
sobre la que el
movimiento discurre en una y otra dirección. En el pensamiento conceptual
ocurre de otro
modo. Aquí, el
concepto es el propio sí mismo del objeto, representado como su devenir, y en
este sentido
no es un sujeto
quieto que soporte inmóvil los accidentes, sino el concepto que se mueve y que
recobra en
sí mismo sus
determinaciones. En este movimiento desaparece aquel mismo sujeto en reposo;
pasa a
formar parte de las
diferencias y del contenido y constituye más bien la determinabilidad, es
decir, el
contenido
diferenciado como el movimiento del mismo, en vez de permanecer frente a él. El
terreno firme
que el razonar
encontraba en el sujeto en reposo vacila, por tanto, y sólo este movimiento
mismo se
convierte en el
objeto. El sujeto que cumple su contenido deja de ir más allá de esto y no
puede tener,
además, otros
predicados o accidentes. La dispersión del contenido queda, por el contrario,
vinculada así
bajo el sí mismo; no
es ya lo
universal que, libre
del sujeto, pueda corresponder a varios. Por tanto, el contenido no es ya, en
realidad,
predicado del sujeto,
sino que es la sustancia, la esencia y el concepto de aquello de que se habla.
El
pensamiento como
representación, puesto que tiene por naturaleza el seguir su curso en los
accidentes o
predicados y el ir
más allá de ellos con razón ya que sólo se trata de predicados y accidentes, se
ve
entorpecido en su
marcha cuando lo que en la proposición presenta la forma de predicado es la
sustancia
misma. Sufre, para
representárnoslo así, un contragolpe. Partiendo del sujeto, como sí éste
siguiese siendo
el fundamento, se
encuentra, en tanto que el predicado es más bien la sustancia, con que el
sujeto ha
pasado a ser
predicado, y es por ello superado así; y, de este modo, al devenir lo que
parece ser predicado
en la masa total e
independiente, el pensamiento no puede ya vagar libremente sino que se ve
retenido por
esta gravitación. Por
lo común, el sujeto comienza poniéndose en la base como el sí mismo objetivo
fijo; de
ahí parte el
movimiento necesario, hacia la multiplicidad de las determinaciones o de los
predicados; en
este momento, aquel
sujeto deja el puesto al yo mismo que sabe y que es el entrelazamiento de los
predicados y el sujeto
que los sostiene. Pero, mientras que aquel primer sujeto entra en las
determinaciones
mismas y es el alma de ellas, el segundo sujeto, es
decir, el que sabe,
sigue encontrando en el predicado a aquel otro con el que creía haber terminado
ya y
por encima del cual
pretende retornar a sí mismo y, en vez de poder ser, como razonamiento, lo
activo en el
movimiento del
predicado, como si hubiera que atribuir a aquél este predicado u otro, se
encuentra con que,
lejos de ello,
todavía tiene que vérselas con el sí mismo del contenido, sino quiere ser para
sí, sino formar
un todo con el
contenido mismo.
En términos formales,
puede expresarse lo dicho enunciando que la naturaleza del juicio o de la
proposición
en general, que lleva
en sí la diferencia del sujeto y el predicado aparece destruida por la
proposición
especulativa y que la
proposición idéntica, en que la primera se convierte, contiene el contragolpe
frente a
aquella relación.
Este conflicto entre la forma de una proposición en general y la unidad del concepto
que la
destruye es análogo
al que media en el ritmo entre el metro y el acento. El ritmo es la resultante
del
equilibrio y la
conjunción de ambos. También en la proposición filosófica vemos que la
identidad del sujeto y
el predicado no debe
destruir la diferencia entre ellos, que la forma de la proposición expresa,
sino que su
unidad debe brotar
como una armonía. La forma de la proposición es la manifestación del sentido
determinado o el
acento que distingue su cumplimiento; pero el que el predicado exprese la sus-
tancia y el sujeto
mismo caiga en lo universal es la unidad en que aquel acento da su último
acorde.
Para ilustrar por
medio de algunos ejemplos lo ya dicho, tenemos que en la proposición Dios es
el ser el
predicado es el
ser; este predicado tiene una significación sustancial, en la que el sujeto
se esfuma. Ser no
debe ser, aquí, el
predicado, sino la esencia, pues con ello, Dios parece dejar de ser lo que es
por la
posición que ocupa en
la proposición, es decir, el sujeto fijo. El pensamiento, en vez de pasar
adelante en
el tránsito del
sujeto al predicado, se siente, al perderse el sujeto, más bien entorpecido y
repelido hacia el
pensamiento del
sujeto, porque echa de menos a éste; o bien encuentra también el sujeto de un
modo
inmediato en el
predicado, puesto que el predicado mismo se expresa como un sujeto, como el
ser, como la
esencia, que agota la
naturaleza del sujeto; y así, en vez de recobrarse a sí mismo en el predicado y
moverse libremente
para razonar, el pensamiento se encuentra todavía más hundido en el contenido
o, por
lo menos, se hace
presente ahora la pretensión de ahondar en él. Del mismo modo, si se dice que
lo real es
lo universal, vemos
que lo real se desvanece, como sujeto, en su predicado. Lo universal no debe
tener tan
sólo la significación
del predicado, como sí la proposición enunciara que lo real es lo universal,
sino que lo
universal debe
expresar la esencia de lo real. Por tanto, el pensamiento pierde el terreno
fijo objetivo que
tenía en el sujeto al
ser repelido de nuevo en el predicado y al retrotraerse, en éste, no a sí
mismo, sino al
sujeto del contenido.
Sobre este
entorpecimiento habitual descansan en gran parte las quejas acerca de la
ininteligibilidad de los
escritos filosóficos,
suponiendo que, por lo demás, se den en el individuo las condiciones de cultura
necesarias para
comprenderlos. En lo que queda expuesto encontramos la razón del reproche muy
determinado que con
frecuencia se hace a estas obras, al decir de ellas que hay que leerlas varias
veces
para llegar a
entenderías; reproche que debe de encerrar algo de insuperable y definitivo,
puesto que, de
ser fundado, no
admite réplica. De lo que dejamos dicho se desprende claramente cómo se plantea
la cosa.
Las proposiciones
filosóficas, por ser proposiciones, suscitan la opinión de la relación usual
entre el sujeto y
el predicado y
sugieren el comportamiento habitual del saber. Y este comportamiento y la
opinión acerca de
él son destruidos por
su contenido filosófico; la opinión experimenta que las cosas no son tal y como
ella
había creído, y esta
rectificación de su opinión obliga al saber a volver de nuevo sobre la
proposición y a
captarla ahora de
otro modo.
Una dificultad que
debiera evitarse es la confusión del modo especulativo y del modo razonador,
consistente en que lo
que dice del sujeto tiene una vez la significación de su concepto, y otra, en
cambio,
solamente la de su
predicado o accidente. Un modo estorba al otro, y sólo logrará adquirir un
relieve
plástico la
exposición filosófica que sepa eliminar rigurosamente el tipo de las relaciones
usuales entre las
partes de una
proposición.
De hecho, también el
pensamiento no especulativo tiene su derecho, un derecho válido, pero que no es
tomado en
consideración a la manera de la proposición especulativa. El que la forma de la
proposición se
supere no debe
acaecer solamente de un modo inmediato, por el simple contenido de la
proposición, sino
que este movimiento
opuesto debe expresarse; no debe tratarse tan sólo de un entorpecimiento
interno,
sino que debe
exponerse este retorno del concepto a sí mismo. Este movimiento, que en otras
condiciones
haría las veces de la
demostración, es el movimiento dialéctico de la proposición misma. Solamente él
es lo
especulativo real, y
sólo su expresión constituye la exposición especulativa. Como proposición, lo
especulativo es sólo
el entorpecimiento interior y el retorno inexistente de la esencia a sí misma.
He ahí por
qué las exposiciones
filosóficas nos remiten con tanta frecuencia a esta intuición interior, con lo
que se
ahorra la exposición
del movimiento dialéctico de la proposición que exigíamos. La proposición debe
expresar lo que es lo
verdadero, pero ello es, esencialmente, sujeto; y, en cuanto tal, es sólo el
movimiento
dialéctico, este
proceso que se engendra a sí mismo, que se desarrolla y retorna a sí. En
cualquier otro
conocimiento, es este
lado de lo interior expresado lo que sirve de demostración. Pero, una vez
separada la
dialéctica de la
demostración, el concepto de la demostración filosófica se ha perdido, en
realidad.
Cabe recordar, a este
propósito, que en el movimiento dialéctico entran también proposiciones como
partes
o elementos; parece,
pues, presentarse de nuevo a cada paso la dificultad señalada y como sí fuera
una
dificultad de la cosa
misma. Es algo parecido a lo que sucede en la demostración usual, en que los
fundamentos empleados
requieren a su vez una fundamentación, y así sucesivamente, hasta el infinito.
Pero esta forma de
fundamentar y condicionar corresponde a un tipo de demostración diferente del
movimiento dialéctico
y, por tanto, al conocimiento externo. El elemento del movimiento dialéctico es
el puro
concepto, lo que le
da un contenido que es, en sí mismo y en todo y por todo, sujeto. No se da,
pues,
ningún contenido de
esta clase que se comporte como sujeto puesto como fundamento y al que su
significación le
corresponda como un predica-
do; inmediatamente,
la proposición es solamente una forma vacía. Fuera del sí mismo intuido de un
modo
sensible o
representado, sólo es, preferentemente, el nombre como tal nombre el que
designa el sujeto
puro, lo uno carente
de concepto. Por esta razón, puede ser útil, por ejemplo, evitar la voz Dios,
ya que esta
palabra no es de modo
inmediato y al mismo tiempo concepto, sino el nombre en sentido propio, la
quietud
fija del sujeto que
sirve de fundamento; en cambio, el ser o lo uno, por ejemplo, lo singular, el
sujeto indican
también de por sí, de
un modo inmediato, conceptos. Aun cuando de aquel sujeto se digan verdades
especulativas, su contenido
carece del concepto inmanente, pues éste se da solamente como sujeto en
reposo, y aquellas
verdades, debido a esta circunstancia, adquieren fácilmente la forma de lo
puramente
edificante. Y también
por este lado nos encontramos con que podrá aumentar o disminuir por culpa de
la
misma exposición
filosófica el obstáculo que radica en la costumbre de entender el predicado
especulativo
con arreglo a la
forma de la proposición, y no como concepto y esencia. La exposición deberá,
ateniéndose
fielmente a la
penetración en la naturaleza de lo especulativo, mantener la forma dialéctica y
no incluir en
ella nada que no haya
sido concebido ni sea concepto.
[2. Genialidad y sano
sentido común]
Tanto como el
comportamiento razonador entorpece el estudio de la filosofía la figuración no
razonable de
verdades
establecidas, sobre las que quien las posee cree que no hace falta volver, sino
que basta con
tomarlas como base y
expresarlas y enjuiciar y condenar a base de ellas. Vista la cosa por este
lado, es
especialmente
necesario que la filosofía se convierta en una actividad sería. Para todas las
ciencias, artes,
aptitudes y oficios
vale la convicción de que su posesión requiere múltiples esfuerzos de
aprendizaje y de
práctica. En cambio,
en lo que se refiere a la filosofía parece imperar el prejuicio de que, si para
poder
hacer zapatos no
basta con tener ojos y dedos y con disponer de cuero y herramientas, en cambio,
cualquiera puede
filosofar directamente y formular juicios acerca de la filosofía, porque posee
en su razón
natural la pauta
necesaria para ello, como si en su que no poseyese también la pauta natural del
zapato.
Tal parece como si se
hiciese descansar la posesión de la filosofía sobre la carencia de
conocimientos y de
estudio,
considerándose que aquella termina donde comienzan éstos. Se la reputa
frecuentemente como
un saber formal y
vacío de contenido y no se ve que lo que en cualquier conocimiento y ciencia es
verdad
aun en cuanto al
contenido, sólo
puede ser acreedor a
este nombre cuando es engendrado por la filosofía; y que las otras ciencias,
por
mucho que intenten
razonar sin la filosofía, sin ésta no pueden llegar a poseer en sí mismas vida,
espíritu ni
verdad.
Por lo que respecta a
la filosofía en el sentido propio de la palabra, vemos cómo la revelación
inmediata de
lo divino y el sano
sentido común que no se esfuerzan por cultivarse ni se cultivan en otros campos
del
saber ni en la
verdadera filosofía se consideran de un modo inmediato como un equivalente
perfecto y un
buen sustituto de
aquel largo camino de la cultura, de aquel movimiento tan rico como profundo
por el cual
arriba el espíritu al
saber, algo así como se dice que la achicoria es un buen sustituto del café. No
resulta
agradable ver cómo la
ignorancia y hasta la misma tosquedad informe y sin gusto, incapaz de retener
su
pensamiento sobre una
proposición abstracta, y menos aun sobre el entronque de varias, asegura ser
ora
la libertad y la
tolerancia del pensamiento, ora la genialidad. Como es sabido, ésta hizo en
otro tiempo
tantos estragos en la
poesía como ahora hace en la filosofía; pero, en vez de crear poesía, esta
genialidad,
cuando sus productos
tenían algún sentido, producía una prosa trivial o, en los casos en que se
remontaba
por encima de ésta,
discursos demenciales. Lo mismo ocurre ahora con el filosofar natural, que se
reputa
demasiado bueno para
el concepto y que mediante la ausencia de éste, se considera como un
pensamiento
intuitivo y poético y
lleva al mercado las arbitrarias combinaciones de una imaginación que no ha hecho
más que
desorganizarse al pasar por el pensamiento, productos que no son ni carne ni
pescado, ni poesía
ni filosofía.
Y, a la inversa,
cuando discurre por el tranquilo cauce del sano sentido común, el filosofar
natural produce,
en el mejor de los
casos, una retórica de verdades triviales. Y cuando se le echa en cara la
insignificancia
de estos resultados,
nos asegura que el sentido y el contenido de ellos se hallan en su corazón y
debieran
hallarse también en
el corazón de los demás, creyendo pronunciar algo inapelable al hablar de la
inocencia
del corazón, de la
pureza de la conciencia y de otras cosas por el estilo, como sí contra ellas no
hubiera
nada que objetar ni
nada que exigir. Pero lo importante no era dejar lo mejor recatado en el fondo
del
corazón, sino sacarlo
de ese pozo a la luz del día. Hace ya largo tiempo que podían haberse ahorrado
los
esfuerzos de producir
verdades últimas de esta clase, pues pueden encontrarse desde hace muchísimo
tiempo en el
catecismo, en los proverbios populares, etc. No resulta difícil captar tales
verdades en lo que
tienen de
indeterminado o de torcido y, con frecuencia,
revelar a su propia
conciencia cabalmente las verdades opuestas. Y cuando esta conciencia trata de
salir
del embrollo en que
se la ha metido, es para caer en un embrollo nuevo, diciendo tal vez que las
cosas son,
tal como está
establecido, de tal o cual modo y que todo lo demás es puro sofisma; tópico
éste a que suele
recurrir el buen
sentido en contra de la razón cultivada, a la manera como la ignorancia
filosófica caracteriza
de una vez por todas
a la filosofía con el nombre de sueños de visionarios. El buen sentido apela al
sentimiento, su
oráculo interior, rompiendo con cuantos no coinciden con él; no tiene más
remedio que
declarar que no tiene
ya nada más que decir a quien no encuentre y sienta en sí mismo lo que
encuentra y
siente él: en otras
palabras, pisotea la raíz de la humanidad. Pues la naturaleza de ésta reside en
tender
apremiantemente hacia
el acuerdo con los otros y su existencia se halla solamente en la comunidad de
las
conciencias llevada a
cabo. Y lo antihumano, lo animal, consiste en querer mantenerse en el terreno
del
sentimiento y
comunicarse solamente por medio de éste.
Cuando se busca una
calzada real que conduzca a la ciencia, no se cree que hay otra más segura que
el
confiarse al buen
sentido, aunque, para ponerse a tono con la época y con la filosofía, se lean
las reseñas
críticas sobre las
obras filosóficas e incluso los prólogos a ellas y sus primeros párrafos, que
enuncian los
principios
universales sobre lo que se basa todo, del mismo modo que las reseñas, aparte
de la información
histórica, contienen
además un juicio, el cual, precisamente por ser un juicio, trasciende sobre lo
enjuiciado.
Se marcha por este
camino común con la bata de andar por casa, mientras el sentimiento augusto de
lo
eterno, lo sagrado y
lo infinito recorre con sus solemnes ropas sacerdotales un camino que es ya de
por sí
más bien el ser
inmediato en el mismo centro, la genialidad de las ideas profundas y originales
y de los
altos relámpagos del
pensamiento. Pero, como esta profundidad no descubre aun la fuente de la
esencia,
estos destellos no
son todavía el empíreo. A los verdaderos pensamientos y a la penetración
científica sólo
puede llegarse mediante
la labor del concepto. Solamente éste puede producir la universalidad del
saber,
que no es ni la
indeterminabilidad y la pobreza corrientes del sentido común, sino un
conocimiento cultivado
y cabal, ni tampoco
la universalidad excepcional de los dotes de la razón corrompidas por la
indolencia y la
infatuación del
genio, sino la verdad que ha alcanzado ya la madurez de su forma peculiar y
susceptible de
convertirse en
patrimonio de toda razón autoconsciente.
[3. El autor y el público]
Al sostener yo que el
automovimiento del concepto es aquello por lo que la ciencia existe, podría
parecer
que la consideración
de que los aspectos que aquí hemos tocado y otros aspectos externos difieren de
las
representaciones de
nuestra época acerca de la naturaleza y la forma de la verdad y son, incluso,
totalmente contrarios
a ellas no promete prestar favorable acogida al intento de presentar en dicha
determinación el
sistema de la ciencia. Creo, sin embargo, que si a veces, por ejemplo, se ha
cifrado la
excelencia de la
filosofía de Platón en sus mitos carentes de valor científico, también ha
habido épocas a
las que ha podido
llamarse, incluso, épocas de entusiasmo exaltado, en que la filosofía
aristotélica era
apreciada en razón de
su profundidad especulativa y en que el Parménides, de Platón, probablemente la
más grande obra de
arte de la dialéctica antigua, pasaba por ser el verdadero descubrimiento y la
expresión
positiva de la vida
divina, y en la que, a pesar de la oscuridad de lo creado por el éxtasis, este
éxtasis mal
comprendido no debía
ser, en realidad, otra cosa que el concepto puro. Y también me parece que lo
que
hay de excelente en
la filosofía de nuestro tiempo cifra su valor en la cientificidad y que, aun
cuando otros
piensen de manera distinta,
sólo gracias a la cientificidad se hace valer esa filosofía. Puedo, así,
confiar en
que este ensayo de
reivindicar la ciencia para el concepto y de exponerla en este su elemento
peculiar
sabrá abrirse paso,
apoyado en la verdad interna de la cosa misma. Debemos estar convencidos de que
lo
verdadero tiene por
naturaleza el abrirse paso al llegar su tiempo y de que sólo aparece cuando
éste llega,
razón por la cual
nunca se presenta prematuramente ni se encuentra con un público aun no
preparado;
como también de que
el individuo necesita de este resultado para afirmarse en lo que todavía no es
más
que un asunto suyo
aislado y para experimentar como algo universal la convicción que por el
momento
pertenece solamente a
lo particular. Ahora bien, en este respecto hay que distinguir frecuentemente
entre el
público y los que se
hacen pasar por sus representantes y portavoces. Aquél se comporta, desde
muchos
puntos de vista, de
un modo muy distinto e incluso opuesto al de éstos. Mientras que el público,
bondadosamente, se
culpa a sí mismo de que una obra filosófica no le llega, quienes se hacen pasar
por
sus representantes y
portavoces echan toda la culpa a los autores, seguros ellos de su competencia.
La
acción de la obra
sobre el público es más callada que la de “los muertos que entierran a sus
muertos".* Y si,
hoy, la penetración
general se
San Mateo VILI, 22.
halla más cultivada,
si su curiosidad es más vigilante y su juicio se determina con mayor rapidez,
de tal
modo que "los
pues de quienes han de sepultarte se hallan ya a la puerta",** de esto hay
que distinguir, no
pocas veces, la
acción más lenta que va rectificando la atención captada por aseveraciones
imponentes y
corrigiendo las
censuras despectivas para entregar así, al cabo de algún tiempo, a una parte el
mundo de
los suyos, al paso
que los otros, tras el mundo de sus contemporáneos, carecerán de posteridad.
Como, por lo demás,
vivimos en una época en que la universalidad del espíritu se ha fortalecido
tanto y la
singularidad, como
debe ser, se ha tornado tan indiferente y en la que aquélla se atiene a su
plena
extensión y a su
riqueza cultivada y las exige, tenemos que la actividad que al individuo le
corresponde en
la obra total del
espíritu sólo puede ser mínima, razón por la cual el individuo, como ya de suyo
lo exige la
naturaleza misma de
la ciencia, debe olvidarse tanto más y llegar a ser lo que puede y hacer lo que
le sea
posible, pero, a
cambio de ello, debe exigirse tanto menos de él cuanto que él mismo no puede
esperar
mucho de sí ni
reclamarlo.
** Hechos V, 9.
Ciencia de la
experiencia de la conciencia
INTRODUCCIÓN
[PROPOSITO Y METODO
DE ESTA OBRA]
es natural pensar
que, en filosofía, antes de entrar en la cosa misma, es decir, en el
conocimiento real
de lo que es en
verdad, sea necesario ponerse de acuerdo previamente sobre el conocimiento,
considerado
como el instrumento
que sirve para apoderarse de lo absoluto o como el medio a través del cual es
contemplado. Parece
justificada esta preocupación, ya que, de una parte, puede haber diversas
clases de
conocimiento, una de
las cuales se preste mejor que las otras para alcanzar dicho fin último,
pudiendo, por
tanto, elegirse mal
entre ellas; y, de otra parte, porque siendo el conocimiento una capacidad de
clase y
alcance determinados,
sin la determinación precisa de su naturaleza y sus límites captaríamos las
nubes
del error, en vez del
cielo de la verdad. E incluso puede muy bien ocurrir que esta preocupación se
trueque
en el convencimiento
de que todo el propósito de ganar para la conciencia por medio del conocimiento
lo
que es en sí sea en
su concepto un contrasentido y de que entre el conocimiento y lo absoluto se
alce una
barrera que los
separara sin más. En efecto, si el conocimiento es el instrumento para
apoderarse de la
esencia absoluta,
inmediatamente se advierte que la aplicación de un instrumento a una cosa no
deja a
ésta tal y como ella
es para sí, sino que la modela y altera. Y sí el conocimiento no es un
instrumento de
nuestra actividad,
sino, en cierto modo, un médium pasivo a través del cual llega a nosotros la
luz de la
verdad, no
recibiremos ésta tampoco tal y como es en sí, sino tal y como es a través de
este médium y en
él. En ambos casos
empleamos un medio que produce de un modo inmediato lo contrario de su fin, o
más
bien el contrasentido
consiste en recurrir en general a un medio. Podría parecer, ciertamente, que
cabe
obviar este
inconveniente por el conocimiento del modo como el instrumento actúa, lo cual
permitirá
descontar del
resultado la parte que al instrumento corresponde en la representación que por
medio de él
nos formamos de lo
absoluto y obtener así lo verdadero puro. Pero, en realidad, esta corrección no
haría
más que situarnos de
nuevo en el punto de que hemos partido. Si de una cosa modelada descontamos lo
que el instrumento ha
hecho con ella, la cosa para nosotros -aquí, lo absoluto- vuelve a ser
exactamente lo
que era antes de
realizar este esfuerzo, el cual resultará, por tanto, baldío. Y sí el
instrumento se limitara a
acercar a nosotros lo
absoluto como la vara con pegamento nos acerca el pájaro apresa-
52 INTRODUCCIÓN
do, sin hacerlo
cambiar en lo más mínimo, lo absoluto se burlaría de esta astucia, si es que ya
en sí y para
sí no estuviera y
quisiera estar en nosotros; pues el conocimiento sería, en este caso, en
efecto, una
astucia, ya que con
sus múltiples afanes aparentaría algo completamente diferente del simple
producir la
relación inmediata y,
por tanto, carente de esfuerzo. O bien, si el examen del conocimiento que nos
representamos como un
médium nos enseña a conocer la ley de su refracción, de nada servirá que
descontemos ésta del
resultado, pues el conocimiento no es la refracción del rayo, sino el rayo
mismo a
través del cual llega
a nosotros la verdad y, descontado esto, no se habría hecho otra cosa que
indicarnos
la dirección pura o
el lugar vacío.
No obstante, sí el
temor a equivocarse infunde desconfianza hacia la ciencia, la cual se entrega a
su tarea
sin semejantes
reparos y conoce realmente, no se ve por qué no ha de sentirse, a la inversa,
desconfianza
hacía esta
desconfianza y abrigar la preocupación de que este temor a errar sea ya el
error mismo. En
realidad, este temor
presupone como verdad, apoyando en ello sus reparos y sus consecuencias, no
sólo
algo, sino incluso
mucho que habría que empezar por examinar sí es verdad o no. Da por supuestas,
en
efecto,
representaciones acerca del conocimiento como un instrumento y un médium, así
como también
una diferencia entre
nosotros mismos y ese conocimiento; pero, sobre todo, presupone el que lo
absoluto
se halla de un lado y
el conocimiento de otro, como algo para sí y que, separado de lo absoluto, es,
sin
embargo, algo real
[reell]; presupone, por tanto, que el conocimiento, que, al ser fuera de lo
absoluto es
también ,
indudablemente, fuera de la verdad, es sin embargo verdadero, hipótesis con la
que lo que se
llama temor a errar
se da a conocer más bien como temor a la verdad.
Esta consecuencia se
desprende del hecho de que solamente lo absoluto es verdadero o solamente lo
verdadero es
absoluto. Se la puede refutar alegando la distinción de que un conocimiento
puede ser
verdadero aun no
conociendo lo absoluto, como la ciencia pretende, y de que el conocimiento en
general,
aunque no sea capaz
de aprehender lo absoluto, puede ser capaz de otra verdad. Pero, a la vista de
esto,
nos damos cuenta de
que este hablar sin ton ni son conduce a una turbia distinción entre un
verdadero
absoluto y un otro
verdadero, y de que lo absoluto, el conocimiento, etc., son palabras que
presuponen un
significado que hay
que empezar por encontrar.
En vez de ocuparnos
de tales inútiles representaciones y maneras de hablar acerca del conocimiento
como
un instrumento para
pose-
INTRODUCCIÓN 53
sionarios de lo
absoluto o como un médium a través del cual contemplamos la verdad, etc.
-relaciones a las
que evidentemente
conducen todas estas representaciones de un conocimiento separado de lo
absoluto y
de un absoluto
separado del conocimiento-; en vez de ocupamos de los subterfugios que la
incapacidad
para la ciencia deriva
de los supuestos de tales relaciones para librarse del esfuerzo de la ciencia,
aparentando al mismo
tiempo un esfuerzo serio y celoso; en vez de torturarnos en dar respuesta a
todo
esto, podríamos
rechazar esas representaciones como contingentes y arbitrarias y considerar
incluso como
un fraude al empleo,
con ello relacionado, de palabras como lo absoluto, el conocimiento, lo
objetivo y lo
subjetivo y otras
innumerables, cuyo significado se presupone como generalmente conocido. En
efecto, el
pretextar, por una
parte, que su significado es generalmente conocido y, por otra, que se posee su
concepto mismo no
parece proponerse otra cosa que soslayar lo fundamental, que consiste
precisamente
en ofrecer este
concepto. Con mayor razón, por el contrario, cabría rehuir el esfuerzo de
fijarse para nada
en esta clase de
representaciones y maneras de hablar por medio de las cuales se descartaría a
la ciencia
misma, ya que sólo
constituyen una manifestación vacía del saber, que inmediatamente desaparece al
entrar en acción la
ciencia. Pero la ciencia, al aparecer, es ella misma una manifestación; su
aparición no
es aun la ciencia en
su verdad, desarrollada y desplegada. Es indiferente, a este propósito,
representarse
que ella sea la
manifestación porque aparece junto a otro saber o llamar a este otro saber no
verdadero su
manifestarse.
Pero la ciencia tiene
que liberarse de esta apariencia, y sólo puede hacerlo volviéndose en contra de
ella.
En efecto, la ciencia
no puede rechazar un saber no verdadero sin más que considerarlo como un punto
de
vista vulgar de las
cosas y asegurando que ella es un conocimiento completamente distinto y que
aquel
saber no es para ella
absolutamente nada, ni puede tampoco remitirse al barrunto de un saber mejor en
él
mismo. Mediante aquella
aseveración, declararía que su fuerza se halla en su ser; pero también el saber
carente de verdad se
remite al hecho de que es y asevera que la ciencia no es nada para él, y una
aseveración escueta
vale exactamente tanto como la otra. Y aun menos puede la ciencia remitirse al
barrunto mejor que se
daría en el conocimiento no verdadero y que en él mismo señalaría hacía ella,
pues,
de una parte, al
hacerlo así, seguiría remitiéndose a un ser y, de otra parte, se remitiría a sí
misma como al
modo en que es en el
conocimiento no verdadero, es decir, en un modo malo de su ser y a su
manifestación, y no a
lo que
54 INTRODUCCIÓN
ella es en y para sí.
Por esta razón, debemos abordar aquí la exposición del saber tal y como se
manifiesta.
Ahora bien, puesto
que esta exposición versa solamente sobre el saber que se manifiesta, no parece
ser
por ella misma la
ciencia libre, que se mueve bajo su figura peculiar, sino que puede
considerarse, desde
este punto de vista,
como el camino de la conciencia natural que pugna por llegar al verdadero saber
o
como el camino del
alma que recorre la serie de sus configuraciones como otras tantas estaciones
de
tránsito que su
naturaleza le traza, depurándose así hasta elevarse al espíritu y llegando, a
través de la
experiencia completa
de sí misma al conocimiento de lo que en sí misma es.
La conciencia natural
se mostrará solamente como concepto del saber o saber no real. Pero, como se
considera
inmediatamente como el saber real, este camino tiene para ella un significado
negativo y lo que
es la realización del
concepto vale para ella más bien como la perdida de sí misma, ya que por este
camino
pierde su verdad.
Podemos ver en él, por tanto, el camino de la duda o, más propiamente, el
camino de la
desesperación; en él
no nos encontramos, ciertamente, con lo que se suele entender por duda, con una
vacilación con
respecto a tal o cual supuesta verdad, seguida de la correspondiente
eliminación de la duda
y de un retorno a
aquella verdad, de tal modo que a la postre la cosa es tomada como al
principio. La duda
es, aquí, más bien la
penetración consciente en la no verdad del saber que se manifiesta, para el
cual lo
más real [reellste]
de todo es lo que solamente es en verdad el concepto no realizado. Este
escepticismo
consumado no es
tampoco, por tanto, lo que un severo celo por la verdad y la ciencia cree haber
aprestado
y pertrechado para
ellas, a saber, el propósito de no rendirse, en la ciencia, a la autoridad de
los
pensamientos de otro,
sino de examinarlo todo por sí mismo y ajustarse solamente a la propia
convicción;
o, mejor aun,
producirlo todo por sí mismo y considerar como verdadero tan sólo lo que uno ha
hecho. La
serie de las
configuraciones que la conciencia va recorriendo por este camino constituye,
más bien, la
historia desarrollada
de la formación de la conciencia misma hacía la ciencia. Aquel propósito
representa
dicha formación bajo
el modo simple del propósito, como inmediatamente formado y realizado; pero
este
camino es, frente a
la no verdad, el desarrollo real. Ajustarse a la propia convicción es,
ciertamente, más
que rendirse a la
autoridad; pero el trocar una opinión basada en la autoridad en una opinión
basada en el
propio convencimiento
no quiere decir necesariamente que cambie su contenido y que el error deje el
puesto a la verdad.
El mantenerse dentro del sistema de las opiniones y los prejuicios si-
INTRODUCCIÓN 55
guiendo la autoridad
de otros o por propia convicción sólo se distingue por la vanidad que la
segunda
manera entraña. En
cambio, el escepticismo proyectado sobre toda la extensión de la conciencia tal
como
se manifiesta es lo
único que pone al espíritu en condiciones de poder examinar lo que es verdad,
en
cuanto desespera de
las llamadas representaciones, pensamientos y opiniones naturales, llámense
propias
o ajenas, pues esto
le es indiferente, y que son las que siguen llenando y recargando la conciencia
cuando
ésta se dispone
precisamente a realizar su examen, lo que la incapacita en realidad para lo que
trata de
emprender.
La totalidad de las
formas de la conciencia no real [reales] se alcanzará a través de la necesidad
del
proceso y la cohesión
mismas. Para que esto se comprenda, puede observarse de antemano, en general,
que la exposición de
la conciencia no verdadera en su no verdad no es un movimiento puramente
negativo.
Es éste un punto de
vista unilateral que la conciencia natural tiene en general de sí misma; y el
saber que
convierte esta
unilateralidad en su esencia constituye una de las figuras de la conciencia
incompleta, que
corresponde al
transcurso del camino mismo y se presentará en él. Se trata, en efecto, del
escepticismo
que ve siempre en el
resultado solamente la pura nada, haciendo abstracción de que esta nada
determina
la nada de aquello de
lo que es resultado. Pero la nada, considerada como la nada de aquello de que
proviene, sólo es, en
realidad, el resultado verdadero; es, por esto, en ella misma, algo determinado
y tiene
un contenido. El
escepticismo que culmina en la abstracción de la nada o del vacío no puede,
partiendo de
aquí, ir más
adelante, sino que tiene que esperar hasta ver si se presenta algo nuevo, para
arrojarlo al
mismo abismo vacío.
En cambio, cuando el resultado se aprehende como lo que en verdad es, como es
negación determinada,
ello hace surgir inmediatamente una nueva forma y en la negación se opera el
tránsito que hace que
el proceso se efectúe por sí mismo, a través de la serie completa de las
figuras.
Pero la meta se halla
tan necesariamente implícita en el saber como la serie que forma el proceso; se
halla
allí donde el saber
no necesita ir más allí de sí, donde se encuentra a sí mismo y el concepto
corresponde
al objeto y el objeto
al concepto. La progresión hacía esta meta es también, por tanto, incontenible
y no
puede encontrar
satisfacción en ninguna estación anterior. Lo que se limita a una vida natural
no puede por
sí mismo ir más allá
de su existencia inmediata, sino que es empujado más allá por un otro, y este
ser
arrancado de su sitio
es su muerte. Pero la conciencia es para sí misma su concepto y, con ello, de
un
modo inmediato, el ir
más allá
56 INTRODUCCIÓN
de lo limitado y,
consiguientemente, más allá de sí misma, puesto que lo limitado le pertenece;
con lo
singular, se pone en
la conciencia, al mismo tiempo, el más allá, aunque sólo sea, como en la
intuición
espacial, al lado de
lo limitado. Por tanto, la conciencia se ve impuesta por sí misma esta
violencia que
echa a perder en ella
la satisfacción limitada. En el sentimiento de esta violencia puede ser que la
angustia
retroceda ante la
verdad, tendiendo a conservar aquello cuya pérdida la amenaza. Y no encontrará
quietud,
a menos que quiera
mantenerse en un estado de inercia carente de pensamiento, pero el pensamiento
quebrantará la
ausencia del pensar y la inquietud trastornará la inercia; y tampoco conseguirá
nada
aferrándose a una
sensibilidad que asegure encontrarlo todo bueno en su especie, pues también
esta
seguridad se vera
igualmente violentada por la razón, la cual no encuentra nada bueno,
precisamente por
tratarse de una
especie. O el temor a la verdad puede recatarse ante sí y ante otros detrás de
la apariencia
de que es
precisamente el ardoroso celo por la verdad misma lo que le hace tan difícil y
hasta imposible
encontrar otra verdad
que no sea la de la vanidad de ser siempre más listo que cualesquiera
pensamientos
procedentes de uno
mismo o de los demás; esta vanidad, que se las arregla para hacer vana toda
verdad,
replegarse sobre sí
misma y nutrirse de su propio entendimiento, el cual disuelve siempre todos los
pensamientos, para encontrar
en vez de cualquier contenido exclusivamente el yo escueto, es una
satisfacción que debe
dejarse abandonada a sí misma, ya, que huye de lo universal y busca solamente
el
ser para sí.
Dicho lo anterior,
con carácter previo y en general, acerca del modo y la necesidad del proceso,
será
conveniente que
recordemos algo acerca del método del desarrollo. Esta exposición, presentada
como el
comportamiento de la
ciencia hacia el saber tal como se manifiesta y como investigación y examen de
la
realidad del conocimiento,
no parece que pueda llevarse a cabo sin arrancar de algún supuesto que sirva
de base como pauta.
En efecto, el examen consiste en la aplicación de una pauta aceptada y la
decisión
acerca de sí estamos
ante algo acertado o no consiste en que lo que se examina se ajuste o no a la
pauta
aplicada; y la pauta
en general, y lo mismo la ciencia, sí ella es la pauta, se considera aquí como
la esencia
o el en sí. Pero, en
este momento, cuando la ciencia aparece apenas, ni ella misma ni lo que ella
sea puede
justificarse como la
esencia o el en sí, sin lo cual no parece que pueda llevarse a cabo examen
alguno.
Esta contradicción y
su eliminación resultarán de un modo más determinado sí recordamos antes las
determinaciones
abstractas del saber y de la verdad, tal y como se dan en la conciencia. Ésta,
en
INTRODUCCIÓN 57
efecto, distingue de
sí misma algo con lo que, al mismo tiempo, se relaciona; o, como suele
expresarse, es
algo para ella misma;
y el lado determinado de esta relación o del ser de algo para una conciencia es
el
saber. Pero, de este
ser para otro distinguimos el ser en sí; lo referido al saber es también algo
distinto de
él y se pone, como lo
que es, también fuera de esta relación; el lado de este en sí se llama verdad.
Aquí, no
nos interesa saber,
fuera de lo dicho, lo que sean propiamente estas determinaciones, pues, siendo
nuestro
objeto el saber tal
como se manifiesta, por el momento tomaremos sus determinaciones a la manera
como
inmediatamente se
ofrecen, y no cabe duda de que se ofrecen del modo como las hemos captado.
Si ahora investigamos
la verdad del saber, parece que investigamos lo que éste es en sí. Sin embargo,
en
esta investigación el
saber es nuestro objeto, es para nosotros; y el en sí de lo que resultara sería
más bien
su ser para nosotros;
lo que afirmaríamos como su esencia no sería su verdad, sino más bien solamente
nuestro saber acerca
de él. La esencia o la pauta estaría en nosotros, y lo que por medio de ella se
midiera
y acerca de lo cual
hubiera de recaer por esta comparación, una decisión, no tendría por qué
reconocer
necesariamente esa
pauta.
Pero la naturaleza
del objeto que investigamos rebasa esta separación o esta apariencia de
separación y
de presuposición. La
conciencia nos da en ella misma su propia pauta, razón por la cual la
investigación
consiste en comparar
la conciencia consigo misma, ya que la distinción que se acaba de establecer
recae
en ella. Hay en ella
un para otro, o bien tiene en ella, en general, la determinabilidad del momento
del
saber; y, al mismo
tiempo, este otro no es solamente para ella, sino que es también fuera de esta
relación,
es en sí: el momento
de la verdad. Así, pues, en lo que la conciencia declara dentro de sí como el
en sí o lo
verdadero tenemos la
pauta que ella misma establece para medir por ella su saber. Pues bien, sí
llamamos
al saber el concepto
y a la esencia o a lo verdadero lo que es o el objeto, el examen consistirá en
ver sí el
concepto corresponde
al objeto. En cambio, sí llamamos concepto a la esencia o al en sí del objeto y
entendemos por
objeto, por el contrario, lo que él es como objeto, es decir, lo que es para
otro, el examen,
entonces, consistirá
en ver sí el objeto corresponde a su concepto. No es difícil ver que ambas
cosas son lo
mismo; pero lo
esencial consiste en no perder de vista en toda la investigación el que los dos
momentos, el
concepto y el objeto,
el ser para otro y el ser en sí mismo, caen de por sí dentro del saber que
investigamos, razón
por la cual no necesitamos aportar pauta alguna ni aplicar en la investigación
nuestros
pensamientos e ideas
persona-
58 INTRODUCCIÓN
les, pues será
prescindiendo de ellos precisamente como lograremos considerar la cosa tal y
como es en y
para sí misma.
Pero nuestra
intervención no resulta superflua solamente en el sentido de que el concepto y
el objeto, la
pauta y aquello a que
ha de aplicarse, están presentes en la conciencia misma, sino que nos vemos
también relevados del
esfuerzo de la comparación entre ambos y del examen en sentido estricto, de tal
modo que, al examinarse
a sí misma la conciencia, lo único que nos queda también aquí es limitarnos a
ver. En efecto, la
conciencia es, de una parte, conciencia del objeto y, de otra, conciencia de sí
misma;
conciencia de lo que
es para ella lo verdadero y conciencia de su saber de ello. Y en cuanto que
ambas son
para ella misma, ella
misma es su comparación; es para ella misma si su saber del objeto corresponde
o no
a éste. Es cierto que
el objeto parece como sí fuera para la conciencia solamente tal y como ella lo
sabe,
que ella no puede,
por así decirlo, mirar por atrás para ver cómo es, no para ella, sino en sí,
por lo cual no
puede examinar su
saber en el objeto mismo. Pero precisamente por ello, porque la conciencia sabe
en
general de un objeto,
se da ya la diferencia de que para ella algo sea el en sí y otro momento, en
cambio, el
saber o el ser del
objeto para la conciencia. Y sobre esta distinción, tal y como se presenta, se
basa el
examen. Si en esta
comparación, encontramos que los dos términos no se corresponden, parece como
si la
conciencia se viese
obligada a cambiar su saber, para ponerlo en consonancia con el objeto mismo,
ya que
el saber presente
era, esencialmente, un saber del objeto; con el saber, también el objeto pasa a
ser otro,
pues el objeto
pertenecía esencialmente a este saber. Y así, la conciencia se encuentra con
que lo que
antes era para ella
el en sí no es en sí o que solamente era en sí para ella. .Así, pues, cuando la
conciencia
encuentra en su
objeto que su saber no corresponde a éste, tampoco el objeto mismo puede
sostenerse; o
bien la pauta del
examen cambia cuando en éste ya no se mantiene lo que se trataba de medir por
ella; y el
examen no es
solamente un examen del saber, sino también de la pauta de éste.
Este movimiento
dialéctico que la conciencia lleva a cabo en si misma, tanto en su saber como
en su
objeto, en cuanto
brota ante ella el nuevo objeto verdadero, es propiamente lo que se llamará
experiencia.
En esta relación, hay
que hacer resaltar con mayor precisión en el proceso más arriba señalado un
momento por medio del
cual se derramará nueva luz sobre el lado científico de la exposición que ha de
seguir. La conciencia
sabe algo, y este objeto es la esencia o el en sí; pero éste es también el en
sí para la
conciencia, con lo
que aparece la ambigüedad de este algo verdadero. Vemos que la con-
INTRODUCCIÓN 59
ciencia tiene ahora
dos objetos: uno es el primer en sí, otro el ser para ella de este en sí. El
segundo sólo
parece ser, por el
momento, la reflexión de la conciencia en sí misma, una representación no de un
objeto,
sino sólo de su saber
de aquel primero. Pero, como más arriba hemos puesto de relieve, el primer
objeto
cambia, deja de ser
el en sí para convertirse en la conciencia en un objeto que es en sí solamente
para ella,
lo que quiere decir,
a su vez, que lo verdadero es el ser para ella de este en sí y, por tanto, que
esto es la
esencia o su objeto.
Este nuevo objeto contiene la anulación del primero, es la experiencia hecha
sobre él.
En esta exposición
del curso de la experiencia hay un momento por el que ésta no parece coincidir
con lo
que se suele entender
por experiencia. En efecto, la transición del primer objeto y del saber de éste
al otro
objeto, aquel sobre
el que se dice que se ha hecho la experiencia, se entiende de tal modo que el
saber del
primer objeto o el
ser para la conciencia del primer en sí debe llegar a ser el segundo objeto.
Pues bien,
ordinariamente
parece, por el contrario, como sí la experiencia de la no verdad de nuestro
primer concepto
se hiciese en otro
objeto con el que nos encontramos de un modo contingente y puramente externo,
de tal
manera que, en
general, se dé en nosotros solamente la pura aprehensión de lo que es en y para
sí. Pero,
en aquel punto de
vista señalado, el nuevo objeto se revela como algo que ha llegado a ser por
medio de
una inversión de la
conciencia misma. Este modo de considerar la cosa lo añadimos nosotros y
gracias a él
se eleva la serie de
las experiencias de la conciencia a proceso científico, aunque este modo de
considerar
no es para la
conciencia a que nos referimos. Nos encontramos aquí, en realidad, con la misma
circunstancia de que
más arriba hablábamos, al referirnos a la relación de esta exposición con el
escepticismo, o sea
la de que todo resultado que se desprende de un saber no verdadero no debe
confluir
en una nada vacía,
sino que debe ser aprehendido necesariamente como la nada de aquello cuyo
resultado
es, resultado que
contendrá, así, lo que el saber anterior encierra de verdadero. Lo cual se
presenta aquí
del modo siguiente:
cuando lo que primeramente aparecía como el objeto desciende en la conciencia a
un
saber de él y cuando
el en sí deviene un ser del en sí para la conciencia, tenemos el nuevo objeto
por
medio del que surge
también una nueva figura de la conciencia, para la cual la esencia es ahora
algo
distinto de lo que
era antes. Es esta circunstancia la que guía en su necesidad a toda la serie de
las figuras
de la conciencia. Y
es sólo esta necesidad misma o el nacimiento del nuevo objeto que se ofrece a
la
conciencia sin que
ésta sepa cómo ocurre ello, lo que para
60 INTRODUCCIÓN
nosotros sucede, por
así decirlo, a sus espaldas. Se produce, así en su movimiento, un momento del
ser en
sí o ser para
nosotros, momento que no está presente para la conciencia que se halla por sí
misma inmersa
en la experiencia;
pero el contenido de lo que nace ante nosotros es para ella, y nosotros sólo
captamos el
lado formal de este
contenido o su puro nacimiento; para ella, esto que nace es solamente en cuanto
objeto, mientras que
para nosotros es, al mismo tiempo, en cuanto movimiento y en cuanto devenir.
Esta necesidad hace
que este camino hacia la ciencia sea ya él mismo ciencia y sea, por ello, en
cuanto a
su contenido, la
ciencia de la experiencia de la conciencia.
La experiencia que la
conciencia hace sobre sí no puede comprender dentro de sí, según su mismo
concepto, nada menos
que el sistema total de la conciencia o la totalidad del reino de la verdad del
espíritu;
de tal modo que los
momentos de la verdad se presenten bajo la peculiar determinabilidad de que no
son
momentos abstractos,
puros, sino tal y como son para la conciencia o como esta conciencia misma
aparece
en su relación con
ellos, a través de lo cual los momentos del todo son figuras de la conciencia.
Impulsándose a sí
misma hacia su existencia verdadera, a conciencia llegará entonces a un punto
en que
se despojará de su
apariencia de llevar en ello algo extraño que es solamente para ella y es como
un otro y
alcanzará, por
consiguiente, el punto en que la manifestación se hace igual a la esencia y en
el que,
consiguientemente, su
exposición coincide precisamente con este punto de la auténtica ciencia del
espíritu
y, por último, al
captar por sí misma esta esencia suya, la conciencia indicará la naturaleza del
saber
absoluto mismo.